La paz perpetua, un imposible. Por: Jaime Richart

Por: Jaime Richart 

Kant soñó con la paz perpetua. La imaginó como un horizonte posible si los pueblos adoptaban la república, se unían en federaciones de Estados libres y reconocían el derecho de todo ser humano a no ser tratado como extranjero en la tierra. Fue un bello intento de fijar un rumbo universal para la humanidad.

Pero la realidad es otra. Los pueblos no evolucionan al mismo ritmo. Unos se abren con entusiasmo a la cooperación, otros se atrincheran en sus miedos, en sus pasiones o en sus ambiciones. En unos momentos de la historia, la confianza permite la interdependencia; en otros, el recelo levanta murallas. La historia no avanza en línea recta hacia la concordia, sino en un vaivén incesante en el que predomina en algún punto del globo la agresión.

La condición humana oscila entre el deseo de paz y la pasión de predominio, entre el deseo del acuerdo y la atracción de bienes naturales que posee una nación de los que no desea desprenderse. Oscila, entre la generosidad y el egoísmo. Así, el proyecto kantiano se revela no como un destino realizable sino como un ideal regulador: una estrella que, aunque inalcanzable, marca la dirección.

Por eso, renunciar de antemano a la concordia universal sería tanto como rendirse al cinismo y aceptar que la violencia es inevitable. Pero creer en ella como algo definitivo es caer en la ingenuidad. Lo más sensato es asumir la paradoja: la paz perpetua es un espejismo, pero un espejismo necesario.

Pero hay otra perspectiva: vista la humanidad dividida en compartimentos, no todas las sociedades humanas son igualmente violentas, belicosas. Hay muchos pueblos generalmente de poca extensión, inclinados naturalmente al comercio y a la paz. Y pueblos que habitan en naciones extensas que se dejan arrastrar por la pulsión de dominación y del pillaje de minorías que anteponen su interés al de la nación entera.

En Europa, ahí están los países nórdicos, Portugal, Holanda, Grecia, Croacia y tantos otros con vocación pacífica, cuya historia rara vez se tiñe de gestas indignas. Frente a ellos, las naciones de extenso territorio son las que, una y otra vez, bloquean la posibilidad de avanzar hacia esa paz perpetua que Kant soñó para la humanidad. Israel no es una nación grande en extensión. Pero su Estado tuvo un nacimiento artificial: agentes externos instalaron en él a un pueblo, de los muchos que existen sin asentamiento en una nación concreta. Lo diseñaron, sí, pero a costa de expulsar de su solar a otro pueblo. Tal estado de cosas sella para siempre la ilusión de vivir la paz perpetua en el planeta.

Notas

Jaime Richart es Antropólogo y jurista.

Fuente: https://www.aporrea.org/internacionales/a344437.html#google_vignette

6 de septiembre de 2025.  ESPAÑA

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