La huella del humano hacedor

ESTE hogar y mundo del que hablamos considerándolo como nuestro está regido por un ser especial que denominamos humano y condicionado por unas fuerzas que lo son de la naturaleza aún estando restringida en buena medida su acción, para la media de los mismos en su cotidianidad (habituidad), por todos aquellos elementos fundamentales de la filosofía presocrática, tal que son: tierra, agua, aire y fuego que nos hace sentirnos realmente vivos.
Ejemplarizando todo lo que venimos afirmado, para Pascal, “el hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante”; continuando: “Pero aun cuando el universo le aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere, mientras que el universo no sabe nada de la ventaja que tiene sobre él. Toda nuestra dignidad consiste en el pensamiento. Es ahí donde debemos elevarnos y no en el espacio o la duración, que no podemos llenar”. Esa misma conciencia espacio-temporal delimitadora de la propia finitud ha sido tradicionalmente abordada en Pascal y asimismo en Kant dentro del marco de relaciones entabladas entre el cosmos y la materia. Y para un exegeta de la obra zubiriana, como el físico Francisco González de Posada -invitándonos a una lectura de la obra del filósofo vasco desde la ciencia-, esto mismo obedece a los dos polos en que la física entiende que consta la realidad: el de la cosmología siendo entendida como el territorio de lo más grande, del todo existente, según nos dice; mientras en el otro extremo de la polaridad se encuentra la naturaleza de la materia, dominio de lo más pequeño, de la nanotecnia actual, que viene a ser lo fundamental constituyente, en sus propias palabras.

Es la inteligencia para Zubiri, como antes lo fuera para otros muchos pensadores desde Sócrates, pasando por Aristóteles y Descartes hasta llegar a los más cercanos Husserl y Heidegger, lo que singulariza a este ser de realidades. La inteligencia viene a ser, en su expresión, “la capacidad que el hombre tiene de enfrentarse con las cosas no como estímulos sino como realidades”. Desde luego no es éste el lugar para entrar en una filosofía tan compleja y poco conocida como la del autor donostiarra, pero sí puede servirnos de inicio hacia la enunciación de esta cuestión tan importante en la identidad del ser como la de su intelecto. En su génesis, el complejo mente-mundo-materia-mano (en Mac Dowell, Schrödinger y Bacherlard); filosofía, física y estética implicadas ocupan un lugar preferente. Y la apuesta por una diferenciación respecto de los seres, sobre todo, por las múltiples afinidades mantenidas con otros animales, aunque clara desde Sócrates bajo la sentencia del conócete a ti mismo, viene siendo cuestionada -diríase mejor, convenientemente matizada- por Peter Singer con su propuesta de extensión del principio de igualdad que en teoría rige entre los humanos al resto de seres. Aunque, si bien, la pregunta que en este momento debiéramos hacernos es aquella otra que ya se planteaba Robert Nozick sobre qué es lo que hace que consideremos el que la pertenencia a una especie dada como la nuestra sea especial y diferente conllevando, por añadidura, un valor moral.

No obstante, en algo ayudará, de cara a entender ese proceso de creciente cerebración de la que nos hablaba con anterioridad el doctor Pinillos (encefalización en Jerison), la función desempeñada por mano, ocupando un lugar preferente. De ello nos habla Frank R. Wilson haciendo explícita referencia, paradójicamente, a nuestra permanente “inmadurez cerebral”. Para que el hombre conquistase el estatus que ante sus propios ojos le hace considerarse como un ser inteligente, simultáneamente se tuvieron que dar una serie de adaptativos procesos que evolucionasen hacia cambios fisiológicos que incluso desde la ciencia inducen a preguntarse desde el popular dicho del que fuera antes si el huevo o la gallina (he de reconocer, no obstante, hablar de todos estos temas de leídas, y no ser, en modo alguno, entendido en la materia). Así el mencionado autor expone, respondiendo a la pregunta sobre qué entendemos por inteligencia, que en “términos generales, es la capacidad de descubrir, sopesar y relacionar hechos con el fin de solucionar problemas”. Y en este sentido, el animal político que viene siendo definido desde la antigüedad clásica, por sus hechos no ha demostrado ser precisamente de la especie más avezada en la consecución de tales objetivos. Cualquier otro sistema basado en la naturaleza, salvo catástrofe o accidente, ha sabido preservar el equilibrio de las especies mucho mejor que el modo en que lo ha hecho nuestra especie.

Desde tiempo atrás, no hay lugar en el mundo en que no esté presente la huella del humano, pero tal vez hoy, como nunca antes se hubiera dado, somos conscientes de esta presencia. Conciencia, que como viene a señalar Edelman y Tononi (en ensayo de Jean-Marie Shaeffer sobre El fin de la excepción humana), no constituye en sí misma un objeto sino, muy al contrario, un proceso. Y cuestión que bien pudiera justificar el siempre presente empeño de intentar buscar prácticas respuestas a todos y cada uno de los vitales desafíos ante los cuales enfrentase este orgánico ser, puesto que en múltiples ocasiones parece estar más en contra del mundo que dentro de aquél, debido fundamentalmente a sus manufactureros procedimientos. El de la manufactura ha sido desde la revolución industrial parte del paradigma de cómo entendemos la sociedad presente. Manufacturar proviene etimológicamente del hacer con la mano, de la fabricación de los enseres, de cuya interrelación parece ser nos alejamos cada vez más a través primero de los procedimientos de la mecanización y últimamente, por los propios de la automatización. Supone, en esta dirección, un alejamiento sin precedentes de nuestra relación con los objetos tan sólo recuperada por el compulsivo consumo.

Desde que el legendario Mono desnudo de Desmond Morris apareciese en escena, en la estela de Darwin, pasando por el Gen egoísta de Richard Dawkins, al que, entre otros, diera respuesta nuestro antropólogo José Antonio Jaúregui con su Dios hoy, hasta la visión cristiana de un creacionismo basado en el diseño inteligente de Eugenio Ojer en El mono desnudo a quien Dios sonrió…, todos tienen a bien poner en valor el papel desempeñado por esta extremidad en el desarrollo de la inteligencia que el último de los mencionados data hace unos 15.000 años en África mediante una intervención de la mano de Dios.
Fuente: http://www.noticiasdenavarra.com/2010/06/22/opinion/tribuna-abierta/la-huella-del-humano-hacedor

SPAIN. 22 de junio de 2010



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