Universidad y justicia

Doctor en Economía y Licenciado en Sociología
Agustín de Hipona, cuya festividad se celebra hoy 28 de agosto, continúa siendo -más de mil quinientos años después de su muerte- uno de los mejores representantes de la cultura occidental. De hecho San Agustín, como figura intelectual, es casi excepcional dentro de su generación. Pero, más allá de cualquier otra consideración, quisiera resaltar que Agustín de Hipona fue un personaje que puso su sabiduría al servicio de la justicia. Ha pasado a la historia por ser el más santo de los sabios y el más sabio de los santos. Para personajescomo San Agustín, la sabiduría adquiere todo su valor en el momento en el que se convierte en vehículo tenaz de lucha por la justicia. «¿Acaso no demuestra la justicia ( ) que ella sigue trabajando en su labor más que descansando después de alcanzar su término?», se preguntaba en una de sus obras más notorias, ‘La Ciudad de Dios’.

Afortunadamente, la búsqueda de la justicia ha inquietado siempre a los grandes filósofos y a un buen número de científicos, en el transcurso de la historia. Platón -calificado como maestro de San Agustín-, Tomás de Aquino o Carlos Marx, por citar sólo a tres filósofos de épocas y postulados bien diferentes, buscaron incesantemente contribuir a la justicia. En el siglo pasado, el físico Albert Einstein reconocía que su compromiso con la justicia y con el bien de la Humanidad era el que otorgaba pleno sentido a su existencia. «Darme cuenta de que pertenezco a la comunidad invisible de los que luchan a favor de la verdad, de la belleza y de la justicia me ha preservado del sentirme aislado», llegaba a confesar casi en el crepúsculo de su vida.

Estas reflexiones acerca de la relación entre filosofía y ciencia, por un lado, y justicia, por otro, son oportunas en estos días, cuando el inicio del curso académico se avecina, y deben servir, de modo especial a la universidad, para meditar en torno a su compromiso social. Pero promover el empleo de los jóvenes estudiantes, en primer lugar, y fomentar la investigación científica y su difusión, en segundo término, aparecen en la práctica como los dos únicos objetivos que las universidades vienen asimilando, por lo menos en Europa.

Reconozco que, en la actualidad, la finalidad social más trascendental que las universidades de nuestro entorno deben cumplir ha de ser promover la empleabilidad, dentro del plano docente y académico, en un contexto económico determinado por las grandes dificultades de los jóvenes para insertarse en el mercado de trabajo. Y es más que evidente que no existe plataforma alguna que sirva de alternativa a la universidad y a los centros de FP a la hora de fomentar el empleo. En cambio, el estudio científico y su divulgación por parte de la universidad sí llegan a complementarse con la actividad, cada vez más frecuente, que otras instituciones -los centros tecnológicos y las empresas- practican en estas áreas.

Por muy importantes que sean, no debemos reducir a la universidad a cumplir únicamente con estas dos misiones. En la medida de sus posibilidades, la universidad ha de identificarse con el mayor número de proyectos de la sociedad, y principalmente con las necesidades de los colectivos más desfavorecidos. En este marco, las universidades tendrían que recoger el testigo de gran número de pensadores o científicos que, a lo largo de la historia, combinaron su labor intelectual con la promoción de la justicia. Los vértices que, a mi juicio, sostienen a la universidad en el momento en que se entrega en pro de la justicia son los tres que, a continuación, paso a exponer.

El primero se basa en el fomento de una ética profesonal que incorpore, incluso, asignaturas de carácter obligatorio centradas explícitamente en esta materia. Esta formación debe contribuir a que los alumnos disciernan en el futuro, en el desempeño de su actividad laboral, qué comportamiento es moral o socialmente responsable y cuál no lo es, favoreciendo que con completa libertad opten por el primero. Aparte, es compartido que la formación ética es vital para lograr un objetivo que, naturalmente, tampoco la universidad ha de descuidar: El desarrollo y la madurez de los estudiantes como personas adultas con valores humanos.

Hasta su ingreso en la universidad, los jóvenes pueden cursar asignaturas completas vinculadas con la formación ética de la persona, pero no es común que cuenten, al menos en España, con la posibilidad de continuar haciéndolo después. En definitiva, la formación en deontología profesional, que se traduce tanto en la transmisión de conocimientos teóricos como en el análisis de casos prácticos, debe ocupar un lugar central en los planes de estudio de las universidades.

Además, en el presente, nos encontramos en un contexto empresarial, por ejemplo en el País Vasco, que parece prestar mayor atención a la responsabilidad social corporativa. Sin duda, algunos estudios universitarios, como por ejemplo el Derecho, el periodismo, la medicina o las ciencias económicas y empresariales, ofrecen más oportunidades para el análisis y el debate en torno a la deontología. Sin embargo, el resto de estudios no pueden eludir tal responsabilidad y, para ello, requieren un mayor desarrollo didáctico o pedagógico en esta materia.

El segundo punto se fundamenta en divulgar entre los estudiantes la realidad social. El fin último consiste en despertar en ellos su compromiso con la transformación social. Los estudios vinculados con las humanidades, las ciencias sociales o la salud, dentro de los diseños curriculares habituales, sí confieren amplias posibilidades de conocer, reflexionar y buscar soluciones a los problemas de interés general, desde la óptica específica de cada disciplina. En el resto de áreas de conocimiento, queda todavía amplio recorrido para profundizar en estas cuestiones, de tal modo que los alumnos lleguen a identificar de qué manera, por medio de los estudios que cursan, pueden comprometerse en favor de una sociedad más justa.

Por ejemplo, la participación de los estudiantes en tareas de voluntariado dentro del colectivo de las ONG -en el cual prácticamente cualquier labor puede desempeñarse de forma altruista- debería ser incentivada, permitiendo amortizar créditos universitarios por tiempo de dedicación. Asimismo, las universidades tendrían que esforzarse en mayor medida por fomentar el asociacionismo juvenil en pro de la justicia. Me entristece que, a menudo, los locales de los grupos de estudiantes que organizan iniciativas muy diversas, de contenido político, artístico o cultural se encuentren, dentro de las universidades, en lugares aislados y marginales, muchas veces en sótanos y sin apenas recursos. Al mismo tiempo, la organización de foros, seminarios o conferencias que debatan sobre problemas sociales y cotidianos debería ser más frecuente y tomar mayor entidad dentro de las universidades.

El tercer y último vértice estriba en que los rectores de las universidades, los consejos de gobierno y el profesorado en general ejerzan el liderazgo social en la promoción de la solidaridad. Lo cual implica su denuncia pública de situaciones injustas y su disposición personal, y de los centros a los que pertenecen, para trabajar en resolverlas. Recuerdo, a este respecto, al vasco Ignacio Ellacuria, rector de la Universidad Centroamericana de El Salvador, que en su empeño por condenar las injusticias y ponerse al lado de los pobres, fue asesinado en el propio campus en 1989, junto a sus compañeros jesuitas y dos mujeres. Los restos mortales de todos ellos descansan allí y dejan testimonio para siempre de la complicidad máxima de la universidad con la lucha por la justicia. Pero sin necesidad de llegar a tales extremos, creo que sí es exigible dar un mayor espaldarazo a la promoción de la justicia en nuestras universidades concediendo, así también, más sentido a las actividades que ya organizan y orientándolas, adecuadamente, hacia el bien común.
El Correo Digital
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