Avicena o la ruta de Ispahan


Es doctor en filosofía por la Universidad Panamericana. Ha sido profesor en varias instituciones de educación superior como UPAEP, UDLAP, ITESM Campus Puebla, Anáhuac y el IEU. Ha publicado varios libros, entre ellos La modernidad limitada (2008) y La comprensión de nuestro tiempo (1998). En el ámbito público, ha sido consejero electoral (1997 y 2001) y actualmente lo es del consejo general del Instituto Electoral del Estado (2006-2012).

Alí Ibn Sina (980-1037), latinizado, Avicena, es sin duda una de las fuentes imprescindibles donde toma su inspiración, en pro o en contra, la filosofía medieval y, por extensión, inclusive la moderna. Leer su biografía de la mano de Sinoué (2006) renovó mi interés por la metafísica (en su acepción estricta) y evocó mis años universitarios en la UPAEP.
Desde hace unos años, cada mes, un grupo de amigos, señores y señoras, nos reunimos para comentar sobre las lecturas que vamos haciendo sobre literatura, ora contemporánea, ora clásica; y, así, cada vez, al calor de las viandas y de los frutos de la vid, como lo hacía Avicena en su tiempo con sus amigos y con su familia, vamos constatando y experimentando, viviendo en carne propia, esa máxima que el filósofo y médico persa tomaba de Hipócrates:

“La vida es corta pero el arte es largo, la oportunidad fugaz, la experimentación peligrosa y arduo el juicio.” (Sinoué, 2006: 41).

Observación, reflexión, deducción, era lo que pedía el médico a sus alumnos, requisitos indispensables para que la ciencia médica hiciera el efecto buscado, la salud de los enfermos. De vida intensa, Ibn Sina, como le conocían en el lenguaje persa, escuchó estas palabras de un adivino que, mirándolo a los ojos le pronosticó:

“No eres de sangre real, pero eres un príncipe, pues entre tus dedos reposa el don de la vida. Siento tu juventud, palpita, piafa bajo tu piel y, sin embargo, eres ya viejo. Has conocido los honores y la traición. En verdad, conocerás honores y traiciones mayores todavía.” (Ib.: 91).

Médico y consejero de algunos emires, llegó a ser visir, incluso a salvar la vida de alguna esposa de tan altos dignatarios; pero no pudo hacer que uno de esos emires lo defendiera de otro emir que reclamaba como esposa al amor de toda su vida: Yasmina, su amante.

No sólo la ciencia ocupaba sus horas, también una que otra mujer e, imprescindible, el vino. Una vez uno de sus discípulos más cercanos le reclamó que por qué bebía de tal manera, a lo que el sabio respondió que sería un descreído si sólo confiara sus penas y vicisitudes a sus amigos, que debía hacerlo también con el Altísimo: “Esta noche es distinto. Bebo con el Omnipotente.” (Ib.: 202).

La noche, que tanto le gustaba al sabio persa, ya en palacios, ya en albergues o en improvisados campamentos en medio del desierto, le inspiraba, le hablaba, le tocaba: “La noche es quietud. La he comparado a menudo con un océano tranquilo. La superficie está inmóvil mientras el fondo es puro movimiento.” (Ib.: 205).

De la política, cuando estaba en su apogeo, llegó a decir a un confidente: “He probado ya, demasiado tiempo, el mundo de la política y no tengo ganas de permanecer en él: es el fruto más amargo que conozco.” (Ib.: 370). Y ello no por otra cosa que una regla básica: a mayor altura, mayor el golpe. Un discípulo del sabio escribió al respecto: “Hoy estoy convencido de que, cuando el Altísimo concede a un ser inmensas glorias, hace que las acompañe, casi irremediablemente, una igual desgracia.” (Ib.: 406).

Mientras huía luego de un largo cautiverio, enfermo y disminuido, su discípulo preferido, Abú Obeid, le preguntó si aún creía en la inmortalidad del alma. Y el sabio le respondió: “Preguntarlo es una ofensa. Sí, lo creo. Lo creo más que nunca. Creo en la inmortalidad del alma. De lo contrario, el Altísimo se habría entregado a un juego absurdo…” (Ib.: 454).

Sus vuelos intelectuales fueron altos, en una suerte de continuidad, por ejemplo, con Aristóteles, a quien tradujo y logró transmitir al mundo occidental sus obras. La discusión sobre el ser y la esencia son muestras de ello.

Para el Estagirita, como se le conoce a Aristóteles, la esencia se da en el entendimiento y en la cosa conocida, en aquél como universal, en ésta como concreta. Para Ibn Sina, esa esencia universal existe independientemente del entendimiento y, por tanto, tiene existencia separada, subsiste por sí misma: es el entendimiento agente, que hace que el entendimiento del ser humano pueda comprender y conocer.

Una mujer, en alguna discusión de altos vuelos, de repente le preguntó si tenía algún consejo referente a la belleza física, a lo que el jeque le respondió: “Fíjate simplemente en que la piel es el reflejo de la belleza. Presérvala pues de estos tres elementos: del sol, que puede ser tan benefactor como temible, del viento y del frío.” (Ib.: 215).

Y así, este sabio persa se pasaba las horas de su vida comprendiendo, exponiendo y, sobre todo, aplicando las premisas de su saber, entre los dirigentes políticos, religiosos, en medio de las tramas cotidianas, de ricos y pobres, de hombres y mujeres, de sabios e ignorantes, disfrutando y enseñando que todos, sin excepción, hemos venido para algo a esta existencia.
Sinoué, Gilbert (2006): Avicenne ou la route d’Ispahan, Editions Denoel, 1989 [versión castellana: Avicena o la ruta de Ispahán, trad. Manuel Serrat Crespo, Ediciones B (Zeta Bolsillo), Barcelona, 1ª. ed. y 1ª. reimp., 470pp.]
Fuente: http://e-consulta.com/portal/index.php?option=com_k2&view=item&id=4760:avicena-o-la-ruta-de-ispah%C3%A1n&Itemid=334

MEXICO. 15 de marzo de 2011



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