Etica y culpabilidad (y 4)

Ensayo que analiza el fenómeno de la culpabilidad y su impacto en la ética. En este cuarto y último capítulo examinamos la relación entre la culpa y la deuda
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La culpa como deuda contraída y como presupuesto originario-existencial

Nietzsche en La genealogía de la moral presume de ser el primero en haber adivinado el verdadero origen de la conciencia de la culpa. En el principio, fue la deuda:

«¿cómo vino al mundo esa otra “cosa sombría”, la consciencia de la culpa, toda la “mala conciencia”? […] Culpa (Schuld) procede del muy material concepto “tener deudas” (Schulden) [y añade] de la relación conceptual entre acreedor y deudor.»{1}

Quede aquí, pues, registrado el momento clave en el que Nietzsche vincula la base existencial de la culpa y el principio de endeudamiento moral.

El deudor, al tomar conciencia del compromiso en que se encuentra, asume la obligación de restituir el daño causado, creándose así firmes lazos de dependencia y sometimiento para con los otros. La estructura de poder, de pronto, adquiere el siguiente perfil: al depender uno de otro, a quien debe compensar, queda –moralmente hablando– a su disposición. La libertad y la inocencia quedan mermadas; o mejor, hipotecadas. En especial, si remiten al principio y la base de la existencia.

El enfoque existenciario de la culpa va en esta línea. La vida es mediatizada y señalada por la marca del destino culpable, ante el cual el hombre poco más puede hacer que resignarse. También puede dar por buena la circunstancia. En tal caso, la aprobación, al hacerse comprensible, descubre conciencia infeliz (Hegel), angustia (Kierkegaard) o ser deudor como fundamento (Heidegger). En todas estas interpretaciones, la culpa representa la genuina esencia de la realidad humana, entendida como presupuesto originario, pura estructura radical. Porque la deuda, así contemplada, no deviene una consecuencia de un obrar inadecuado ni de acción quebrantadora, sino que adopta la forma de condición necesaria de existencia.

En la analítica de la culpabilidad –existencialmente entendida–, un personaje histórico destaca por encima del resto. Nos referimos a Martin Lutero, quien proclamó una teología de la existencia sostenida sobre el pilar de la culpa.

Según hemos visto, la culpa emerge en el acto de la interiorización de la conciencia, subjetivización que la convierte automáticamente en mala conciencia. El luteranismo representa históricamente la figura sublime de ese movimiento. El espíritu de Lutero simboliza la conquista por el hombre de su propia individualidad, la posesión de sí mismo y la transformación de la conciencia en autoconciencia.

La culpa, y su relación con la acción, es asunto que destaca en la doctrina luterana. En primer lugar, la culpa es considerada como una realidad preexistente al individuo, de naturaleza universal y originaria, que extendiéndose y profundizando en el hombre, lo marca definitivamente. La culpa no deriva de una tendencia al mal, sino que el hombre es la misma representación del mal. En segundo lugar, la Reforma advierte de la imposibilidad de salvarse por el obrar.

Según Lutero, en la proyección a otro o al otro, tanto el judaísmo como el catolicismo, hacen de la transferencia de pecado una caricatura de la experiencia culpable. Transportada al curador, la culpa no es plenamente vivida, no deja en el pecador su aguijón clavado, necesaria evidencia y huella del mal inherente.

Una culpabilidad no soportada íntegramente no tiene autenticidad. Para tenerla, el hombre debe refugiarse en la individualidad, no poniendo a disposición del supremo acreedor ofendido inútiles presentes externos, sino la propia totalidad de la persona. Hegel, que en tantas cosas siguió la enseñanza luterana, vio en estas pautas de las acciones exteriores de expiación el gran punto diferenciador que separa el protestantismo del catolicismo:

«La simple diferencia entre la doctrina luterana y la católica consiste en decir que la reconciliación no puede ser producida por una cosa exterior, la hostia, sino tan sólo por la fe.»{2}

En la fe se halla la clave para conquistar la salvación. Un estado que exige no burlar la presencia de la culpa con confesiones exculpatorias, sino penetrar más y más en ella.

Si la acción moral nada puede a fin de procurar la salvación, la moral misma no tiene valor ante Dios, debiendo deslindarse, por tanto, de la religión. Søren Kierkegaard (quien también tanto asimiló el mensaje luterano) tradujo esta idea en su particular teoría de los tres estadios. Según ésta, el estadio moral, aunque superior al estético, no es aún el definitivo de la plena humanidad. Lo es el estadio teológico.

A diferencia del punto de vista hegeliano, los momentos evolutivos no se sintetizan para Kierkegaard, sino que se excluyen. La posibilidad humana de la libertad depende de la capacidad de elección, según la cual el hombre no sólo puede decidir, sino que debe decidir. Kierkegaard entiende el problema de la culpa como tránsito desde la inocencia, como un salto: «Hacerse culpable no es algo a lo que se llega, sino un “salto” –”la caída”»{3}. Para el filósofo danés, la figura de Adán es la personalización universalizadora del hombre. Adán es él mismo y Adán somos todos. Por ello, la descripción del movimiento hacia el pecado de Adán es aplicable, en rigor, a toda la humanidad.

El estado inicial de Adán es de inocencia. También de ignorancia, de desconocimiento del bien y del mal, un estado de indefinibilidad contradictoria. La situación es denominada «preadamita» porque Adán no es propiamente él mismo, sino posibilidad de ser, ausencia de yo, falta de libertad. Kierkegaard entiende esta situación de conflicto como unidad de lo finito y lo infinito, superable sólo por el momentodecisivo del salto. Este primer gran conflicto se ilustra con la dialéctica tentación-prohibición divina, momento trascendental de afirmación y de definición, creadora de abandono ante sí mismo. Y también de angustia: «La angustia –afirma Kierkegaard– es posibilidad de libertad». Posibilidad de ser único.

Interpretando esta sentencia, apunta Jean-Paul Sartre: «La angustia es, así, abandono del ser a la posibilidad prohibida de elegirse finito, abandono causado por un brusco retroceso de lo infinito»{4}. Lo que está en juego en esa tentación-prohibición es la actitud ante la ley moral. Pero, la ley sólo es conocida, sólo es, en la medida en se trasgrede. Conocer la ley implica conocer su efecto, y esto sólo puede darse atravesándola en un acto que la vulnere, con la desobediencia. Así, Adán apuesta y elige su caída, por sí mismo. Con la desobediencia, Adán funda el yo que le abrirá a la temporalidad y a la finitud.

El instante fundacional descubre la culpa: «La libertad fija la vista en el abismo de su propia posibilidad e intentando sostenerse echa mano a la finitud, cae al suelo, y cuando se levanta ya es culpable.»{5} La libertad, condición de humanidad, representa, al mismo tiempo, el camino de perdición. Pues la libertad, en sí misma, ya es culpable. Para Kierkegaard, el hombre no puede sostenerse por sus propias fuerzas. La fe es imprescindible para la salvación.

En suma, el mito adámico coloca a la culpabilidad en la base de la humanidad y de la historia, ya que éstas echan a andar al mismo tiempo que el Pecado. El Adán del Paraíso y de la inocencia no es aún el Adán hombre. Para serlo, tuvo que pecar:
«El pecado original –afirma Kierkegaard– es lo presente, la pecaminosidad; y Adán el único en que aquél no era, puesto que llegó a ser por obra de él.»{6}

Adán hizo el pecado y el pecado lo hizo hombre. Y lo hizo culpable.

Aunque con otros contenidos, también a Hegel llegó el aliento de Lutero y de la Reforma, ese «sol que sigue a la aurora del final de la Edad Media y todo lo ilumina.»{7} A los ojos de Hegel la Reforma afirma el triunfo de la individualidad, permitiendo la plena posesión del propio ser del hombre. Este momento adquiere un sentido trascendental, porque para el pensador de Jena, sólo desde la singularidad puede promoverse la universalidad, máxima aspiración de la conciencia.

La Reforma, nos dice, fue una necesidad histórica en el devenir del Ser, al situar la posibilidad y realidad de reconciliación en su verdadero lugar: el corazón y el Espíritu. La reconciliación, entendida como encuentro entre el Hombre y Dios, hace posible que el Espíritu tome conciencia de la libertad, y de la verdad que en ella está contenida. Las relaciones de exterioridad son superfluas. Sólo la espiritualidad es morada de verdad, juez supremo de reconocimiento, no valorada por las obras, sino por el valor mismo de la fe.

La teología hegeliana, como todo su pensamiento, está regida por las ideas de unidad y libertad, expresadas, en su doble significado religioso y metafísico, mediante el término reconciliación.

Unidad significa hacer posible el mandato del amor y la comunión en una realidad vital y existencial marcada por el principio de la alienación y el extrañamiento. Descubrir la verdad lleva consigo descubrir las contradicciones que hay en ella. La recuperación de la vida pasa por devolverle la unidad y la armonía perdidas.

Libertad, capacidad de determinarse por sí mismo, significa para Hegel recobrar el pleno dominio de la subjetividad, contemplándola como algo que le pertenece. Ser libre significa, entonces, permitir que la tarea de unificación y reconciliación tenga lugar en el marco apropiado, en la íntima espiritualidad.

El carácter descarnado de la alienación de la existencia es sentido con dolor. El Espíritu, anhelo esperanzado de unidad, no teme nada peor que la escisión. Y ese sufrimiento es inconsolable cuando descubre que al ser uno mismo el causante de tal ruptura, el castigo será necesario y merecido. De la misma forma que el sujeto está determinado a la infracción culpable, el castigo viene necesariamente tras ella. He aquí una determinación que exige ser reconocida.

Esta descripción, según Antonio Escohotado, define el sentido de la falta metafísica y la diferencia con la ley penal:

«al tener destino, el criminal padece por su sí mismo, mientras que al someterse al mandamiento sólo acata la voluntad de otro.

Cuando la ley deviene para la conciencia que la sufre algo justo y legítimo, la ley deja de serlo y se transforma en destino, en «la ley que yo mismo he puesto en mi acción»; la vida toda se manifiesta, entonces, para el criminal como una unidad en movimiento que se niega a sí misma y que, por tanto, puede también curarse a sí misma.»{8}

Hegel distingue, pues, entre dos tipos de castigo: el resultante de una infracción a la ley, y el castigo como destino, cuando lo subvertido es la vida misma. El crimen señalado por el destino consiste en atentar contra la vida, y lo que en ella hay esencialmente de unificación, porque la vida como realidad total no puede discriminarse ni diferenciarse en parcelas. La vida ajena no es, en rigor, algo distinto a la propia vida, por ser manifestaciones de un mismo fenómeno. Agredir a la vida supone, en consecuencia, agredirse a sí mismo. O dicho de otro modo: en el crimen, el hombre produce su castigo.

Las heridas a la vida también las sufre el propio criminal: «Ahora la vida dañada –escribe Hegel– se alza como un poder enemigo contra el criminal y lo maltrata de la misma manera como él la maltrató.»{9} El autor del crimen no actúa con su delito sólo contra la autoridad superior o contra un señor, sino, sobre todo, contra sí mismo, convirtiéndose así en enemigo de sí mismo.

La vida compone el espacio donde tiene lugar el drama existencial y donde el individuo descubre el propio destino. Destino que no es otro que la culpa en origen. Siguiendo el espíritu de la famosa sentencia de Antígona («Porque sufrimos reconocemos haber obrado mal»), Hegel advierte que por la culpa descubierta comprendemos nuestro destino:

«En el momento en que el criminal siente la destrucción de su propia vida (al sufrir el castigo) o se reconoce (en la mala conciencia) como destruido, comienza el efecto de su destino.»{10}

Pero, ¿cuál es el terrible crimen cometido? Todo este proceso de identificaciones (sufrimiento-culpa-conciencia-castigo-destino) parece inducir a la idea de que el crimen del hombre consiste simplemente en vivir, en ser, «en poner en movimiento lo inmóvil, en hacer que brote lo que de momento se halla encerrado solamente en la posibilidad, enlazando con ello lo inconsciente al consciente, lo que no es al ser»{11}. La vida, en su despliegue y efectos (finitud, individuación), representa la infracción misma, porque «el mayor delito del hombre es haber nacido» (Calderón de la Barca).

Ciertamente, Hegel habla de la culpa vinculada al obrar{12}, como efecto, concretamente, del obrar de la autoconciencia. Pero, ¿qué acción?, ¿qué obrar? Esto parece no importar. Lo que sí importa es la figura misma del obrar abstracto, del Ser en su despliegue, no su contenido concreto. Tampoco se trata de discriminar las buenas de las malas acciones, suponiendo que son éstas las productoras de culpa. La consecuencia, con todo, no deja de ser paradójica: toda acción es culpable y ninguna en concreto lo es.

El requisito para ponerse en paz y reconciliarse con la vida, permitiendo, a su vez, la restauración de la justicia, pasa por asumir la culpa y el castigo como destino. En los crímenes contra la vida no hay impunidad, por que al contenerlo todo, nada se le sustrae. De la misma forma, es imposible engañarla, pues ello significaría autoengañarnos. La vivencia, entonces, de la culpa exige, no salir de ella, sino penetrarla dolorosamente. O, como dice H.G. Gadamer:

«sólo cuando el criminal acepta el castigo se realiza el propósito de éste y se satisface la justicia. Esta aceptación devuelve al criminal a la vida en la comunidad jurídica. De este modo, el castigo, de la fuerza hostil que había representado, se transforma en la restauración de la unidad. Y eso, precisamente, es la reconciliación de la ruina, espléndida formulación con la que Hegel expresa le esencia universal de este suceso.»{13}

La conciencia del castigo en términos de destino en el joven Hegel, entendida como raíz originaria de la existencia, tiene su más cercana expresión en el Dasein heideggeriano comprendido como «ser deudor». Observemos brevemente esta cuestión desde el prisma que inspira nuestro ensayo, a saber: la relación que mantiene la culpa con la acción para comprender su naturaleza de ser o de hacerse. En este sentido, la postura de Heidegger no plantea muchas dudas: el «ser deudor» no es el resultado de un hacerse deudor, sino a la inversa, ningún hacerse deudor es posible sino «sobre el fundamento» de un original «ser deudor»{14}. ¿Qué es lo que convierte al «ser ahí» originariamente en «ser deudor»? Su propia constitución básica, porque ese «ser deudor» es la base de la forma de ser y de existir del «ser ahí».

La esencia propia, el modo de ser típico del Dasein, es ser en el mundo; ser arrojado al mundo, aunque no responsable de su propia caída. Esto es lo que se ha significado con la expresión, aplicada al «ser ahí», de «estado de yecto». El ser del «ser ahí» es devenido, no pudiendo elegir tal acontecimiento, en la medida en que su ser característico es ser-posibilidad: «es –dice Heidegger– existiendo, el fundamento de su «poder ser»»{15}. Ahora bien, aunque la posibilidad de ser es su fundamento, él nunca puede ser dueño del mismo ni podrá serlo.

Es esto lo que hace que el Dasein esté marcado por el sentido del «no». Hay un «no» consustancial a su naturaleza, tanto que su «ser el fundamento» es el ser de un “no ser”. Heidegger insiste en que ese «no» sea diferenciado del «no» de carencia, porque a la existencia no le falta nada. Ese «no» es más bien la forma de existir del «ser ahí» como «sí mismo».

El «ser ahí» existe como ser proyectado, ser caído, ser dependiente, ser que debe su existencia. Pero, entender la deuda como fundamento implica no entenderla como «tener deudas para con otros». El Dasein no debe nada a nadie, se lo debe a sí mismo, a su propio ser. Por esta razón, la deuda no tiene vigencia provisional ni revocabilidad, es permanente por ser definidora y fundamental. El ser del Dasein es su «no ser» y su deuda eterna, no pudiendo ser nunca su propio ser. Este estado es también constitutivo al no ser electivo.

Cuando el «ser ahí» toma conciencia de «sí mismo» ya está proyectado, ya está en el mundo, y la condenación, por tanto, ha sido consumada. La existencia no puede darse antes de su fundamento, depende de él y como tal deviene. El fundamento, entonces, muestra un carácter fundativo en la cadena de lo óntico, dado que por él y mediante él es posible la presencia de los entes.

Por consiguiente, en Heidegger el ámbito de la acción no es relevante para la comprensión de la deuda, al no presentarse ésta como efecto de un obrar. Como podemos leer en Ser y tiempo: «Este ni siquiera necesita cargarse con una ‘deuda’ por obra de yerros u omisiones, le basta ser propiamente el «deudor» que él es»{16}. Y como también advertimos en el examen del planteamiento hegeliano, la conciencia deudora en Heidegger no aparece a resultas de una mala acción productora de apreciación culpable. Haga lo que haga, el hombre es deudor, del mismo modo que no podría librarse de tal estado, hiciese lo que hiciese.

Que el recurso de la acción moral no enmiende el destino del Dasein se comprende mejor cuando advertimos que el «ser deudor» no pertenece, propiamente, al terreno de la moralidad. La base referencial del bien y del mal, como marco moral, necesitan precisamente del presupuesto original del Dasein como soporte para que aquellos puedan manifestarse.

El «ser deudor» del Dasein como auténtico fundamento también de la moralidad es, asimismo, por parte de Heidegger la base y el origen del problema.

Notas
{1} Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza, Madrid 1980, op.cit., págs. 71-72.
{2} G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza Universidad, Madrid 1980, pág. 658.
{3} Søren Kierkegaard, El concepto de la angustia, Selecciones Austral, Espasa-Calpe, Madrid 1979, pág. 13.
{4} Jean-Paul Sartre, «El universal singular», en VVAA, Kierkegaard vivo, Alianza, Madrid 1970, pág. 13.
{5} Søren Kierkegaard, op.cit., pág. 10.
{6} Ibíd., pág. 42.
{7} G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, op. cit., p. 657.
{8} Antonio Escohotado, La conciencia infeliz. Ensayo sobre la filosofía de la religión de Hegel, Revista de Occidente, Madrid 1972, pág. 277.
{9} G. W. F. Hegel, «El espíritu del cristianismo y su destino» en Escritos de juventud, Fondo de Cultura Económica, Madrid 1978, pág. 322.
{10} Ibíd., pág. 323.
{11} G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica, México 1966, pág. 277.
{12} Ibíd., pág. 276.
{13} H. G. Gadamer, La dialéctica de Hegel. Cátedra, Madrid 1979, pág. 134.
{14} Martin Heidegger, Ser y tiempo, Fondo de Cultura Económica, Madrid 1980, págs. 308-309.
{15} Ibíd., pág. 310.
{16} Ibíd., pág. 312.
Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2011/n111p07.htm

El Catoblepas • número 111 • mayo 2011 • página 7

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