Marcuse y la tolerancia represiva: acerca de la libertad, de la democracia y de los derechos individuales. Por: Josep Baqués

Resumen: Herbert Marcuse fue uno de los intelectuales más afamados del marxismo, en la segunda mitad del siglo XX. A ojos de los principales historiadores del marxismo, estaría vinculado a la escuela de Frankfurt, aunque no perteneciera a su núcleo duro (Anderson, 1986: 123). Pero no es menos cierto que estuvo en el Instituto de Investigación Social ubicado en dicha ciudad, y que, probablemente, llegó de la mano de Horkheimer. Asimismo, Marcuse fue crítico con la URSS. Sin embargo, al mismo tiempo asumió, junto con otros camaradas de esa época, que la revolución rusa, “cualesquiera que fueran sus deformaciones o barbaridades, representó la única ruptura verdadera con el orden capitalista” (ídem: 83). Por lo cual, merecía ser defendida. En buena medida este artículo explicará la razón de ello, siguiendo la senda marcada por el propio Marcuse.

Para citar como referencia: Baqués, Josep (2023), « Marcuse y La tolerancia represiva: acerca de la libertad, de la democracia y de los derechos individuales », Global Strategy Report, 22/2023.

Marcuse puede ser considerado, a fuer de lo ya dicho, como uno de los padres de la teoría crítica, donde sí destacaron miembros del núcleo duro de Frankfurt, como el propio Horkheimer y Habermas. Uno de los aspectos centrales de dicha teoría, lo vemos reflejado en obras como Teoría tradicional y teoría crítica, en la que su autor las distingue, descartando la primera, sobre la base de que “se limita a admitir sin más como existente la sociedad en marcha” (Horkheimer, 2019: 51). En la misma línea, años más tarde, en una obra más leída, Ciencia y Técnica como ideología, su autor señala que la teoría crítica es la que va más allá de la defensa de una racionalidad puramente instrumental (adecuación de medios a fines) para poder discutir de ese modo los mismos fines. En última instancia, lo que denosta el alemán es la tradición de derecho natural que, teniendo como principales estiletes a Locke y Kant, nos habría dotado de -según él- falsas verdades inmutables (Habermas, 1986: 77).

Todo eso es así, y está muy claro. A fuer de ello, probablemente -aunque se trata de una conclusión provisional, pues es un tema que todavía estoy estudiando- Herbert Marcuse también pueda (o deba) ser considerado como uno de los padres de la ideología woke*. De aquí a las conclusiones, tendremos ocasión de comprender las razones que sustentan la que, por el momento, es una mera hipótesis.

*[Todavía no hace mucho tiempo, la palabra Woke [vinculada al concepto de Despertar] parecía propia del vocabulario de los campus estadounidenses, e incluso solo de los más radicales. Definía a un sector particularmente activo de los estudiantes norteamericanos, convencidos de ser unos cruzados de la justicia social, movilizados particularmente por las cuestiones de la “raza” y del “género” y dispuestos, fuera como fuera, a emprender un juicio definitivo contra el mundo occidental y más en particular contra el hombre blanco, que lo encarnaría en toda su abyección.Este movimiento era conocido por su extremismo e incluso por su fanatismo, convencido como estaba, y sigue estando, de tener el monopolio de la verdad, de la justicia y del bien.]

Muchas de estas consideraciones, penden de un trabajo de Marcuse, relativamente corto, pero muy intenso, titulado La tolerancia represiva, escrito en alemán en 1968, si bien aquí manejo una traducción al castellano, aparecida en una revista cubana muy rápido: al año siguiente. Eso no es óbice para recordar, siquiera sea brevemente, las conexiones de este texto con los argumentos de una de sus obras más conocidas: The Unidimensional Man. Un libro de 1964 en el que critica que el capitalismo, pese a generar nuevos espacios de bienestar -o, en gran medida, gracias a ellos- habría sido capaz de generar nuevas formas de alienación que negarían nuestra libertad en otros ámbitos potenciales de emancipación. En sus propias palabras:

“La abundancia que había creado solamente permitió al capitalismo integrar al proletariado en un orden social monolítico de opresión y conformidad, en el cual perdió toda conciencia de sí mismo como clase separada y explotada” (Marcuse, 1964: 60 y ss.).

Asimismo, fue uno de los pioneros autores marxistas de primera línea (tras el mismísimo Engels) en poner sobre la mesa el asunto de la sexualidad como fuente de (presunta) liberación, defendiendo, por su parte, como solución, la “rebelión de los impulsos eróticos” (Anderson, 1987: 104), cosa que lo acerca a mayo del 68 (aunque la relación fue la opuesta, por razones obvias). Y lo aleja, por otra parte, del neomarxismo zizekiano o bourdieano, que no duda en renegar de mayo del 68 y de su legado, paradójicamente, porque esa hipérbole de la sexualidad sería la que inhibe la atención y la capacidad para desarrollar el auténtico programa marxista.

Nótese, en todo caso, que la principal preocupación de Marcuse se halla en el ámbito superestructural. De hecho, tanto en su obra magna de 1964, como en el trabajo más breve que vertebra mi análisis de hoy, Marcuse expone que las democracias, en verdad, pueden ser totalitarias. Es una primera constatación importante del artículo de hoy. Se trata de una intuición también defendida por intelectuales liberal-conservadores (v. gr. Hayek, 1978: 140-142). Tal afirmación, venga de donde venga, se basa en los efectos nocivos de una serie de factores, que van desde lo que, en teoría política, de un modo ya muy estandarizado damos en llamar “tiranía de la mayoría”, hasta lo que, de un modo más incisivo, se denomina “tiranía de la opinión pública”. El liberal (aunque poco conservador) John Stuart Mill, hizo mucho por popularizar unos conceptos que Marcuse expone, de modo reiterado, como también lo hizo el liberal (pero más conservador) Alexis de Tocqueville, incluso citando al británico (Marcuse, 1969: 212 y 231) -que no al francés- aunque ambos de marxistas no tenían nada.

Pero la noticia que he traído a colación es muy importante: sí, la democracia se opone a la dictadura; pero no se opone (no necesariamente) al totalitarismo. De hecho, el totalitarismo puede ser el resultado de una dictadura (por supuesto que sí, aunque a veces no) pero también puede serlo de una democracia (asimismo, en ocasiones). Intelectuales importantes de derecha e izquierda están de acuerdo en ello. Por consiguiente, ante tanto (y tan inusual) consenso, conviene estar alerta. También en democracia (o sobre todo, en democracia, pues hay gente que todavía no es consciente de esas posibles derivadas).

Lo que plantea Marcuse, partiendo de esa premisa, es que hay que ser intolerante con quienes, en ese momento histórico que le tocó vivir, estarían arreciando en esa dirección, democrático-totalitaria. Que serían, dice, los defensores del capitalismo, incluyendo, como ya hemos dicho, a los socialdemócratas (léase, socialistas) que emplean las políticas sociales, propias del estado del bienestar, para perpetuar el sistema capitalista, al esconder sus defectos (no en vano, en la URSS consideraban a los socialdemócratas como “social-fascistas”, por razones como la aquí esgrimida)[1].

Marcuse lo plantea haciendo su propia interpretación de una conocidísima tesis de Stuart Mill, por la cual el británico sostiene que, aunque todos votemos, el derecho de voto no debería tener la misma intensidad (léase valor numérico) para todos. ¿La razón? No todos estamos igual de preparados para actuar “racionalmente”, de modo que la opinión de todos vale, sí, pero no vale lo mismo. Stuart Mill sería partidario, en consecuencia, de un sistema de voto ponderado. Pero es el liberal el que ha hablado.

Marcuse, va más allá, y comenta que sería partidario de no permitir que hablaran, y mucho menos que votaran las personas que no están capacitadas para actuar “racionalmente”. Claro que entonces aflora otra diferencia en entrambos. Stuart Mill, apunta a razones objetivables: que no voten los analfabetos: “Estimo como totalmente inadmisible que participe del sufragio el que no sabe leer ni escribir y, aún añadiré, ni las primeras reglas de aritmética” (Mill, 1994: 103). Estimando que, “a la larga”, esto se resolverá (ídem: 105).

Pero Marcuse no. Su programa es muy otro. Apunta, más bien, a que no voten y no se deje hablar a las personas que no aceptan la idea de progreso que él defiende. Esto puede parecer surrealista. Y seguramente lo sea. Pero es la propuesta de Marcuse, como iremos viendo en este análisis. Y aquí ni siquiera hay “a la larga”, pues, a la larga, el objetivo de Marcuse, como el de todo seguidor de Marx, es que nadie piense diferente. Y en esto, hay que decir que no solamente se diferencia de Stuart Mill, sino que Marcuse se ubica en sus antípodas. De Marcuse podríamos preguntarnos, por añadidura… ¿No lo convierte a él mismo, en defensor de lo que criticaba, esto es, en un totalitario? ¿No ¿No va eso en contra de su propio postulado? Por supuesto que va en contra. Pero… ¿Acaso he dicho en algún momento que Marcuse sea coherente, intelectualmente honesto, y partidario real de la libertad? ¿Acaso son atributos que se puedan predicar del marxismo?

Marcuse añade que solo quienes cumplan ciertos requisitos pueden beneficiarse de las libertades y de su ejercicio, elevando el listón respecto a lo propuesto por Mill. La teoría es clara:

“el carácter total de la tolerancia liberal (…) estaba basado en la proposición de que los hombres eran (potencialmente) individuos que podrían aprender a oír y ver y sentir por sí mismos, que eran capaces de desarrollar sus propios pensamientos (…) La tolerancia universal se hace dudosa cuando su racionalidad ya no prevalece, cuando la tolerancia es administrada a individuos manipulados e indoctrinados (…) para quienes la heteronomía se ha convertido en autonomía” (Marcuse, 1969: 218).

Para entender este párrafo, es preciso entender primero algunos tópicos del marxismo. Sobre todo, que la burguesía (grande y pequeña), el campesinado, parte de la burocracia (entre ella, a su entender, los uniformados, policías y militares) y, en general, en fin, todos aquellos que se sienten cómodos con (y en) el capitalismo, serían sujetos no dotados de una auténtica racionalidad (sic). Porque se trataría de seres alienados y víctimas de esa “falsa conciencia” que, para él, es la que constituye la ideología. Por consiguiente, todos ellos no merecen ser escuchados y se les puede (debe) censurar (o cancelar). De la forma que sea…

Veamos como discurre su línea argumental. Ante todo: no tolerar a quienes defienden el orden existente, que sería, siempre según su criterio, el responsable de todos nuestros males (obviando los avances logrados gracias al mismo). No hay ni que llegar a las urnas. O sí, pero solamente después de impedir que ciertos argumentos y programas sean defendidos públicamente. En sus propias palabras: “ciertas cosas no pueden decirse, ciertas ideas no pueden expresarse, ciertas políticas no pueden proponerse…” (Marcuse, 1969: 217). ¿Les suena la (in-)’cultura de la cancelación’? Pues aquí tienen su fundamento teórico. Todo muy ‘democrático’, claro está (sic/¡?). Inicialmente, Marcuse parece ceder un poco ante las necesidades de la ciencia, o de la investigación requerida para que la ciencia avance. Así, apunta que lo que él propone puede ser disfuncional para el avance científico (Marcuse: ídem). Parece, digo yo, que vuelve la sensatez. Pero poco dura. Porque, 10 páginas después, apostilla que, muy bien, pero que ante según qué resultados científicos habrá que callarse (léase, acallarlos) porque, cuando se trata de cuestionar a los que no piensan como él, nuestro autor apela a las bondades de la práctica de la censura, de modo explícito (Marcuse, 1969: 227).

Llegados a este punto del análisis, y antes de que sea demasiado tarde, hay que apuntar posibles respuestas a Marcuse, aunque podamos hacerlo a la gallega, esto es, con nuevas preguntas: ¿Y si resulta que esos seres, colectivos, clases, que no discuten los fines, no lo hacen por ignorancia, ni por no habérselo planteado, sino porque, tras razonar, racionalmente deciden que el remedio propuesto por el marxismo es peor que la enfermedad? Entones… ¿Qué hacemos? Bueno, Marcuse diría, como buen marxista, que no han razonado correctamente. Y que deben ser acallados de todas formas.

No es un tipo de debate que nos caiga tan lejos: planteo el siguiente juego (muy real): proposición 1: las mujeres tienen derecho a abortar, porque pueden hacer lo que quieran con su cuerpo; proposición 2: quien diga lo contrario, es un machista, un nazi, y pondremos por ley que eso es delito (democracia ‘marcusiana’); proposición 3//problematización: la ciencia demuestra que la cadena de ADN del feto es diferente a la de la madre (luego se cae la proposición 1). ¿Qué nos queda? Pues debe ser algo así como: quien no acepte la versión de la vida y de su relación con la libertad que sostienen los amigos de Marcuse, aunque la ciencia niegue la razón a los amigos de Marcuse, siguen siendo unos machistas, y unos peligrosos proto-nazis[2] (democracia totalitaria). Obviamente, no sería el ejemplo elegido por Marcuse, pero he reconstruido éste, porque sigue su propia lógica.

La conclusión que se deduce de todo ello se podría obtener por vía interpretativa. Pero, ¿para qué complicarnos, si el propio Marcuse, tan convencido como está de “su” verdad, nos la ofrece, de modo descarado, en una bandeja de plata? Es la siguiente:

“La tolerancia liberadora, entonces, implicará intolerancia contra los movimientos de la derecha, y tolerancia con los movimientos de la izquierda” (Marcuse, 1969: 232-233).

¿Se puede ser más cínico? Pues es lo que hay. Huelga decir que esto incluye ser crítico con el empleo de la violencia por parte de la derecha y, en cambio, ser condescendiente con la misma violencia ejercida por la izquierda. Al menos, a Marcuse no se le puede tildar de hipócrita. De hecho, nos obsequia con varias afirmaciones adicionales, que tampoco tienen desperdicio, y que contribuyen a cerrar el círculo, para comprender su obra, y el proyecto político que de ella deriva. A saber:

En términos “éticos” (así lo plantea) todas las formas de violencia son “malvadas e inhumanas” (Marcuse, 1969: 228).  Sin embargo, añade, a renglón seguido, que eso es indiferente, pues la historia no se hace a partir de esos “niveles” (léase, criterios). Por lo tanto, la violencia, pese a los adjetivos que la adornan, es validada.

Admite que el discurso (hoy tan de moda… pero él no podía saberlo hace medio siglo) de la no-violencia activa (e incluso de lo que llama “resistencia pasiva”) esconde, en realidad, una gran violencia. Así es, apunta, por una de las leyes de la dialéctica: la transformación de la cantidad en calidad. En efecto, sigue… si esa no-violencia vence (pues es lo que busca) el resultado será “romper la vida económica del país” (Marcuse, 1969: 228). Y pocas cosas son más violentas que ésa, al margen de los litros de sangre derramada.

Reconoce, como buen marxista (también) que aquí el dilema importante no es el que plantea la narrativa burguesa, entre “dictadura” y “democracia”. En sus propias palabras: “Yo afirmo que la pregunta [acerca de la libertad] no puede responderse en términos de alternativa entre democracia y dictadura” (Marcuse, 1969: 229).

Asume (y esto no es tan explícito en otros autores de la teoría crítica) que el marxismo contiene una “verdad objetiva” (Marcuse, 1969: 218) que, lógicamente, tendrá que ser el baremo a emplear para dilucidar quién tiene derechos, y quién no los tiene. Pues para eso es objetiva. Esto es importante, el marxismo es una religión, aunque sin Dios, con dioses, con sectas, con “protestantes” (si bien Marx es su profeta), con aspirantes a mesías en su última venida, pero sin alma, con infierno (la historia lo demuestra) y sin caridad.

Añado yo, por mi cuenta, que detrás del marxismo hay una idea de progreso. Al menos, en el sentido, muy básico, de que algo se mueve, o se quiere mover. Eso es indiscutible. Lo que sea exactamente ese progreso, ya es bastante más discutible. Pero eso es responsabilidad del propio Marx. Ya que Marx se afanó en cuestionar, como nadie, el capitalismo. Incluso brillantemente. Pero ocurre que Marx fue bastante más perezoso a la hora de definir el contenido de las dos etapas que, según su planteamiento, son indispensables para llegar a disfrutar del paraíso en la Tierra…

Para empezar, la dictadura del proletariado (que sería un ejemplo, eso sí lo sabemos, de tiranía de la mayoría y de una opinión pública “reeducada” por el sistema educativo público puesto en manos de los comunistas de turno -el privado habría sido eliminado por el camino-).

Y, para terminar, el comunismo como tal. En efecto, Marx nunca escribió un libro titulado El comunismo. De hecho, tampoco escribió ninguno titulado La dictadura del proletariado, pese a mencionarla en varias obras y cartas, y considerarla sine qua non para llegar al parnaso. Es verdad que, picoteando de ciertas obras, nos podemos hacer una idea de todo ello[3]. Sea como fuere, a su vez, también es harto discutible que lo que Marx tenía en su cabeza fuese el camino adecuado para emancipar, como dice Marcuse, a los “hombres y a los animales[4]” de la crueldad (Marcuse, 1969: 213).

Entonces, podemos intuir algunas características de ese progreso, en el nombre del cual deben ceder todas las libertades de quienes no crean en él. Como quiera que Marcuse estaba preocupado por los asuntos de la sexualidad, y que ya he dicho que, si bien a Marx no le interesaba mucho la teoría al respecto, Engels sí lo abordó, avant la letre, podemos rescatar algunas intuiciones del socio de Marx.

Engels obró de ese modo para criticar el modelo de familia heteropatriarcal (por supuesto) que, a su entender, sostiene el (y al) capitalismo: lo sostiene y, a la vez, es sostenido por. No en vano, si bien Engels parte de la dicotomía “estructura (económica) versus superestructura (política e ideológica) definida por Marx, sobre todo, a partir del Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política (libro de 1859), no es menos cierto que Engels tiene la fama de dotar de mayor peso y hasta de cierta autonomía (siempre relativa) a la superestructura.

Engels cuestiona la familia monogámica, y apunta que han existido otras formas de familia, anteriormente, legitimándolas (como poco) cuando no poniéndolas por encima de la monogámica. Pero tiene que hacer muchos ejercicios de prestidigitación para ello. Apunta, por ejemplo, a una elevada “promiscuidad”, en el seno de las tribus de antaño (Engels, 1986: 34). Pero, como queda fatal, luego dice que eso era, en última instancia, un tipo de matrimonio: el “matrimonio por grupos” (Engels, 1986: 47, 70 y 85). Eso sí, con prácticas incestuosas incluidas, con normalidad (ídem: 76 y 79), ya que, en medio de la confusión… Valga decir que lo que plantea el texto de Engels es bastante heterosexual, aunque incestuoso y potencialmente pedófilo. Pero poco gay. Cosas del marxismo clásico… y de alguna de sus corrientes del siglo XXI, ya comentada (Zizek, Badiou…).

Lo más interesante es que se plantea ese intento de legitimación ex post factum de esas sociedades tribales como un modo de terminar con la familia monogámica. Porque es la forma de acabar con el capitalismo, una vez comprobado que la revolución pendiente tarda en llegar. Nada es aleatorio. Engels lo vislumbró, sobre todo, en esos años que transcurren entre la muerte de Marx (1883) y la suya (1895). Y tampoco creo que eso sea casual.

En todo caso, se agradece, de nuevo, la sinceridad de los viejos marxistas. Nada que ver con los constantes “cambios de opinión” (léase, mentiras) de muchos políticos de izquierda de nuestros días. Que no son marxistas, sobre los cuales vomitaría Marx, y que Lenin o Stalin mandarían directamente al paredón. Pero que se creen, como Marcuse, que se hallan en posesión de una verdad objetiva, a la que llaman “progreso”, y bajo cuyos auspicios tratan de acallar a los demás.

Ahora bien, eso tiene un precio, que Engels parece pagar a gusto, pero que opera como una servidumbre (de paso): admite que las etapas históricas en las que se sitúan esas costumbres que él rescata del olvido, así como otras (que quizá hasta él aborrece, o no, váyase a saber… como el canibalismo, del que también habla Engels) … decía que son etapas que, según él mismo admite, serían previas a la “civilización” (me ciño en todo momento al lenguaje empleado por el propio Engels), y que, en consecuencia, podemos denominar “salvajismo” y “barbarie” (Engels, 1986: 56, 58 y 85). Así, el matrimonio por grupos empoderaba a la mujer, porque no se podía saber quién era el padre, pero sí (solo) quién era la madre. Claro que el colofón afecta, por definición a su idea de lo que sea “progreso”. Como él mismo dice: “En ese caso se encuentran, en efecto, todos los pueblos salvajes y todos los que se hallan en el estadio inferior de la barbarie” (Engels, 1986: 86). Pues nada: hagamos leyes de familia para volver al salvajismo y a la barbarie.

Sí, háganse, si mandan quienes venden como ‘progreso’ el ‘regreso’, permitiéndose el lujo de acusar de ‘ultraderecha’ a quienes prefieren quedarse en el mundo civilizado, tan perverso como es (sic). Pero que no venga Marcuse diciendo que, encima, quienes no son lo suficientemente ‘salvajes’ o ‘bárbaros’ como para interiorizar eso, no son suficientemente racionales para opinar. ¡Venga hombre!

Con lo cual, y de este modo (re-)conecto con las principales tesis del discípulo (de Engels) Herbert Marcuse. Supongo que, al menos, sería bueno poder opinar si esa forma de “progreso” nos apetece, o no. Porque dista de ser algo obvio. De hecho, no está nada claro que sea “progreso” lo que dicen quienes se autodefinen como “progresistas”. Yo creo, a tenor de lo visto y de lo dicho (por Engels… no es cosa mía), que sería más propio (re-)definirlos como “regresistas”. Efectivamente: plantean un regreso al pasado. En ocasiones, además, a un pasado bastante remoto. Que sería irreconocible, de no ser porque esos que dicen tener tanta memoria histórica tienen tanta, tanta, que nos quieren devolver poco menos que al planeta de los simios.

¿Y qué pasa con el supuesto progreso económico derivado de acabar con el capitalismo? ¿Qué sucede con los regímenes que han tratado de obrar de ese modo? Para no cansar al lector que ya lo esté (yo ya lo estoy, quizá porque escribo de una tirada, y ya llevo más de dos horas con este artículo), me limitaré a dejar el link de un artículo previo, en el que trato ese tema: Reflexiones sobre el hambre en el mundo, de diciembre de 2022: Es otro ejercicio lúdico. Como éste. Divertido, y quizá, también, algo instructivo.

Pero Marcuse diría (o dice, de hecho) que eso de lo que hablo en ese artículo previo es el progreso, porque es útil para terminar con el capitalismo, cueste los muertos que cueste. Y que, por ende, quienes no lo entienden, no son sujetos plenamente racionales, y que, por ello, deben ser cancelados.

Pero, por la misma regla de tres, los demás podrían considerar de ese modo a los ‘regresistas’ de hoy, y hacerles la vida imposible. Si conviene, por ley y, si se tercia, violentamente. Ojo, que esa no es mi opción. Es la opción de Marcuse, tan pronto le damos la vuelta a su propio calcetín ideológico. Pero él protestaría ante eso. Diría que él lo puede hacer porque tiene Razón (debo ponerla con mayúsculas, dado el contexto). Los demás no. ¿No? Pues hay que ir a las evidencias históricas. En todo caso, yo siempre dejaría que los marxistas hablen. Siempre. Debe ser porque no soy marxista. Y lo haría, entre otras cosas (pero también para pasármelo bien) porque es la mejor señal de que hasta el fundamento mismo de la obra de Marcuse, con el cual comenzaba este artículo, es falaz. Es decir, seguro que la democracia puede ser totalitaria. Pero quizá no la que él señala con su dedo acusador. Y quizá sí, la que él propone como remedio (¿peor que la enfermedad a combatir?).

Notas

Josep Baqués

Josep Baqués es Profesor de Ciencia Política en la Universidad de Barcelona y director de la Revista de Estudios en Seguridad Internacional

Referencias:

  • Anderson, Perry (1986 [1983]). Tras las huellas del materialismo histórico. Madrid: Siglo XXI.
  • Anderson, Perry (1987 [1976]). Consideraciones sobre el marxismo occidental. Madrid: siglo XXI.
  • Droz, Jacques (1982). Historia general del socialismo (Vol. III). Barcelona: Ediciones Destino.
  • Engels, Federico (1986 [1884]). El origen de la familia, la propiedad privada, y el Estado. Barcelona: Planeta-Agostini.
  • Habermas, Jurgen (1986 [1968]). Ciencia y técnica como ideología. Madrid: Tecnos.
  • Hayek, Friedrich (1978 [1959]). Fundamentos de la libertad. Madrid: Unión Editorial.
  • Horkheimer, Max (2019 [1937]). Teoría tradicional y teoría crítica. Barcelona: Paidós.
  • Marcuse, Herbert (1964). One-dimensional Man. Boston: Beacon Press.
  • Marcuse, Herbert (1969 [1968]). “La tolerancia represiva”, en revista Pensamiento Crítico, nº 24, pp. 212-239.
  • Mill, John S. (1994 [1861). Del Gobierno representativo. Madrid: Tecnos.
  • Rosenberg, Alfred (2002 [1928]). El mito del siglo XX. Ediciones Wotan. Stalin, Josif (1924). “Concerning the International Situartion”, en Bolshevik, No. 11, September 20, en  https://www.marxists.org/reference/archive/stalin/works/1924/09/20.htm

[1] Lenin, planteó, en la 1ª de sus 21 condiciones para la adhesión a la Internacional Comunista, que “la propaganda y la agitación cotidiana deben tener un carácter comunista, deben atacar tanto a la burguesía como al reformismo” (citado de Droz, 1982: 84; énfasis mío), siendo “reformismo” el nombre dado a los socialdemócratas (o socialistas, desde la escisión propuesta por Lenin entre socialistas y comunistas). Luego, Stalin, no conformándose con ello, dirá que la socialdemocracia no es más que el ala moderada del fascismo (Stalin, 1924), de modo que, desde entonces, en círculos marxistas se decía que los socialdemócratas eran “social-fascistas”. Así de claro.

[2] Estoy escribiendo, a toda prisa, y riéndome… por no llorar. Porque, en realidad, los nazis fueron los primeros en menospreciar al nasciturus (al menos desde los tiempos del mundo clásico), hasta el punto de postular políticas públicas abortistas (Rosenberg, 2002: 53). Claro que el nazismo y las propuestas de la izquierda y la ultraizquierda de hoy no son lo mismo: ahora se defiende (y se incentiva) que las mujeres aborten, para salvaguardar su libertad, y su salud física y mental (bienestar), mientras que los nazis lo hacían para salvaguardar la liberad y la salud física y mental (bienestar) del pueblo germánico (léase, ario). Ciertamente, el móvil es diferente, pero la víctima es la misma. El único ser inocente, en todo esto. Lo que diga la ciencia, al parecer, no puede resistir el embate de la democracia marcusiana, o de la pseudodemocracia nazi. Hoy no toca, pero tienen que saber que tanto el fascismo del exmarxista Mussolini, como el nazismo del exprosoviético Hitler también iban de democracias, poco o nada liberales, por supuesto. Pero, según ellos, más puras que las representativas de nuestros días.

[3] Para el comunismo, recomiendo los Manuscritos, La ideología alemana, o la Crítica al Programa de Gotha; y para la dictadura del proletariado, la misma Crítica ya citada, además de, por supuesto, La Guerra Civil en Francia. Pero la lectura de El Estado y la Revolución de Lenin, es útil, asimismo, para hacerse con una imagen rápida, de conjunto, de todo ello.

[4] No cita a las mujeres. Espero que solo sea por su micromachismo…

Editado por: Global Strategy. Lugar de edición: Granada (España). ISSN 2695-8937

Fuentehttps://global-strategy.org/marcuse-y-la-tolerancia-represiva-acerca-de-la-libertad-de-la-democracia-y-de-los-derechos-individuales/

4 de noviembre de 2023



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