Nada es lo que parece


Adela Cortina abría un espléndido artículo, publicado meses atrás, con una frase atribuida a Nietzsche: «Nos las arreglamos mejor con nuestra conciencia que con nuestra reputación». Y se preguntaba la filósofa si esta contradicción se podría poner como ejemplo de lo que sucede en tantos ámbitos, especialmente en el ámbito de lo público, donde es el pan nuestro de cada día que los políticos se disfracen con todos los medios a su alcance para parecer lo que no son y para hacer lo que no deben.
Sabido es que, sin una buena reputación, un político no va muy lejos, por lo que a menudo el sacrificio de su conciencia es un proceso sin marcha atrás. De ahí el aire patético que adquieren los políticos hipotecados por las apariencias cuando, paralelamente, se va descubriendo de qué material está hecha su conciencia.

Decía Adela Cortina que, pese a todo, tenemos la obligación de trabajar para proteger la conciencia propia mediante el intercambio y las relaciones con los demás, no sólo con los que pertenecen a la misma tribu, al mismo partido, al mismo grupo. Porque una conciencia formada en el círculo cerrado de los adeptos no ofrece garantías de probidad, al carecer de contrastes.

Hemos vivido en España, en los últimos años, una disociación radical entre la apariencia que ofrecían muchos políticos con lo que luego se ha ido descubriendo. Algunos aseveran que el hecho es inevitable y que, andando el tiempo, lo mismo les sucederá a los políticos venideros. Y tal vez así será, ya que ni siquiera una persona normal y corriente puede escapar fácilmente a la humana contradicción.

De la cultura española, si la revisamos tal y como nos ven los demás desde fuera, se suele decir que es tendente al engaño, a la ficción, a la vanidad y la ilusión: que todo es apariencia, puro teatro. Desde El Guzmán de Alfarache, El Lazarillo o El Buscón, muchos se preguntan si no seremos hijos de la picaresca, a pesar del tiempo transcurrido.

Las cosas, sin duda, han cambiado en España, aunque hoy se abren múltiples vías por donde las apariencias toman el lugar de la realidad. Basta echar un vistazo a las redes sociales para darse cuenta de hasta qué punto son campo abonado para el fingimiento y la manipulación. Hará falta, digo yo, una sensibilidad especial para salir indemne de la confusión, algo que no se adquiere en los colegios.

En la sociedad compleja que nos rodea, en la medida en que estamos abocados a representar múltiples papeles, a actuar en un circo de varias pistas, cabe esperar que se multipliquen las imágenes especulares de las apariencias. Ahora bien, de entre todos los personajes que pululan por el teatro del mundo, el más peligroso, el más dañino, el más indetectable, es sin duda el tartufo, bien identificado por Molière, es decir, el tipo que se presenta bajo la apariencia de una moral intachable, consciente del poder que le puede proporcionar su falsa devoción. ¡Cuidado con el santurrón, el salvador, el que juega el papel de incorruptible, el perfecto!

En el espacio público hay tres máximas que ayudan a descubrir la impostura: la cita evangélica de que «por sus obras los conoceréis», un juicio a posteriori; la prevención, mediante un consistente conjunto de reglas que hagan difícil la vida al impostor, y, en tercer lugar, el cultivo de la propia conciencia en el ejercicio de la responsabilidad política. Esto último es esencial. Estoy de acuerdo con Adela Cortina en que el cultivo de la propia conciencia tiene por delante el difícil reto de hacer que prevalezca frente a la irresponsable «buena conciencia» de quien se ampara en la fidelidad a un programa, a un partido, a un líder, en la lealtad, incluso, a unas ideas.

Fuente: http://www.diarioinformacion.com/opinion/2016/02/29/parece/1733212.html

2 de marzo de 2016.



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