El tiempo que huye

Teorías y apuntes filosóficos sobre el fugaz paso de los días

El Círculo Cultural de Valdediós, entidad de la que soy socio desde hace unos cuantos años, ha tenido la gentileza de enviarme un librito de poemas de varios autores, entre los que figura mi buen amigo José Manuel Feito, oriundo de Pola de Somiedo, ese hermoso pueblecito asturiano situado al fondo del valle por donde corre el río Somiedo.
El libro que me ha llegado lleva por título «Tempus Fugit», que traducido del latín a mi aire puede significar que los años, el tiempo, es algo que pasa volando.

Según Platón, el tiempo móvil de la eternidad no tiene principio ni tampoco final, lo que nos nos ayuda mucho para saber de qué se trata. Así que nada tiene de extraño que del tiempo se ocuparan tantos filósofos, de la antigüedad y de la época moderna, elaborando infinitas teorías acerca de la naturaleza y las características de ese transcurrir incesante de horas, días, semanas, meses y años que aquí llamamos «tiempo», pero sin llegar a aclararnos bien sus ideas.



Otro filósofo, también griego, el gran Aristóteles, se esforzó por analizar qué significaba «el tiempo», para acabar definiéndolo como lo que no tiene ni principio ni fin, «el tiempo inmortal y divino», la imagen móvil de la eternidad de la que hablaba Platón.

Por su parte, San Agustín decía que él sabía muy bien lo que era «el tiempo», pero que no se lo preguntasen, porque entonces dejaría de saberlo. «El futuro es lo que se espera», decía San Agustín, y añadía que «el pasado es lo que se recuerda y el presente aquello a lo que estamos atentos». Y unos y otros quedamos como estábamos.



Después, con los años, fueron apareciendo otros filósofos, tales como Newton, Leibniz, Kant, Dilthey, Bergson, Heidegger, etcétera, aportando sus teorías y reflexiones, y así llegamos a nuestros días, para que cada cual elabore su propia teoría particular sobre eso que llamamos «el tiempo».

Por lo que a mi respecta pienso que existen dos tiempos: uno personal, que es el mío, mi permanencia sobre la Tierra, y otro mucho más amplio y extenso, que es el de los demás mortales que ya están aquí y de los que todavía han de venir. Cada uno tiene o tendrá su hora de llegada a la Tierra y su hora de partir de ella.

Lo que es evidente, lo que percibimos cuando brotan las primeras canas, es que el tiempo, «nuestro tiempo», se nos va de las manos sin que apenas nos demos cuenta.

Pensamos que aún nos queda mucho por delante, cuando quizás mañana, tal vez hoy mismo, sea nuestra última jornada. Continuamente estamos haciendo planes y proyectos para el futuro, cuando ese futuro puede resultar tan incierto que no llegue más allá de hoy mismo.

Porque un día empuja al otro día y las lunas nuevas corren hacia la muerte, dejó dicho Horacio, el gran poeta latino.

No pocas veces los humanos nos dedicamos a hacer tonterías, cosas carentes de interés, y si alguien cercano te pregunta qué estás haciendo le respondemos que no estamos haciendo nada, que solo estamos «matando el tiempo». He aquí una inmensa tontería, porque nosotros jamás podremos matar al tiempo, siendo él, el Tiempo, quien acabará con todos nosotros, irremisiblemente.



Anda por ahí un viejo dicho acerca de eso que llamamos «tiempo», según el cual quien ignora qué hora es en determinado momento del día es igual a quien camina en plena oscuridad. De ahí que se hubiera inventado el reloj, siendo los primeros relojes que aparecieron en el mundo el de agua, el de sol -también llamado «heliocronos»-, el de arena y el de aceite. Y mire usted por donde el reloj de redecillas -antepasado directo de nuestros relojes de ahora- fue inventado por un Papa, Silvestre II, a finales del siglo X, cuando todavía no había llegado al papado y se hallaba de monje en un monasterio francés.
Fuente: http://www.lne.es/aviles/2011/08/11/tiempo-huye/1114567.html

SPAIN. 11 de agosto de 2011



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