La filosofía del Derecho de Hegel: cuestiones y objeciones (Parte I)

Georg Wilhelm Friedrich Hegel es un filósofo que no requiere de muchas presentaciones. Su obra ha marcado el pensamiento occidental desde fines del siglo XVIII. Entre sus obras más citadas y controvertidas se encuentran los Principios de la Filosofía del Derecho o Derecho Natural y Ciencia Política, comúnmente conocida como Filosofía del Derecho.

Esta obra del periodo maduro de Hegel ha despertado indescriptibles pasiones y aversiones. En esta breve exposición destacaremos algunos aspectos que, a mi juicio, permanecen como cuestiones abiertas al debate o como aspectos objetables, tanto en la teoría hegeliana del espíritu objetivo, como en su interpretación.

¿Descripción o prescripción?

Hegel ha presentado la filosofía como el saber de lo real, que da cuenta de lo que es y no de lo que debe ser. Esto se desprende claramente de sus lapidarias palabras en el prefacio a la Filosofía del Derecho (1), entre las que se destaca la afirmación relativa a que la filosofía, “por ser la investigación de lo racional, consiste en la captación de lo presente y de lo real efectivo (2) y no en la posición de un más allá que sabe Dios dónde tendría que estar, aunque, en realidad, bien puede decirse donde está: en el error de un razonamiento vacío y unilateral” (Hegel 1821: 50).

Otra afirmación –ampliamente discutida, entendida y mal entendida–, sigue casi inmediatamente a la anterior: “Lo que es racional es real efectivo, y lo que es real efectivo es racional” (Ibid: 51).

Hegel agrega que el tratado del que nos ocupamos, a saber, la Filosofía del Derecho, “en cuanto contiene la ciencia del Estado, no debe ser otra cosa que el intento de concebir y exponer el Estado como algo en sí mismo racional. La enseñanza que puede radicar en el tratado no consiste en enseñar al Estado como debe ser, sino en enseñar cómo el Estado, el universo ético, debe ser conocido. La tarea de la filosofía es concebir lo que es, pues, lo que es, es la razón. En lo que respecta al individuo, cada uno es, de todos modos, hijo de su tiempo; de la misma manera, la filosofía es su tiempo aprehendido en pensamientos. Es igualmente insensato creer que la filosofía puede ir más allá de su tiempo presente, como que un individuo puede saltar por encima de su tiempo” (Ibid: 52).

Y, como si esto no fuera suficiente, sostiene que, “de todos modos, la filosofía llega siempre demasiado tarde. En cuanto pensamiento del mundo, aparece en el tiempo sólo después de que la realidad ha consumado su proceso de formación y se halla ya lista y terminada. Cuando la filosofía pinta con sus tonos grises, ya ha envejecido una figura de la vida que sus penumbras no pueden rejuvenecer, sino sólo conocer; el búho de Minerva sólo alza el vuelo en el ocaso” (Ibid: 54).

Sin embargo, Hegel ofrece en su tratado una concepción del Estado tan perfecta que es difícil, por no decir imposible, reconocerla como efectivamente existente, no sólo en los Estados de su época y en los precedentes, sino también en los posteriores y actuales.

Visto así el asunto, cabe preguntarse con Vittorio Hösle, si la filosofía del Derecho de Hegel no es un proyecto normativo, entonces ¿qué es? Hösle asegura que no se trata de una filosofía descriptiva y reconoce que, aunque ciertamente tampoco pretende ser normativa, en ciertos pasajes lo es.

Es más, refiriéndose al método hegeliano, sostiene que es evidentemente el de un proyecto normativo y no el de una teoría filosófica de las estructuras racionales de la realidad social. El autor mencionado denomina a este hecho una paradoja: la Filosofía del Derecho es, según su método, normativa, sin embargo, procura no sobrepasar la realidad de los hechos (Hösle 1988).

Independientemente de la interesante cuestión filosófica que queda abierta, me parece importante, en la práctica, preguntarse en los tiempos que corren, si estamos dispuestos a aceptar la concepción hegeliana del Estado, el Derecho y la libertad (Klenner 2000) como un desafío a tomar en cuenta al momento de pensar cómo queremos configurar la sociedad y, específicamente, el Estado del tercer milenio.

No se trata de repetir exactamente el modelo hegeliano –lo que sería un insensato anacronismo–, pero hay aspectos que deben ser considerados: la relación entre Estado y sociedad burguesa; la relación entre individuo y comunidad; la relación entre subjetividades (intersubjetividad); el rol de la familia en la sociedad; el sistema de las necesidades; la relevancia de la guerra; la posibilidad o imposibilidad de un derecho internacional, etc. Ciertamente, en semejantes temas es de suma relevancia tener claro, entre otras cosas, cuál Estado, Derecho y libertad queremos poner en práctica.

Eticidad versus moralidad

Al leer los comentaristas de Hegel, y a Hegel mismo, el lector puede quedar con una impresión, si no falsa, al menos poco matizada de la importancia de la eticidad en el ámbito del espíritu objetivo. Todo el tratado se desarrolla hacia la eticidad y particularmente hacia el Estado.

Es en estos momentos de la evolución del concepto donde la razón encuentra su mayor actualización, el máximo de concreción. El hilo conductor de los argumentos conduce, desde el primero hastael último parágrafo de la obra, hacia la eticidad en cuanto el grado mayor de libertad y de racionalidad.

Sin embargo, las afirmaciones previas sólo tienen validez si no nos ocupamos de la eticidad o del ámbito ético en un Estado o en una nación determinada, sino de la eticidad en términos abstractos, lo cual no desmiente que la eticidad sea el aspecto dialécticamente más concreto del espíritu objetivo.

Pues, si procuramos aplicar el análisis a los distintos Estados o naciones que existen actualmente, o que han existido, nos percataremos de que el contenido de la eticidad no es siempre el mismo para todos, que no es siempre la máxima racionalidad, que no necesariamente es la realización de libertad y que muchas veces no sólo manifiesta defectos, sino que también presenta evidentes síntomas de corrupción y decadencia.

“La historia particular de un pueblo histórico contiene, en primer lugar, el desarrollo de su principio, desde su primitiva situación infantil hasta su florecimiento, en el que alcanza una libre autoconciencia ética e ingresa en la historia universal. En segundo lugar está el periodo de su decadencia y corrupción, pues allí se señala en él el surgimiento de un nuevo principio como lo meramente negativo del suyo propio (…). En ese periodo aquel pueblo ha perdido el interés absoluto, y si bien puede asimilar positivamente el principio superior y formarse de acuerdo con él, se comporta como en un terreno ajeno, sin vitalidad ni frescura. Puede incluso perder su independencia, o bien mantenerse o sobrevivir como un Estado particular o en un círculo de Estados, debatiéndose azarosamente en múltiples intentos internos y guerras externas” (Hegel 1821: 422-423, §347/Obs).

Hegel mismo alude a la relación entre naciones civilizadas y bárbaras (Ibid: §351) y deja en claro tanto que no todo pueblo es inmediatamente un Estado (Ibid: §349), como que hay pueblos que sobresalen en un momento de la historia como representantes “del estadio actual del desarrollo del espíritu universal”, mientras que “los espíritus de los otros pueblos carecen de derecho y, al igual que aquellos cuya época ya pasó, no cuentan más en la historia universal” (Ibid: 422, §347; §347/Obs.). Queda absolutamente de manifiesto que está reconociendo diversos grados de actualización de la eticidad.

Cabe, pues, preguntarse si acaso la moralidad no debiera ser tenida en mayor estima, por una sociedad en crisis y por Hegel mismo (3). Es verdad que el filósofo advierte sobre el peligro de que la subjetividad desprecie como vanas las determinaciones vigentes –entiéndase las determinaciones de la eticidad– y se recluya en la pura internalidad de la autoconciencia (4).

Pero esto afirma en general, no está pensando en que tal actitud de la subjetividad se torna aun más riesgosa para un Estado, si el ámbito de la eticidad se encuentra en crisis. Hegel reconoce, no obstante, que hay momentos en el transcurso de la historia en que aumenta la tendencia de buscar “en la internalidad de sí y de saber y determinar a partir de sí mismo lo que es justo y bueno” (Hegel 1821: 202, §138/Obs.).

Esto sucede cuando “lo que rige como tal –entiéndase como bueno– en la realidad y las costumbres no puede satisfacer a una voluntad superior; cuando el mundo de la libertad existente le ha devenido infiel, aquella voluntad ya no se encuentra a sí misma en los deberes vigentes y debe tratar de conquistar en la internalidad ideal la armonía que ha perdido en la realidad” (Ibid: 202-203, §138/Obs.).

Es en estos momentos cuando aparecen personalidades como Sócrates (Ibid: §138/Obs.) o Jesús (1807), que se encargan de remecer su tiempo, poniendo en conflicto los valores de la subjetividad, que ellos aportan, y los valores vigentes de una eticidad debilitada o decadente (Hegel 1821: §138/Obs.).

La moralidad aparece en tales casos, si no por encima de la eticidad, al menos en igualdad de condiciones con ella. Hösle opina que la argumentación hegeliana que se esconde detrásde la distinción de estas personalidades en la historia consiste en destacar que la eticidad de un pueblo o nación se encuentra, desde un punto de vista formal, necesariamente por sobre la moralidad individual; pero que el principio de contenido que, por ejemplo Sócrates, representa con su moralidad, es mucho más profundo y verdadero que la eticidad no reflexionada o mecánica (Hösle 1988).

Me importa poner de manifiesto este conflicto, porque me parece una manera válida y no reñida con el pensamiento de Hegel, de relativizar la tan alabada eticidad. En la sobrevaloración de este momento de la actualización del espíritu radica gran parte de los juicios que contra Hegel se hacen. Por desgracia, el mismo Hegel no despejó, en mi opinión, los inconvenientes que al respecto surgen, por ejemplo, tratándolos individualmente en algún punto de la eticidad, o después de ésta y antes de la Historia Universal (5).

Estado e individuo

Otro elemento interesante de rescatar, tanto por la amplitud de sus alcances como por su complejidad, es la tensión ineludible entre individuo y Estado (Cordua 1989). Tal tensión radica en la naturaleza misma de la eticidad. Por una parte es ella el conjunto de obligaciones y derechos, de instituciones y estructuras sociales o comunitarias, de normas y costumbres que constituyen la forma de ser y actuar de un Estado determinado; por otra parte, está constituida por la acción particular de los individuos.

El Estado no es una fórmula matemática, ni una ecuación que deba ser repetida sin variar. El individuo puede y debe participar de la eticidad vigente aportando su originalidad y personalidad. En este aporte se produce, a la vez, una transformación. Surgen nuevas necesidades y nuevas formas de satisfacerlas; es necesario complementar el derecho con nuevas normas que regulen las también nuevas formas de vida.

La acentuación de una u otra dimensión puede depender de la perspectiva temporal de quien observa tal o cual nación o Estado. Quienes consideren breves periodos de tiempo, tenderán a acentuar el elemento global o comunitario; en cambio, quienes tomen en cuenta lapsos más extensos, destacarán la individualidad.

Así, en medio de la eticidad y de lo que en su núcleo surge, aparece una paradoja. Charles Taylor la expresa claramente: la característica preclara de la eticidad es que nos prescribe generar, en nuestras actitudes y acciones, lo que ya existe. Lo que constituye el fundamento de las obligaciones éticas –como también de los derechos– precede a la existencia del individuo que, no sólo está llamado a encarnarlas, sino también a hacerlas surgir de su acción (Taylor 1983).

La eticidad es un estado de la evolución de la vida comunitaria. Y, porque es un estado permanente, o al menos con voluntad de permanencia, da lugar a obligaciones que el individuo debe cumplir; y en la medida en que las cumple, las conserva. De tal manera, la eticidad implica una doble relación (6): entre lo que es y lo que debe ser, entre el individuo y la comunidad (7).

Esta doble relación es expresión de la cultura, las costumbres, las instituciones, la constitución, el Derecho; y, a la vez, da lugar a ellos. Esta doble relación es el fruto de la acción de la razón y garantía de su presencia en un Estado; es lo que diferencia a un Estado de la mera aglutinación de individuos, o plebe.

No es nuevo el problema que estoy planteando, se lo conoce como el conflicto entre las instituciones y el cambio social (Berger 1979 y Luckmann 1996). La novedad está en que generalmente se acepta que el individuo modifica las instituciones y la idiosincrasia de su comunidad en la medida en que cumple con las prescripciones a su modo, pues se entiende que no hay un modo único de respetar y cumplir las normas, no sólo si están formuladas en forma positiva (“debes honrar padre y madre”), sino también en su formulación negativa (“debes no matar”), porque ella implica una prescripción opuesta (“debes respetar la vida”).

Carla Corduase refiere al lugar que ocupan el conflicto, el desacuerdo y la competencia entre los individuos en la Filosofía del Derecho (Cordua 1989) (8). Según ella, la unidad que Hegel concibe como fundamento de la eticidad, está probada por la confrontación y el conflicto, pero los ha superado. La autora reconoce, sin embargo, que el conflicto no puede ser la tónica de las instituciones que conforman un Estado, ni entre los individuos o entre éstos y aquéllas. Carla Cordua afirma que disensión y competencia tienen un lugar asignado y reglas establecidas para llevarlos a cabo, de modo que su función puede ser calificada como “preordenada”.

En el caso de la concepción hegeliana de la eticidad, me parece discutible cómo se da el cambio y cómo se superan los conflictos. Hegel habla, por ejemplo, de la modificación de los códigos, que son una “totalidad cerrada y terminada”, debido a la “continua necesidad de nuevas determinaciones legales” (Hegel 1821: 289, §216).

“Una importante fuente de complicación de la legislación la constituye el proceso por el cual, con el tiempo, lo racional, lo en y para sí jurídico, va penetrando en instituciones originales que contenían una injusticia y eran, por lo tanto, instituciones meramente históricas (…). Pero es esencial comprender que la naturaleza de la materia finita misma conduce a un progreso al infinito incluso en la aplicación de las determinaciones en y para sí racionales, en sí mismas universales” (Ibid: 289, §216/Obs.).

Por ello no se puede exigir de un Código perfección o determinación absoluta, que permitan determinaciones posteriores (9). Y aunque Hegel dice que la Constitución no debe ser considerada como algo hecho, sino más bien como algo que está “por encima de la esfera de lo que se hace, como lo divino y persistente” (Ibid: 357, §273/Obs.), acepta, tanto un desarrollo ulterior de la constitución “por el perfeccionamiento de las leyes y el carácter progresivo de los asuntos de Gobierno” (Ibid: 382, §298), como la posibilidad de la modificación de la Constitución de un Estado, si se hace por vías constitucionales (Ibid: §273/Obs.).

Continuará

Es licenciado en Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente cursa 5º año de Derecho en la Universidad Bolivariana.

1. Cito según Hegel, Georg (1821), Principios de la Filosofía del Derecho o Derecho Natural y Ciencia Política, Edhasa, Barcelona, 1988. La traducción y el prólogo son de Juan Luis Vermal.

2. En ésta, como en algunas de las siguientes citas del texto hegeliano analizado, he introducido un cambio en la traducción o en la puntuación. Para tales cambios me fundo en Hegel, Georg (1821), Fundamentos de la Filosofía del Derecho, Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1993. La edición de K.H. Ilting y la traducción de Carlos Díaz. Asimismo me baso en Hegel, Georg (1821), Grundlinien der Philosophie des Rechts (Mit Hegels eigenhändigen Randbemerkungen in seinem Handexemplar der Rechtsphilosophie), Félix Meiner Verlag, Hamburgo, 1955.

3. En el tratamiento de este asunto, sigo los argumentos de Vittorio Hösle y Charles Taylor.

4. El peligro consiste específicamente en que la voluntad tome como principio de la acción, no a lo que es “en sí” y “para sí” universal, sino que se rija por las determinaciones del arbitrio, con lo que hace predominar la propia particularidad por sobre lo universal. En tal caso la voluntad corre el riesgo de ser mala (Hegel 1988: §139 y §139/Obs.).

5. Volveré al mismo tema, pero desde otra perspectiva, más adelante en: “¿Es Hegel un totalitarista?”

6. Charles Taylor habla constantemente de “homogeneidad” (Homogeneität) y “homogeneizar” (homogenisieren), a las que opone “diferencia” (Differenz) y “diferenciación” (Differenzierung).

7. Probablemente Hegel nunca habría dicho “yo soy yo y mi circunstancia”, como Ortega y Gasset; pero sí habría estado dispuesto a decir “yo soy mi circunstancia”.

8. No estoy pretendiendo afirmar que el conflicto no se dé en las estructuras de la Filosofía del Derecho. Por cierto, si hay cambios, puede suponerse su surgimiento o existencia; además, Hegel mismo lo menciona. Procuro dejar de manifiesto que no me parece claro cuáles son las instancias para solucionarlo y, cómo ocurre, especialmente si no se trata de conflictos legales. Por otro lado, me pregunto cómo se presenta un conflicto que debe desarrollarse según un patrón preestablecido.

9. Hegel agrega un ácido comentario. Según él, es una enfermedad alemana exigir tal perfección (Hegel 1988: 289, §216/Obs.).

Fuente: http://www.la-razon.com/suplementos/la_gaceta_juridica/filosofia-Derecho-Hegel-cuestiones-objeciones_0_1861613904.html

Tomado de: Polis, revista latinoamericana. polis.revues.org

3 de julio de 2013



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