Por Luis Tabares Agudelo
Cuando leí por primera vez ¿Qué es la Ilustración? de Immanuel Kant, no pude evitar pensar en lo vigente que resulta su mensaje. Hoy me gusta releerlo y de ponerlo siempre a disposición obligatoria a mis alumnos de pregrado.
A pesar de haber sido escrito en 1784, parece hablarle directamente a nuestra época, con sus crisis de sentido, sus tutores modernos y su resistencia al pensamiento autónomo. En mi opinión, pocas ideas han sido tan poderosas —y tan peligrosas— como la que Kant resume en una frase: ¡Sapere aude! Es decir, “¡Atrévete a saber!” o, mejor dicho, “¡Ten el valor de pensar por ti mismo!”
Kant define la Ilustración como la salida del ser humano de su “minoría de edad intelectual”, entendida como la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otro. Lo más provocador es que no culpa al poder ni a las estructuras religiosas o políticas: nos culpa a nosotros mismos. Según él, somos los culpables: por pereza y cobardía preferimos obedecer antes que pensar. A lo largo del texto, denuncia cómo la comodidad de tener sacerdotes, políticos, médicos o pastores que piensen por nosotros nos conduce a una forma de servidumbre voluntaria. Y lo más escandaloso es que, según él, incluso muchos “doctos” —sacerdotes, políticos, oficiales, burócratas— perpetúan esa tutela, disfrazada de orden, fe o deber.
Ahora bien, ¿qué quiso decir realmente con esta crítica tan radical? En mi interpretación, no aboga por un anarquismo irracional, sino por una emancipación paulatina y responsable del pensamiento. Para él, la libertad de razonar públicamente es la clave del progreso. Aclara que no se trata de desobedecer en el cumplimiento de funciones civiles (lo que él llama el “uso privado” de la razón), sino de garantizar que cada ciudadano, como miembro del mundo lector y pensante, pueda expresarse libremente sobre temas políticos, religiosos o éticos. Esta distinción entre obediencia civil y libertad intelectual sigue siendo crucial.
El texto es una invitación a asumir con seriedad nuestra responsabilidad ciudadana. No basta con indignarse o repetir eslóganes ajenos: ilustrarse implica un esfuerzo personal, un compromiso con el pensamiento crítico y un rechazo al conformismo. Hoy, los nuevos “tutores” ya no son solo sacerdotes, pastores o políticos, sino medios de comunicación, redes sociales, influencers, algoritmos y populismos de todo tipo. Por eso, recuperar el mensaje kantiano no es un gesto académico, sino una urgencia política.
Sin embargo, también considero que el texto tiene límites que vale la pena señalar. Por ejemplo, aunque destaca que “todos los hombres” pueden ilustrarse, reproduce prejuicios de su época al excluir al “bello sexo” —es decir, las mujeres— del proceso emancipador, como si la razón fuera una prerrogativa masculina. Esto evidencia cómo incluso las voces más iluminadas pueden estar atravesadas por sus contextos históricos y culturales.
Además, Kant parece creer que el pensamiento libre siempre lleva al progreso moral y social. Aquí discrepo. En tiempos donde la desinformación y las teorías conspirativas se difunden como verdades absolutas, no toda “libertad de pensar” conduce a la verdad o al bien común. El desafío hoy es pensar por uno mismo desde el respeto, la evidencia y la ética.
En definitiva, yo creo que el mensaje de Kant sigue siendo profundamente provocador: no hay libertad política sin libertad intelectual. Ilustrarse no es llenar la cabeza de datos, sino cultivar el coraje de pensar en voz alta, incluso cuando hacerlo incomoda a los poderosos. En una época en la que abundan las voces que gritan “¡no razones, solo obedece!”, leer a Kant es, para mí, un acto de resistencia.
Para concluir, pensar por uno mismo no es solo un derecho: es un deber. Y en tiempos donde la ignorancia se disfraza de opinión y el miedo paraliza la conciencia, atreverse a razonar es un acto subversivo. Porque, como dijo el filósofo, la libertad comienza cuando dejamos de ser súbditos del pensamiento ajeno y nos convertimos en autores de nuestro propio juicio.
Notas

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13 de julio de 2025. COLOMBIA
