¡SOS! ¡Filosofía!

SOS! Es petición de ayuda; pero significa tanto que la filosofía acuda a salvarnos, como que venga alguien a librarnos de ella. En el buscador Google, la frase «defensa de la filosofía» abre, entre manifiestos, artículos y plataformas con sus caudas de abajo firmantes, 8.398 ofertas. He abierto los textos en español, y sólo los textos favorables, entre los que se entrometen algunos hostiles que agreden a la filosofía con la acusación de que es un discurso sin referentes fuera del discurso mismo, esto es, decidora de nada.

Los textos favorables tienden a dividirse en dos grupos:

el de los ‘quejumbrosos’ que lloran sobre la disminución de horas filosóficas en el bachillerato, y el acortamiento de cursos en la universidad; auguran malas consecuencias;

y el de los ‘laudatorios’ que repiten la lista de sus utilidades, las mismas.

La filosofía articula en unidad coherente los conocimientos del resto de las asignaturas y las cabezas de los estudiantes. En general, lo hace; pero este provecho puede ser falaz. Un saber, por muy abarcante que sea, no puede articular los objetos y métodos de otros saberes sin hacerlos suyos, esto es, desnaturalizándolos de los sitios metodológicos en los que nacieron y a los que pertenecen. Sería como articular los colores con las sabidurías del oído o la nariz: los falsean. No vale el recurso de que la articulación ocurre al nivel radical de los datos de los conocimientos en cuestión, porque a ese nivel no son ya ni tales datos, ni objetos de aquellos conocimientos. Es una defensa que yerra el enemigo, y al amigo lo hiere.

Las filosofías (algunas; me detengo sólo en ellas) tienen como finalidad la crítica de otros saberes cuando éstos se propasan a tomar sus objetos como la realidad misma, como prototipos o casos de ‘lo realmente real’, principalmente los ‘grandes relatos’ o mitos (a los que tampoco las filosofías han sido ajenas), pero también la crítica de los ‘relatos pequeños’, cuando éstos, por ejemplo en las ciencias positivas, toman por realidad de las cosas lo meramente debido a al modo de entregarse a sus métodos, o confunden los ‘modos como’ las cosas ‘sean’ con ‘el hecho de que sean’. El ‘hecho de que sean’ ni se cuenta, ni se mide o pesa, ni reacciona a sustancia alguna, ni se contrae con el frío ni se dilata con el calor, ni hay saber, fuera del filosófico, que lo trate (perdone Vd. Wittgenstein, maestro, amigo).

Cuando esos pequeños relatos extrapolan el ‘modo’ de ser de sus respectivos objetos, sobre el ‘hecho’ de que tales objetos ‘sean’, los malentienden, haciendo el hecho componente o dimensión del ‘modo’; hacen del ‘hecho’ un monstruo fabricado de los ‘modos’, como la criatura de Frankenstein. Las ciencias degeneran en pseudo filosofías y su lenguaje deja de hablar de sus cosas, y pasa hablar a sí mismo. Mistificación se llama a esta figura, y por cierto, en dos sentidos: porque ‘falsifica’, y porque la realidad, disfrazada de modo, de cosa, adopta la forma de aparición o revelación mística.

El fenómeno es tan actual, tan vigente, tan generalizado que ya ha generado una religión, en la que revive la vieja gnosis que poblaba el aire de lenguaje hipostasiado. «Lo místico no es ‘cómo’ sea el mundo, sino ‘que’ sea» (Tractatus, 6.44). El hecho de ‘que sea’ se ve, «se muestra, pero no se deja decir» (6.522). Y no es sólo es «necesario callar de ello» (7) sino que el lenguaje acerca de lo indecible, obviamente, no tiene lo indecible como significado. Sería como pretender que el dedo que señala a la luna la significara pareciéndose a ella; o que la voz «azul» dicha a un ciego de nacimiento formara en sus oídos ese color.

Esta es una utilidad de la filosofía, escasamente atendida en los más de 8.000 alegatos aducidos en su defensa: desmontar los lenguajes vacíos, o que, so capaz de decir unas cosas, dicen otras. ¿Cuáles? Principalmente, ‘intereses’ de quienes hablan y de quienes los escuchan. Desde Marx, estos lenguajes se llaman ideologías, pero fueron detectados y combatidos, antes de ser bautizados con ese nombre, por Sócrates, sin ir más lejos, por los ermitaños antiguos y medievales, y hasta por Ignacio de Loyola, gran discernidor de espíritus engañosos.

En otra ocasión, no ahora, me ocuparé del modo de hablar de lo que se ‘muestra’ (como la luna, nombrada por el dedo que la señala, o el color azul dicho con la palabra «azul» a un destinatario vidente; o en sucaso, ‘el hecho’ de que las cosas ‘sean’ y los modos de ellas, en cuanto las cosas son, sean también componentes de aquel hecho, y no modos añadidos a él), modo de hablar que no se parece la descripción anatómica del dedo indicador de la luna, ni al análisis semiótico o del contenido léxico (de diccionario y uso común) de las palabras.

Ahora quiero volver al principio. Necesitamos que nos salve la filosofía (¿SOS!). ¿De qué? De los cuentos sobre nada. Necesitamos librarnos de ella (¿SOS!) porque le fascina convertirse en cuento. ¿Cómo? Convirtiendo su discurso en cosa (haciendo que el dedo señalador se erija en luna).

¿Podemos esperar que nos salven de estos peligros de caer en la necedad unas horas más o menos de clase de filosofía?

En algunos casos, sí. Lo logran los ‘maestros’ que juntan el sometimiento al programa oficial con la obediencia a la objetividad de los problemas improgramables. Pero los que pueden acudir a esos centros son muy pocos ni la asistencia garantiza el éxito. Tampoco es la salvación de la necedad es tarea exclusiva de la Filosofía como disciplina en sentido propio. Y sin embargo, todos, por fuero de humanos, tenemos derecho a ser salvados de necios. Parece una utopía pretender que la filosofía (o cualquier otra instancia desestupefaciente) ahora que les merman su permanencia en las cátedras, regresen a la calle socrática donde nacieron y cumplieron con su buen hacer. El periódico (que en tiempos españoles no muy lejanos acogió textos filosóficos espléndidos) es la calle; la ciudad, la gente.
Fuente: http://www.elcomerciodigital.com/gijon/prensa/20080525/opinion/filosofia-20080525.html



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