La flor de Platón


La gente desprecia a los filósofos. Dicen que sus respuestas no están nunca a la altura de las preguntas.
Que sus tratados contienen más ruido que nueces. A mí me molestan los tics del gremio, la profusión de comillas, la ingenuidad y los exasperantes rodeos de los filósofos antiguos, las metalenguas y los exasperantes rodeos de los modernos, sus proposiciones auto-referenciales, “el ser en cuanto ser” y “la coseidad de la cosa”, expresiones que uno debe leer con cuatro ojos y observar si la palabra “ser” está en redondas, cursivas o simplemente entrecomillada.

Con todo, reconozco que las frases más inquietantes son siempre un híbrido poético-filosófico. Por ejemplo esta, de Platón, que vale por 40 tratados de filosofía: “El tiempo es la imagen móvil de la eternidad”. No termino de entenderla pero ya me conmueve, me inmoviliza. Quizá Platón tenía en mente los arquetipos; quizá signifique que una rosa es en el instante; la rosa, en la eternidad. (“En este paso del artículo indeterminado al artículo determinado está la base de la filosofía platónica y el germen del espíritu de la ciencia”, afirma Thomas Mann en su ensayo sobre Schopenhauer). Gracias a la filosofía (lo que sea esto) podemos ver el bosque a pesar del arbolerío, trazar vastas panorámicas, atrapar en un sustantivo el espíritu de una era.

Entre los libros del gremio, mi favorito es Vidas de filósofos ilustres de Diógenes Laercio, una mezcla exacta de anécdotas y aforismos, en un lenguaje parco y eficaz.

De Aristóteles, nos cuenta que “tenía las piernas delgadas y los ojos pequeños, usaba anillos preciosos, era más aplicado que profundo, aliviaba sus cólicos con un pellejito con aceite caliente, definía la belleza como un tirano de breve imperio y aseguraba que la amistad es un alma que habita en dos cuerpos”. Aquí está de cuerpo entero el hombre de Estagira: un filósofo exitoso, enfermizo, tierno y más aplicado (erudito, diríamos hoy) que agudo.

De Pitágoras nos cuenta que viajó a Egipto por consejo de Tales de Mileto, tierra de la que aprendió su lengua y su geometría. Que luego marchó a Crotona, Italia, donde fundó una orden, mitad academia, mitad secta. Los discípulos juraban por su vida no divulgar nunca ciertas enseñanzas allí impartidas y debían pasar, como prueba y adiestramiento, periodos muy largos sin articular palabra. Un locuaz discípulo de la orden, Hipasio de Metaponto, fue ahogado por revelar el método de la construcción del dodecaedro.

Pitágoras descubrió que todo tenía razones matemáticas —la armonía de la música, el equilibrio de la amistad, las proporciones de la belleza, la majestad de los monumentos y el tino de la justicia— y escribió: “La esencia de todas las cosas es el número”.

Casi un siglo después, Platón leyó esta frase en la compilación pitagórica de Filolao y sintió el estremecimiento de la revelación. Era un descubrimiento profundo, tortuoso y ligeramente inexacto, pero la capacidad de abstracción que revelaba le inspiró el hallazgo de una esencia más profunda y universal que el número, la idea. Sí, detrás de todas las cosas estaba el número, pero detrás del número estaba el arquetipo del arquetipo, la idea. Así nació la escuela más vigorosa y fecunda de la filosofía, el idealismo.

Los filósofos profesionales desprecian a Diógenes Laercio. Lo consideran un coleccionista de frases, un sofista fisgón, una Jantipa apenas ilustrada, un geómetra flácido, un sujeto más curioso que aplicado. No les pares bolas, querido. Tus Vidas cumplen hoy 18 siglos de éxito lozano. Allí acudimos los profanos para sentir que la filosofía es un ejercicio común y vital, no esa jerigonza reseca que se estila en los guetos académicos.
Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/flor-de-platon

16 de agosto de 2015.



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