Cómo se hace un filósofo

Aunque este libro de Jean-Luc Marion, publicado originalmente en 1975, podría parecer un texto básicamente técnico
-¿un comentario de un escrito de Descartes, las Reglas para la dirección del espíritu, que precedió al célebre Discurso del método?-,

supuso en su momento una fructífera contribución a la renovación de la historia de la filosofía y, más allá de eso, sigue siendo una iluminación acerca de lo que, con alguna ironía, podríamos llamar el “procedimiento” para llegar a ser un gran filósofo. En el momento de su aparición en Francia, la discusión sobre Descartes giraba principalmente en torno al problema de la “originalidad” de este pensador, cuya imagen dominante había sido construida por Hegel cuando, en sus Lecciones de historia de la filosofía, le describía como un “héroe del pensamiento” que “aborda de nuevo la empresa desde el principio” y que da comienzo, de modo inaugural, a “la cultura de los tiempos modernos”. Frente a este retrato de Descartes como el “libertador” que emancipa al pensamiento de la autoridad teológica de los doctores escolásticos y, haciendo tabla rasa de creencias y tradiciones, empieza a razonar por cuenta propia rechazando todo presupuesto y todo prejuicio, otro grupo de historiadores y eruditos, capitaneados por Étienne Gilson, se había especializado en rastrear los profundos vínculos contraídos por el filósofo durante su periodo de formación con aquel “pasado intelectual” que se preciaba de haber superado, señalando la permanencia de los mismos en sus obras más maduras: temas neoplatónicos, escolásticos y hasta herméticos y mágicos en las páginas de este príncipe de la claridad y la distinción, secuelas de las técnicas ascéticas de Ignacio de Loyola en las “reglas del método” de este racionalista que estudió en las aulas de la Compañía de Jesús, etcétera.

Una de las grandes virtudes del libro de Marion -inspirado, si puede decirse así, por razones más filosóficas que históricas- consiste en que permitió abandonar este debate, que había alcanzado ya el umbral de la esterilidad y se había convertido en una de esas irresolubles querellas hereditarias de oscuras motivaciones, mediante lo que hoy podríamos llamar el descubrimiento de un “subtexto” que hasta entonces no había sido leído como tal, pero que estaba presente de modo secreto o clandestino en todo el desarrollo del pensamiento de Descartes, y que se hace más patente en la obra elegida por Marion, las ya citadas Reglas. Como si se tratase de un manuscrito inédito, Marion nos enseña a sacar a la luz este discurso en la sombra en el cual, de un modo totalmente inesperado pero conceptualmente decisivo, Descartes no se encuentra ya discutiendo con los teólogos medievales, los directores espirituales o los humanistas del Renacimiento, sino con aquel mismo a la sombra de cuyo nombre todos ellos combatían, es decir, con el viejo Aristóteles. No es, ciertamente, una confrontación explícita con la literalidadde los textos griegos, pero en esto reside la novedad de la propuesta de Marion, que reivindica una “arquitectónica de los conceptos” jerárquicamente anterior y superior a la determinación historiográfica de las fuentes, y que reconoce “a los pensadores decisivos de la historia de la metafísica el derecho y la prerrogativa de entablar entre ellos un diálogo más discreto pero más radical que el explícito y común de la historia de las ideas”.

La cuestión importante, por tanto, es que esta apuesta metodológica nos entrega resultados mucho más interesantes que la disputa sobre la “originalidad” de Descartes respecto de sus antecedentes escolásticos: aunque el discurso cartesiano tiene ante todo una pretensión científica, el modo como convierte a las cosas en objetos de saber comporta un acercamiento a la realidad que exige la subversión de la “sustancia” aristotélica y, tras ella, reclama un nuevo lenguaje para el mundo nacido de esa subversión; ello nos permite entender que es en la confrontación con la ontología de Aristóteles en donde Descartes fraguó su estatura de pensador decisivo para la historia de la filosofía, y nos deja medir con mucha mayor claridad en qué consiste su “revolución” intelectual; aprendemos que el proyecto cartesiano de una “ciencia universal” del orden y la medida no puede ser comprendido en toda su significación sin interpretarlo como un combate contra la organización categorial del pensamiento de Aristóteles, un combate que no supone simplemente la “inversión” o la “aniquilación” del mapa de la razón antigua, sino el desplazamiento de sus términos hacia nuevos sentidos que implican todo el tablero del juego en el cual se desenvuelve la ruptura entre el orden antiguo y el orden moderno. Quizá, concluye Marion, asistir a esa confrontación nos sea especialmente útil a quienes estamos todavía en ese mundo cartesiano en el cual un yo abismal ha confiscado a las cosas su aristotélica sustancia al convertirlas en objetos, sombras grises de sí mismas que brillan fuera de sí, en una disponibilidad infinita que, paradójicamente, siempre nos produce nostalgia de lo sustantivo.
Fuente: http://www.elpais.com/articulo/ensayo/hace/filosofo/elpepuculbab/20080913elpbabens_2/Tes

ESPAÑA. 13/09/2008



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