Materialismo spinoziano versus trascendentalismo kantiano*

A propósito del diálogo filosófico entre André Comte-Sponville y Luc Ferry acerca de la «sabiduría de los modernos».


Baruch de Spinoza e Immanuel KantBaruch de Spinoza e Immanuel Kant
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No son André Comte-Sponville y Luc Ferry dos desconocidos para las personas atentas a la evolución del pensamiento europeo, y mucho menos para aquellos que sigan de cerca la producción filosófica proveniente de Francia. La recepción editorial en España ha sido más puntual hacia la obra de Luc Ferry —destaquemos, por ejemplo, El nuevo orden ecológico (Premio Médicis de Ensayo, Tusquets, 1994) y El hombre-dios o el sentido de la vida (Tusquets, 1997)—, y algo más morosa hacia Comte-Sponville, si bien esta demora se ha visto compensada por la gran acogida que el público le ha prestado a su Pequeño tratado de las grandes virtudes (Espasa, 1998) y a Impromptus (Andrés Bello, 1999), dos libros que ya venían avalados por la notoriedad desde las primeras respectivas primeras ediciones (1995 y 1996) en su país de origen. Tomo ahora la obra compuesta por ambos, La sabiduría de los modernos (1999), a modo de pretexto para el presente ensayo.

He aquí un trabajo singular, que interesa principalmente por la estructura en forma de diálogo y la vitalidad expositiva que empujan sus más de seiscientas páginas, pues las perspectivas particulares de cada uno de los autores convocados al encuentro, están desarrolladas en sus respectivos trabajos. Unos libros que nos informan de dos filósofos franceses contemporáneos que todavía siguen leales al espíritu racionalista y al ideal de las Luces, preocupados por el estatuto de la sabiduría, así como por la actualidad y el sentido de lo que significa ser modernos.

Desgraciadamente, la luminaria y la distracción de la que han hecho gala en las últimas décadas buena parte de los intelectuales franceses encuadrados en las filas del posestructuralismo, la posmodernidad o la deconstrucción (¿ya ha estallado la «pos-posmodernidad»?) puede dar la impresión de que lo producido en el país vecino se mueve exclusivamente o con hegemonía en dichos terrenos. Continua existiendo, bien es verdad, una influyente tradición de escritores y pensadores identificada con la denominación del origen y la procedencia, la pasión de épater a burgueses y desahogados, así como con una seductora fascinación por la escritura oscura e indescifrable, casi siempre precisada de códigos «metatextuales», que ellos mismos suelen crear al ser los causantes de lo inextricable.

Tampoco le ha sido extraña a la nouvelle vague intelectual francesa la propensión a delinear una trinchera defensiva —tan aparentemente inexpugnable como vulnerable y ineficaz terminó siendo la «Línea Maginot» durante la II Guerra Mundial—, no para frenar en esta ocasión a los alemanes, sino al «desafío americano». Una obcecación ésta que agrupa a determinados tipos de clercs en un peculiar «frente nacional» contra el made in USA; un efecto más de la atracción culpable a América. Me refiero, claro está, a la galería de viejas/nuevas tendencias capitaneadas, entre otros, por personajes del fuste de Gilles Deleuze, J.-F. Lyotard, Jacques Derrida, Paul Virilio, Jean Baudrillard, Julia Kristeva, Régis Debray y otras glorias antañonas. Hoy, la herencia de estos espectros ha sido repartida entre sus devotos pupilos y descendientes, todos ellos cansados de Occidente, la Razón y la Técnica alienadora, y todavía tienen gran influencia en las cátedras universitarias y los medios de comunicación.

No sería justo, empero, sucumbir ante semejante estereotipo generalizador, aunque es bien sabida la facilidad de la industria francesa en general (cultural, en particular) para fabricar una cultura de la seducción y la astucia para manufacturar productos prêt-à-porter revestidos de diseño de lujo. Digo que no sería justo ceñirse a este fotograbado, por resultar algo borroso, y además porque dejaríamos a bastantes otros personajes, mucho más relevantes que aquéllos, fuera de campo. Por ejemplo, Clément Rosset, Alain Finkielkraut, André Glucksmann, Pascal Bruckner, Nicolas Baverez, Pierre-André Taguieff, Michel Houellebecq, Alain de Benoist, Marc Fumaroli, etcétera, y quienes, como los mismos autores de La sabiduría de los modernos, destacan por preservar, cada cual según su criterio, un discurso filosófico y racional no cómplice ni complaciente con el arte del bucle gramatical, que se sirve del lenguaje como un instrumento sin más vocación y fin que referirse a sí mismo.

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«¿Qué nos acercó? Cierta forma común, o en cualquier caso comparable, de filosofar. Un mismo apego a la razón, a la claridad, al intercambio de argumentos, a la búsqueda siempre renovada de lo verdadero. Una misma fidelidad a las Luces. Un mismo rechazo a la sofística y al nihilismo. También, y por eso mismo, una cierta perplejidad, por no decir más, ante lo que se ha convertido la filosofía contemporánea… » (pág. 14).

André Comte-Sponville y Luc Ferry, reunidos en este libro con el objetivo de intercambiar sus respectivas posiciones filosóficas, centran el debate alrededor de «diez preguntas para nuestro tiempo». En ellas reconocen las claves del sentido de la tarea filosófica (la búsqueda de la sabiduría) y la raigambre de quienes piensan acerca de la actualidad de su tiempo,que es el presente. Ser modernos significa no sólo saber acerca de la modernidad sino, sobre todo, saberse modernos, hacerse cargo del momento y la situación en la que se vive y desde la que se piensa.

Digámoslo de otro modo. Ser moderno comporta, al mismo tiempo, una inclinación y una desafección, a saber: el apego del hombre a un tiempo concreto, el presente, que apunta al futuro y el desapego a un espacio demarcado. Tal actitud conlleva «descolocarse» de un lugar particular y único, viéndose así lanzado a un mundo en el que sea factible realizar un ideal universalista y cosmopolita. La presencia de lo real y sus urgencias son, asimismo, privilegiadas en la discusión intelectual frente a las proyecciones de un ideal de posteridad, normalmente asociado a dudosas utopías. Es posible pensar en el más allá, pero no vivir en él, porque el más allá sólo puede concebirse en una perspectiva de lontananza, no de eternidad. El hombre piensa y vive aquí y ahora, según dicta una máxima de sabiduría antigua que, por mor de la restitución moderna de ideales recuperados, se convierte a su vez en asunto y condición de nuestra época.

El proyecto del libro, según palabras de Luc Ferry: «intentar conocer el posible equivalente actual de lo que ellos [los antiguos griegos] llamaban “sabiduría”. Este es, en el fondo, el objeto de nuestros debates.» (pág. 301). Los dos autores coinciden a la hora de entender la «sabiduría de los modernos» como una sabiduría laica, producto de la secularización que la Historia ha impuesto en la conciencia y la voluntad de los individuos desde el advenimiento de la modernidad. Al sentirse modernos, los ámbitos de la singularidad (demasiado localista) y la universalidad (especialmente abstracta) remiten al espacio autónomo e instaurador de la individualidad… Reconocer a Michel de Montaigne o a René Descartes como fundador de dicha tradición es ya una cuestión de preferencia más que de contienda, pues, después de todo, todo queda en casa. Noblesse oblige..

Sobre acuerdos y desacuerdos, en torno a muchas preguntas y algunas respuestas, giran las disertaciones que tienen el punto de arranque, justamente, en un acuerdo respecto a las preguntas básicas: ¿Cómo ser materialista o humanista? ¿Existen fundamentos naturales de la ética? ¿Vamos hacia una sacralización de lo humano? ¿Qué podemos esperar? ¿La búsqueda de sentido es una ilusión? ¿Esperanza o desesperación: Jesús o Buda? ¿Existe una belleza moderna? ¿Cómo valorar la sociedad mediática? ¿Filósofo o político? ¿Para qué sirve la filosofía contemporánea?

No hay, bien es verdad, en dichas cuestiones teóricas mucho de original ni novedoso, pero en la recurrencia y pertinacia de las misma están las condiciones para reconocernos en las tradiciones que nos han precedido. La responsabilidad de la sabiduría de los modernos reside principalmente en mantener vivo el recuerdo, ante el riesgo de ver la sabiduría quebrantada por parte de aquellos para quienes volver al origen (en lugar de a la tradición) significa invocar el retorno de los brujos o sus aprendices. Sólo desde una perspectiva de respeto hacia un saber con vocación de sabiduría puede contemplarse un propósito de tan amplio y ambicioso alcance.


André Comte-Sponville y Luc Ferry

André Comte-Sponville y Luc Ferry no ofrecen al lector una exhibición de atropelladas sentencias resolutorias, sino más bien una demostración de cómo, a su parecer, ha sido comprendido el mensaje de la modernidad, el cual comienza donde en realidad culmina, a saber, en el conocimiento de su propio límite.

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Sea desde las disposiciones gnoseológicas señaladas por Kant (Ferry) o desde un jubiloso escepticismo (Comte-Sponville), ambos filósofos se atienen a un programa de investigación que no pretende traspasar fronteras ni distraer lo esencial del pensamiento con piruetas de feria. Todo lo contrario. El libro se vertebra y ajusta a un programa muy metódico (¿vestigio cartesiano?), y es esta circunstancia quizá la que aporta a su recorrido otro de sus alicientes. Empeñarse en un plan de abordaje a unas preguntas de semejante musculatura y fibra precisa de un concierto común que reúna, al mismo tiempo, talento disertador y talante receptivo, conocimiento mutuo, amistad compartida y asunción generosa de papeles —agente (expositivo) y paciente (escuchador)— al objeto de sortear tentaciones de protagonismo.

Cada capítulo del libro está destinado a una cuestión concreta y convenida previamente, sobre la que los dos contendientes ofrecen su particular punto de vista mediante textos escritos por separado, los cuales ponen de manifiesto la contraposición de las tesis respectivas: el humanismo que destila la idea de una «trascendencia en la inmanencia» de Ferry versus el naturalismo trágico, desesperanzado y alegre de Comte-Sponville. Como debate público que pretende ser, este «libro a dos voces» no se limita a meras declaraciones de principios, cada uno los suyos. Llegado a un determinado punto, la disputa se extiende a un limitado pero generoso grupo de asistentes, invitados a intervenir con peticiones de aclaración o particulares acotaciones a las intervenciones de los dos filósofos por el anfitrión (y árbitro) Bernard Fixot, editor del libro. Este componente del debate, la puesta en común en un seminario, contiene algunos de sus instantes más atractivos, pues favorece tanto la precisión de posturas cuanto previene contra reiteraciones o divagaciones, casi siempre inevitables en estas lides (las intervenciones y apostillas de Tzvetan Todorov, en este sentido, resultan especialmente oportunas y clarificadoras).

A los principales protagonistas del volumen les unen la pertenencia a una misma generación y la inclinación a preservar la sabiduría dentro de una atmósfera de modernidad. Pero ¿qué les separa, filosóficamente hablando, y qué justifica el debate propiamente dicho? En esta reseña no es posible resumir siquiera todos los términos de la discusión que el libro ofrece ni el contraste que respalda las diferentes concepciones vertidas en él sobre el significado de la trascendencia y lo absoluto, el estatuto ontológico y práctico de la humanidad, la primacía de la libertad, el valor del sentido, las versiones del relativismo ilustrado o la actualidad de la religiosidad y la espiritualidad en el mundo contemporáneo.

Con todo, si hay que subrayar un argumento principal que informe del fondo de la discusión optaré por este último —la espiritualidad en el mundo contemporáneo—, al tratarse del asunto más recurrente en el conjunto del debate. Ahí reside la gran cuestión que, según el parecer de ambos filósofos, resume la misión y la médula de la sabiduría de la modernidad: la espiritualidad laica o la religiosidad laicizada y secularizada. Tal conclusión les concilia, aunque pueda, es cierto, provocar aprobación o consternación en el lector, según la juzgue como coherente resolución (que no solución) de la problemática o bien como paradójica síntesis de contrarios. Veamos algunos de los argumentos de dicho asunto.

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La sabiduría de los modernos representa para Ferry una actitud de inconformismo hacia las sujeciones que impone el ser, la realidad o la naturaleza, en la medida en que la aspiración del saber apunta a la «vida común», un «mundo expandido» (en el sentido que Kant asigna a este ideal), superior y más elevado de lo que la presencia de las «cosas» pueda procurar (he aquí, la comprensión de la trascendencia en la inmanencia que proclama). Por su parte, Comte-Sponville propugna la reconciliación del individuo con el universo, la fusión con lo existente y el amor universal como objetivos principales, más inclinados a un propósito de conservación que de salvación; pues lo sensato (lo sabio) consiste en propiciar un pensamiento sin apéndices, que circunscriba el deseo y la acción al mundo, sin salir de él (he aquí la concepción de la inmanencia que sostiene).

La desavenencia metafísica apuntada conduce a otra diferencia de carácter moral. Somos lo que queremos (Ferry). Queremos lo que somos y porque somos (Comte-Sponville). Una versión más de la añeja discusión sobre la preeminencia del sentido de la voluntad en la libertad (querer conocer) o el sentido del ser (no querer sino permanecer). Sobre la mesa del debate, la oposición entre las diversas tradiciones que recorren la filosofía occidental y dentro de las que se mueven los oponentes: Platón versus Epicuro y Lucrecio; Leibniz versus Spinoza; Kant y Husserl versus Nietzsche, Marx y Freud.


Jesús de Nazaret y BudaJesús de Nazaret y Buda

Por encima de la perspectiva metafísica y moral de la confrontación teórica, y en correspondencia con las enseñanzas emanadas tanto de Oriente como de Occidente, flota sobre la misma un distinto sentido de la espiritualidad: el condensado en el mensaje de Jesús de Nazaret o el de Buda. El primero de ellos clama por el prendimiento y el compromiso con lo transcendente; el segundo, por el desprendimiento respecto de las cosas y las dependencias que imponen las relaciones humanas. La sabiduría de los modernos pasaría, en cualquier caso, por el hecho de laicizar los contenidos de las enseñanzas referidas. Ferry destaca en este sentido la actualidad del cristianismo y Comte-Sponville, la prédica del Dalai Lama, coincidentes, empero, en auspiciar la doctrina de la compasión y la energía del amor, auténticas señales orientadoras en las investigaciones acerca de ¿qué nos cabe esperar? y ¿cómo debemos vivir?: «Al final, coincidimos en la creencia de que el quid de la sabiduría es el amor» (pág. 569).

En este punto, tanto Ferry como Comte-Sponville se conceden otra licencia en común, legítima aunque arriesgada, consistente en defender la superación del ámbito de la «mera moral» a fin de aspirar a la esfera superior de la «ética», entendiendo por tal concepto el territorio de la espiritualidad laica, ese ámbito donde —más allá del bien y del mal y remontando el deber hacia uno mismo— reina un trasunto de religiosidad después de la religión, allí donde gobierna el Otro o el Universo, respectivamente. Califico de aventurado este paso porque entiendo la moral y, sobre todo,la ética, como el cuidado de sí mismo; requisito imprescindible para acceder a la vida buena, pero sin perder suelo. Sucede que trascender o superar el ámbito propiamente ético —el influjo hegeliano del asunto afecta en este aspecto a los dos autores del libro— y el marco de la racionalidad, corre el riesgo de aventurarse en el espacio de lo misterioso e inabarcable, en el extremo de lo humano… A la recusación del yo, conceptuado como insuficiente e incompleto, tal y como sostiene sorprendentemente un confeso seguidor de Montaigne (Comte-Sponville) y a la sacralización de lo humano —o apuesta por el Hombre-Dios como sintética Tercera Persona en el que abandonarnos— traída de la mano de un reconocido paladín del humanismo racional (Luc Ferry), es a lo que denomino «arriesgadas licencias».

Este tránsito de la «mera moral» a la «ética» (en el sentido empleado por los autores del libro) es sólo la antesala de una nueva transición no menos extraordinaria. En esta ocasión, relacionada con el estatuto de la filosofía en el contexto de la sabiduría de los modernos, y que incita a severas dudas, a saber: ¿hasta qué punto son relevantes y autónomas las reflexiones filosóficas y su contrastación con lo real en la perspectiva de poderío y apremio religiosos (aun siendo laicizados) auspiciada en el volumen? Y, en tal caso, ¿qué tienen, entonces, de «modernas»?

Por lo demás, no deja de ser llamativo que en las dos primeras partes del libro, en que ha sido librada la contienda teórica de posturas filosóficas, los desacuerdos son, en apariencia, insalvables, mientras que en la tercera parte, consagrada al diagnóstico de «La filosofía del siglo» —a hacer balance del desarrollo de la sociedad de masas, de la calificación del arte contemporáneo o la relación de los filósofos con la política— las opiniones convergen de forma súbita y espectacular.

En el curso de una de las sesiones públicas, Tzvetan Todorov transmite a los actores de la contienda la siguiente reflexión: «Mientras os leía y escuchaba, me he planteado la siguiente pregunta: ¿en qué medida vuestras intervenciones ilustran el materialismo de uno y el humanismo del otro?» (pág. 510). La presumible contradicción entre los discursos teóricos y prácticos de Ferry y Comte-Sponville ha sido, finalmente, puesta de manifiesto con elegancia. Sucede acaso que el sentido de la sabiduría que comparten los dos filósofos franceses implica la preeminencia de la potestad del ámbito práctico, por encima de la autoridad teórica, sin importar demasiado el estricto encadenamiento entre ambas esferas.

A la interrogación «¿Para qué sirve la filosofía contemporánea?», Luc Ferry responde: «Los antiguos solían decir que la filosofía no era un “discurso” sino un modo de vida, no era un sistema de pensamiento o una “teoría”, sino una sabiduría práctica.» (pág. 589) Según esto, podemos colegir que la disputa no es tanto filosófica, en sentido estricto, cuanto «metafilosófica», sobre el «pensamiento del pensamiento» (Ferry), en el que prima o la esperanza de la sabiduría o la sabiduría desesperanzada, según las posiciones respectivas, pero que acaba convergiendo en aquello que parece preocupar a los autores por encima de todo: vivir juntos, fomentar el gusto por conversar, el placer de la amistad y la común receptividad al sentimiento del amor como principio absoluto de salvación y auténtico eje rector de toda vida que aspira a la sabiduría.

Ferry parece confirmar tal impresión cuando afirma: «El debate entre filósofos escépticos/materialistas [André] y filósofos trascendentales y “a prioristas” (idealistas) [él mismo] no tiene ninguna importancia en la marcha de la ciencia hoy día, ni de hecho ni de derecho» (pág. 624). Lo mismo cabría decir de Comte-Sponville cuando añade a dicha confesión que sus distintas filosofías no les impide «estar muy a menudo de acuerdo más abajo, es decir sobre la moral aplicada, sobre la política, sobre el conocimiento, sobre la cultura, y aunque, sin mantener siempre la misma postura en líneas generales, formamos parte de la misma corriente.» (pág. 623).

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No insinúo que el lector, llegado a los instantes finales de la larga discusión, esté deseando asistir al knock-out de uno de los púgiles filosóficos o a la victoria por puntos de una postura sobre la otra, cuando ambas han sido tan elocuentemente defendidas. Porque, ciertamente, en una disputa intelectual serena no hay que esperar vencedores ni vencidos, o por decirlo con las palabras de Michel de Montaigne: «Es indecoroso trocar el debate en combate» (Ensayos, III, 8). No obstante, más por expectativa de coherencia presumida que de beligerancia apetecida entre los dialogantes, acaso quede, al culminar la lectura del libro, una cierta decepción por no haberse completado satisfactoriamente algunas de las cuestiones más sabrosas y prometedoras del diálogo; por ejemplo, la centrada en las mutuas acusaciones de «contradicciones performativas» (negar en la práctica lo que se afirma en la teoría) que durante gran parte del mismo se han lanzado entre sí los dos filósofos, lo cual hubiese puesto de testimonio la inconsistencia de, al menos, una de las concepciones. Tal vez dicha línea de crítica no ha prosperado al haber sido incumplido el objeto de la misma por ambas partes.

No podría asegurar la causa de semejante caballerosidad y delicadeza en el duelo intelectual: si la ambigüedad o la muy flexible asunción de posiciones hecha patente por los intervinientes. Tampoco afirmo que haya habido tongo. Con todo, leamos esta declaración de Comte-Sponville: «En el fondo, a Luc y a mí sólo nossepara lo que ignoramos» (pág. 586). La sentencia es amable y complaciente para los autores, mas quizá no tanto para el lector, quien probablemente llegue a las últimas páginas del libro ignorando qué es lo que, en realidad, les distingue, intelectualmente hablando. Y, si es capaz de conseguirlo, todavía le quedaría gran duda respecto a qué justifica el haber sido desplegadas las particulares filosofías, con tanto esmero y minuciosidad, para, después de todo, «ignorarlas». Como ya he sugerido antes, quizá lo que está en discusión «en el fondo» no es tema de filosofía, sino de «meta-filosofía», además de un asunto de espiritualidad laica, de expresión del ser y de la sabiduría de los modernos, siendo aquel asunto —la filosofía misma—, secundario, un medio sin mayor importancia para lograr los fines señalados.

Justamente, la tibieza y la generosidad evidenciadas en el coloquio sean debidas a tal displicencia hacia ese espacio, la filosofía, donde la lógica, el rigor y la argumentación ordenan y mandan más que, por ejemplo, el amor o la amistad. Esta actitud tiene notables consecuencias en el debate mismo y su sentido, entre otras, el haber tomado la causa por el efecto, y así entender que la laicidad y la desacralización son la condición de la modernización y la racionalización, cuando acaso sea lo contrario. Una cuestión ésta sumamente relevante en cualquier aproximación seria a la naturaleza y cualidades de la modernidad. Porque si difícil es pensar la modernidad sin Spinoza o Kant, sin el concurso de Max Weber —pienso, principalmente, en la autonomía de las esferas del saber sostenida por el sociólogo alemán— el resultado resulta, sencillamente, incompleto e insuficiente, como puede demostrarse en este litigio sobre causalidades y prioridades en relación con el amor a la sabiduría. Y viceversa.

[*] El presente texto, con algunas pequeñas modificaciones, sobre todo, de orden gramatical y estilo, fue publicado inicialmente con el título de «Espiritualidad laica y modernidad» (Nota crítica a partir del libro de André Compte-Sponville y Luc Ferry, La sabiduría de los modernos), en Daimon. Revista de Filosofía. Universidad de Murcia, nº 18, enero-junio 1999, págs. 163-168.

Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2014/n146p07.htm

El Catoblepas • número 146 • abril 2014 • página 7

5 de mayo de 2014



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