Un mundo post-feliz.

Los llamados postmodernos claman el fin de la modernidad entendida como la muerte de los meta-relatos. Se les puede conceder una parte de razón, en tanto, el mundo actual se presenta inundado por lenguajes y símbolos descentralizados. Ya desde el final de la segundo guerra mundial y la caída del paradigma del Estado de Bienestar General, se escucharon en occidente lo que parecieron los últimos estertores del discurso moderno.

Su mundo “posmoderno” se presenta como un espacio atestado de símbolos, palabras y sentidos cada vez más caóticos, donde el hombre se pierde; y precisamente en la posibilidad del extravío parece hallarse una libertad, sospechosamente parecida al concepto de enajenación que denunciaban todos los grandes pensadores alemanes del siglo XIX. Claro que desde una mentalidad de supermercado, el pensamiento alemán simplemente ya no está de moda.

Si bien, los espíritus absolutos, los movimientos de la sustancia social y todas las construcciones macro-estructurales pueden ser echadas a un lado por perniciosas o ingenuas, más pernicioso e ingenuo me resulta resumir al hombre y sus relaciones a lenguaje. Si apelamos al teatro, detrás de todo texto o acción hay una emotividad, una vivencia, una existencia sensorial y no meramente lógica; de otra forma no transmitiría nada; no sería teatro, sino un intento de payasada a expensas de un auditorio.

A los fines de los estructuralistas y posmodernos encontramos una subyugación de lo que se quiere transmitir al código, lo cual no es desacertado. El problema está en que ninguna persona es un arquetipo, sino cuanto más una pretensión arquetípica. No tenemos garantía absoluta de que la intención comunicativa del emisor sea por entero un proceso consciente. Pero, a los posmodernos tampoco les pre-ocupa esto.

Su interés está en que deje de ser importante el entendimiento ulterior del lenguaje. La posmodernidad deja de preocuparse por los meta-relatos y se centra en los pequeños relatos. Si llevamos esta concepción hasta su intríngulis fundamental, veremos que cada pequeño relato lo es en la medida en que se desencadena de una meta-construcción referencial. Digamos: para creer en lo divino ya no es preciso creer en el Dios del Nuevo Testamento o en la Santísima Trinidad, me es válido y legítimo creer en mi propia construcción de Dios. Si el pequeño relato puede catalogarse como “pequeño” es en virtud de una construcción metalingüística más extensa; pero si en efecto los grandes meta-relatos[1] de la modernidad se dan por terminados ¿no significa que los pequeños relatos pasan a asumir el papel de los nuevos meta-relatos?

Siendo más papistas que el Papa, el asunto es que la posmodernidad está dada no por la muerte de los meta-relatos, sino por la multiplicación y diversificación de los meta-relatos. Una de las evidencias de este fenómeno está dado en el alud de nuevas terminologías y categorías que desde los 70-80 hasta hoy han ido colonizando los espacios del lenguaje; se llega hasta puntos que rozan el absurdo y la incomprensión. Esto está dado porque dentro de cada meta-relato se construyen sistemas simbólicos cada vez más autónomos; la comunicación de un sistema de vida a otro puede llegar a ser verdaderamente compleja.

Ahora casi todo puede ponerse en palabras, y los individuos pueden sentirse así libres de pensarse y denominarse a sí mismos como mejor estimen. Mas ¿qué fue de los sentidos, los actos, las empatías, del dolor y del placer?¿acaso podemos poner en palabras todo?

Sobre la base de esta no-pre-ocupación, el estructuralismo ha horizontalizado todo al extremo. Diferentes niveles de apropiación simbólica de la realidad, ahora resultan coincidentes a un mismo nivel en el lenguaje. Todo es válido e igual. Así se hace mágicamente equivalente -en nuestras equívocas mentes- escribir LUCHAR, a enfrentar con el cuerpo y el dolor la presencia física de un cuchillo en el pecho. Es decir: resulta equivalente postear en facebook “LUCHAR” a literalmente “ir a luchar junto a los sirios y los kurdos contra ISIS”.

¿Qué hemos olvidado?

Heidegger, afirma que olvidamos al ser, al “SEIN”, que olvidamos la concepción del DASEIN. Creo que es algo mucho menos abstracto; creo que nos hemos olvidado de la condición humana; nos hemos olvidado de nosotros mismos, como existencias individuales, “sentipensantes”; hemos olvidado que las palabras, signos y lenguajes acompañan experiencias que ahora sólo se quedan en lenguaje, el lenguaje vacío de la humanidad.

La denuncia del olvido está en Freud, en Nietzsche, en Marx, en Wittgenstein (incluso más allá de lo que denunciaron). Hemos olvidado que el amor no es una palabra, que la libertad es un ejercicio y que la experiencia corpórea es el soporte de nuestras esencias y trascendencias. La libertad posmoderna es así una enajenación multiplicada donde parece materialmente posible vivir sin pensar, huir del sufrimiento, olvidar el trabajo, la sangre y el sudor que hay en cada pedazo de comida que alguien se lleva a la boca.

Tal multiplicación de sentidos, sistemas y meta-relatos sólo puede coexistir bajo una premisa: la irrelevancia de significados, ergo la vacuidad del lenguaje. Todos tienen igual validez porque nada de lo nadie diga puede ser absolutamente válido para todos. La comunicación se vuelve una aporía donde no se parte ni se va a ningún lugar; el individuo sólo es lo que se “dice” ser; nada más allá del lenguaje existe, por ende la consecuencia de la existencia es sólo discursiva no factual. Gracias a esta maravilla vemos a unos anticapitalistas-consumistas, activistas políticos que cambian el mundo desde Facebook y anarquistas pro estado.

Claman los posmodernos el fin de la modernidad, pero su función parece más bien la de heraldos de la muerte de la ilustración y de la crítica. A través de la posmodernidad, el capitalismo ha perdido la posibilidad de pensarse y criticarse a sí mismo. La libertad de los posmodernos se resume en la enajenación, en la renuncia a la crítica y lo más importante, en el olvido de la existencia. Es curiosa la compatibilidad que puede encontrarse entre esta divisa y el consumismo, a fin de cuentas se trata de producir nuevos símbolos para consumir cada vez más, hablar cada vez más, sentir y actuar cada vez menos.

El no-pensamiento posmoderno, no obstante ha tenido un valor. Ha sido un intento de poner al individuo como centro, aunque para ello lo haya enredado en jergas auténticas y patéticas. Mi crítica no va exactamente a Lyotard et alias, sino a aquellos que se quedaron detenidos por no ser lo suficientemente arduos, ni lo suficientemente radicales.

El posmodernismo contemplado más ampliamente es la antítesis, la antesala inaugural de una nueva forma de pensar a la humanidad desde el individuo. Las tareas del presente comienzan a marcar con imperatividad nuestro presente. Quizás, el momento afirmativo del individuo, la superación de los posmodernos, quizás no esté tan lejos como algunos pueden pensar o negar.

 

[1] Según Lyotard existían cuatro grandes meta-relatos de la modernidad: El meta-relato del cristianismo (en especial el protestante), el meta-relato marxista, el meta-relato del Iluminismo y el meta-relato capitalista. Estos cuatro grandes relatos tenían en común que totalizaban la historia y la estructuraban sobre una construcción teleológica y evolutiva.

 

Fuente: http://www.desdetutrinchera.com/2018/06/posmodernos-olvidan/

21 de junio de 2018. CUBA



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