Lagrimas en el corazon


La actitud de los japoneses tiene, por mucho que supiéramos de su cultura, el valor de una revelación.

Siempre me fascinó una expresión con la que Hegel intentaba definir lo más esencial del romanticismo. El filósofo planteaba cómo el arte, la poesía y la música de su tiempo podían expresar alegría, felicidad o incluso fruición aunque el sufrimiento y el dolor afectaran de forma muy profunda al artista, al poeta o al músico. “Sonreír a través de las lágrimas”, escribió Hegel, esta es la expresión. Con ella se refería a que “el llanto pertenece al dolor y la sonrisa a la felicidad, pero la sonrisa en el llanto designa un estar tranquilo consigo mismo, a pesar del tormento y el sufrimiento”. He vuelto a estas páginas estos días, cuando llegan de Japón imágenes de ciudades enteras devastadas por la furia de la naturaleza. Imágenes que nos han sumido en una desolación que pone a prueba los límites de las palabras para verbalizar la magnitud de la catástrofe. Y, sobre todo, imágenes que han mostrado a una población increíblemente entera, responsable, serena y contenida, como expresaba con tanta lucidez el editorial de La Vanguardia del pasado miércoles.

No es una cuestión menor. Tal vez una de las grandes cuestiones teóricas de nuestro tiempo es qué hacemos con el dolor. La pregunta no es nueva, sino al contrario, muy antigua, tanto como el aullido de Gilgamesh ante la muerte de su amigo Enkidu, en el Poema de Gilgamesh, o el lamento de Príamo ante el cadáver de su hijo Héctor que atraviesa los cantos finales de la Ilíada, y que consigue enternecer incluso a Aquiles, su asesino. Sin embargo, aunque la pregunta, incomoda, recorre tres milenios, tal vez todavía no haya encontrado, en nuestra cultura, una respuesta adecuada a su desmesura. Susan Sontag, un año antes de morir de leucemia, se adentró en este abismo, en busca de respuestas, en su ensayo Ante el dolor de los demás. Y en el 2001, Jacques Derrida autorizó la recopilación, en un volumen, de todos los textos y oraciones fúnebres con los que se había despedido de los amigos que la muerte le había ido arrebatando: no tengo ninguna duda que Cada vez única, el fin del mundo es uno de sus libros mayores y la gran aportación contemporánea a una filosofía del duelo. Y no parece inoportuno pensar que una de las razones de la fascinación que hoy provoca Berlín consiste en cómo una ciudad puede hacer visible y presente, en el espacio, “el trabajo del duelo”, como denominó a eso, sea lo que sea, Sigmund Freud.

Es inevitable, estos días, admirarse al reconocer que, cuanto más se conoce la magnitud del desastre en Japón, mayor es todavía la serenidad y la entereza de sus ciudadanos, así como su profundo sentido cívico y comunitario. Habituados en Occidente al desgarro como reacción a la tragedia, la actitud que estos días descubrimos en los cientos de japoneses que aparecen en nuestras pantallas tiene, por mucho que supiéramos de su cultura, el valor de una revelación. Acaso porque esta cultura milenaria nos esté enseñando, cómo sólo al final de un muy largo camino es posible encontrar la fuerza de la simplicidad y de la desnudez moral, esa extraña sabiduría que los estoicos perseguían y que bien podría denominarse, como lo formuló Hélène Cixous, hablando precisamente de Hokusai, “la segunda inocencia, aquella que viene después del saber”.

Hokusai, precisamente, el maravilloso pintor japonés autor de aquella estampa estremecedora, La gran ola de Kanagawa, sin duda la imagen del arte japonés más conocida en todo el mundo y prefiguración visionaria, sabemos ahora, de un horror ancestral ante la naturaleza furiosa. Ese mismo Hokusai que esperaba llegar a los ciento diez años para, después de un siglo de pintar infinidad de dibujos con todos los temas imaginables, alcanzar, al fin, ese grado de maravilla que sólo pueden expresar un punto o una línea. El silencio, la quietud y la inmovilidad como sabiduría: valores que, para el sustrato zen de la cultura japonesa, son elementos que no definen la ausencia de nada, sino, más bien, la plenitud vital del conocimiento. Es lo mismo que siempre han enseñado las películas deslumbrantes de Yasujiro Ozu y sus inolvidables protagonistas: la tristeza compasiva, la serenidad calmada, la atención respetuosa por las palabras y los silencios del otro, la tranquilidad lúcida.

En la célebre conclusión de su Crítica de la razón práctica, Kant escribió que “dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”. La primera nos confronta con la inmensidad de la naturaleza, ante la cual no somos prácticamente ni una anotación insignificante, y que nos convierte en seres precarios y vulnerables, a merced del capricho de los elementos. La segunda, por el contrario, nos descubre nuestra infinitud, la posibilidad de la grandeza y de una vida independiente de la animalidad. La lección que viene de Japón, estos días, tiene que ver con esto: cuanto mayor ha sido la devastación de la naturaleza, más intensa aparece la dignidad ética de la reacción ciudadana. Ya no es la sonrisa a través de las lágrimas, sino las lágrimas en el corazón, no en el rostro.

Y esto, quizá, es lo que nos conmueve, pues pone un espejo al que es difícil no mirar. Ona Planas, en su muro de Facebook, lo formuló con exactitud: “Un extraño silencio y la, casi, ausencia de presencia de cadáveres en las imágenes que llegan de Japón, están alejando esta tragedia del sensacionalismo carroñero a que nos tienen acostumbrados ciertos medios de comunicación, haciéndonos conectar de una manera solemne y sobrecogedora con nuestro propio dolor”.
Fuente: http://www.lavanguardia.es/opinion/articulos/20110321/54130555056/lagrimas-en-el-corazon.html

SPAIN. 21 de marzo de 2011



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