Una visión alternativa sobre la historia de la mujer occidental y el feminismo

Se ofrece una reconstrucción a contracorriente del papel de las mujeres en la sociedad

Feminismo

El poder femenino desde tiempos ancestrales

Según la doctrina feminista que domina el espacio de lo políticamente correcto actual, la mujer ha estado sometida al hombre durante toda la historia de las civilizaciones de orden patriarcal, ha sido algo así como la esclava en genuflexión ante el sexo masculino, privada de sus derechos y forzada en contra de su voluntad a llevar una vida miserable en comparación con la del privilegiado varón. Quienes recurren a este discurso, lo hacen para reivindicar mayores ventajas en la actualidad para esa clase oprimida durante siglos o milenios, y poder obtener aun con creces lo que en justicia se les debe a las mujeres. La manipulación de la Historia es un recurso del victimismo, tal y como sucede por ejemplo en las escuelas de Cataluña para explicar su relación con el resto de España. También los cristianos se jactaban de ser víctimas en la época del Imperio Romano, y ya sabemos cómo han terminado después haciéndose con el poder como verdugos en la alta Edad Media y épocas posteriores. Los lobbies judíos han sacado un amplio provecho de su papel de víctimas en la Segunda Guerra Mundial, mucho más que cualquier otro grupo étnico que también ha sufrido y del que pocos hablan, como los gitanos, y ahora son los opresores de los palestinos, colocados en una tierra que robaron a sus dueños, por obra y gracia de unos cuantos irresponsables de la O.N.U. sensibilizados con el sufrimiento del autodenominado pueblo elegido de Dios. No hay pues que dejarse amilanar por una retórica de piel de cordero escondiendo al lobo, hay que juzgar en base a criterios más amplios. Es por ello que, en una sociedad plural y sabia, conviene barajar diferentes versiones de los hechos, a fin de no caer en dogmatismos impuestos a base de ser repetidos una y otra vez. Hay otra versión alternativa al feminismo sobre la historia de la mujer occidental diferente a la de su sometimiento por parte del varón.

Una visión diferente es que, realmente, la mujer no ha estado sometida al hombre, sino que más bien ha sido el hombre quien subrepticiamente ha estado sometido a la mujer. Así nos lo recuerda por ejemplo ese gigante de la filosofía de la Historia que fue Oswald Spengler en su La decadencia de occidente: “La eterna política recóndita de la mujer, política que se retrotrae hasta los principios del mundo animal, consiste en apar­tar de aquella al hombre para sumergirlo en su propia política vegetal de la perpetuación sexual, esto es, para sumergirlo en sí misma. […] El hombre asciende en su historia hasta tener en su mano el futuro de un país, pero entonces llega una mujer y le obliga a arrodillarse. Ya pueden entonces arruinarse los pueblos y los Estados; ella, la mujer, ha vencido en su historia. La am­bición política que alienta en una mujer de raza no tiene en el fondo otro propósito”. El poder de la mujer a través de la manipulación del hombre también es descrito por Rousseau cuando dice “…el aspecto del amor es un sentimiento ficticio; surgido del uso de la sociedad y celebrado por las mujeres con mucha habi­lidad y esmero para establecer su imperio y volver dominante al sexo que debiera obedecer” (Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres); “…que el más fuerte sea el amo en apariencia y dependa en la práctica del más débil (…), dando a la mujer mayor facilidad para excitar los deseos que al hombre para satisfacerlos, hace depender a éste, a pesar de que los tenga, del capricho del otro, y le obliga a agradarle a su vez para lograr que ella consienta en dejarle ser el más fuerte” (Emilio o de la educación). Schopenhauer decía: “Las mujeres han hecho un gran servicio a esta obra de la naturaleza al espiritualizar el amor. (…) Un pueblo de pintureros sois vosotros, varones; unos tontos redomados, que creéis elevar a las mujeres hasta vosotros cuando son ellas las que someten vuestro espíritu. (…) Desde que habéis tomado a las mujeres por consejeras han hecho de vosotros una especie de héroes en pantuflas, de modo que bajo su yugo habéis desaprendido todas las virtudes fuertes. (…) Débiles de mente y cuerpo como para mantener la plaza usurpada con lucha y combate, tan ambiciosas y dominadoras como miserables, tienen que recurrir a otras armas; el león tiene garras y dientes, el buitre su pico, el elefante sus colmillos, el toro sus cuernos; el calamar expulsa su tinta y enturbia el agua para matar o ahuyentar a sus enemigos. Éste es el verdadero símbolo de la mujer. Igual que el calamar, también ella se envuelve en una nube en la que se encuentra muy a gusto en su elemento: el disimulo” (conversaciones de Schopenhauer recogidas por Paul-Armand Challemel-Lacour{1}). Nietzsche apunta: “La mujer hace débiles a los fuertes, y reina, claro está, cuando consigue dominarles” (La Voluntad de poder). En la obra de teatro Una mujer sin importancia ironizaba Oscar Wilde: “La historia de las mujeres es la historia de la peor forma de tiranía que el mundo ha conocido: la tiranía del débil sobre el fuerte, que es la única tiranía que se sostiene”. Para la escritora argentina Esther Vilar, en su obra El varón domado (1971), “el hombre fue entrenado y condicionado por la mujer, de manera no muy distinta a como Pavlov condicionó sus perros, para convertirlos en sus esclavos. Como compensación por su labor los hombres son premiados periódi­camente con una vagina”. Basadas o no en prejuicios, lo cierto es que este tipo de observaciones abundan en toda la historia del pensamiento y la literatura, y no cabe circunscribir a mera casualidad el parecido de su contenido, en algún hecho real deberían de basarse. Son tópicos, sí, pero no gratuitos sino basados en cierta realidad que subyace a las apariencias. Dice el refrán: “Cuando el río suena, agua lleva”.

Algunos autores actuales piensan que este tipo de discursos están superados y que provenían de unas circunstancias de una época que ahora no se dan. Son muchos los que se creen en condiciones de dar lecciones a los grandes clásicos del pensamiento y decirles en qué se equivocaban o sobre los sesgos en que estaban imbuidos, algunos incluso de entre los que viven del estudio de esos clásicos.{2} Es, en mi opinión, una falta de respeto hacia la erudición de los grandes sabios de todos los tiempos y una ceguera dogmática pensar que sus observaciones de la naturaleza humana están superadas por las modas intelectuales del presente. Cualquier visión o filosofía de lo humano más allá de los contenidos científicos sigue vigente como parte de nuestro acervo cultural y del conjunto de interpretaciones o representaciones posibles de la realidad. Se superponen otras visiones más actuales, sí, pero esto no implica que las observaciones e ideas del pasado hayan quedado atrás. En eso reside el valor de los clásicos, no meramente en su valor histórico, sino en su capacidad de seguir alumbrando nuestras experiencias existenciales aun a día de hoy.

Diversos autores de finales del s. XIX y principios del s. XX{3} han arrojado luz sobre el origen de las relaciones familiares, postulan­do que las sociedades tribales primitivas eran promiscuas, polígamas, matriarcales y cuidaban de los hijos comunes de la tribu. Ciertamente, estudios más actuales han matizado estas teorías y desarrollado otro tipo de ideas, pero el concep­to de base del desarrollo desde un pasado polígamo en las sociedades humanas permanece. El origen del matrimonio individual podría haber tenido como fase intermedia la captura de mujeres de otras tribus, dado que dentro de esos grupos exogámicos estaban muy limitados los matrimonios entre parientes consanguíneos. La compra de mujeres supuso posteriormente un paso menos violento para la misma costumbre de captura. Y el régimen mo­nógamo patriarcal se consolidaría en las uniones con estas esclavas capturadas o compradas como la asociación conyugal más conveniente al régimen de herencia, como un modo de ordenar la sociedad para que los bienes pasaran a los hijos de la unión monógama una vez el padre fallece. Las mujeres, más que ser esclavas dominadas, ejercían un papel dominante en la sociedad: un matriarcado; y el paso a la monogamia daría lugar a un patriarcado en el que las riquezas adquiridas por los hombres se transmitían a sus hijos. Las riquezas, a medida que iban en aumento, daban al hombre, por una parte, una posición más importante que a la mujer en la familia y, por otra parte, hacían que naciera en él la idea de valerse de esa ventaja para modificar en provecho de sus hijos el orden de herencia establecido; por ello fue abolido el derecho materno en el que la descendencia sólo contaba por línea femenina. Las mujeres de­bieron quizás anhelar también como liberación el derecho a la castidad o matrimonio temporal o definitivo con un solo hombre. Ha sido en interés de la mujer y de la protección de su prole por lo que se impuso el sistema patriarcal monógamo del que ahora abomina el feminismo, lo que supuso un triunfo de la propiedad privada sobre la propiedad común primitiva y la represión de los instintos promiscuos.

Guerra, política, trabajo y cultura en manos de los hombres

Dejemos ahora de lado la prehistoria y la Edad Antigua,{4} y vayámonos a las civilizaciones occidentales a partir de la caída del Imperio Romano de Occidente, a partir de las cuales se desarrollarían las actuales naciones europeas. La historia de las civilizaciones está llena de episodios violentos, tanto en épocas de guerra como en épocas de paz. En la Edad Media, cruzar un bosque para ir de una población a otra estaba expuesto a múltiples peligros, de salteadores de caminos, de violadores, de fuerzas de la miseria que pugnaban por la supervivencia con violencia hacia sus congéneres. La mujer, sabedora de su menor fuerza con respecto al hombre, ha utilizado su inteligencia para conquistar y dominar lo masculino y así garantizar su protección y la de su descendencia. Menos relevante en nuestros tiempos es la búsqueda de protección, pero muy importante ha sido a lo largo de casi toda la historia de la humanidad. Hoy vivimos tiempos de relativa seguridad, y las mujeres no necesitan como antaño a un hombre que las proteja; ya el Estado se encarga de ello. No obstante, siempre que se han dado conflictos bélicos o épocas de grandes convulsiones, resurgen estas tendencias instintivas de la mujer, que busca la protección para ella y sus hijos de un hombre, alguien que las defienda y que no permita que sean violadas en épocas de caos.

Por mucho que digan las canciones de letras modernas que “las chicas son guerreras”,{5} la guerra ha sido a lo largo de toda la historia cosa de hombres, con pocas excepciones. El sexo privilegiado ha sido el femenino, mientras que el mayor sacrificio le ha correspondido al hombre. Hoy, sí, vemos mujeres en el ejército, en puestos de cuello blanco mayormente, pero aún está por ver que vayan a salir en masa a un campo de batalla de confrontación cuerpo a cuerpo entre cruentas masacres, como ha habido en incontables batallas históricas. Las faenas peligrosas se han dejado tradicionalmente en manos del hombre y las mujeres han colaborado en las grandes guerras más como enfermeras que como luchadoras fusil en mano. Sólo cuando se hacen insuficientes los ejércitos formados por hombres se acude a mujeres y niños, como ha sido por ejemplo el caso de la participación de mujeres-soldado del lado soviético en la batalla de Stalingrado en la Segunda Guerra Mundial. Como consecuencia, casi todos los grandes héroes épicos han sido hombres, con notables y honrosas excepciones como Juana de Arco, María Pita, Agustina de Aragón y otras notables heroínas, lo cual no es ninguna injusticia ni ningún sesgo histórico ni un intento de invisibilizar a la mujer en una Historia escrita por hombres, sino que responde a lo que ha sido real: que la práctica totalidad de las hazañas bélicas ha sido protagonizada por hombres, para mayor seguridad y menor riesgo de las mujeres. No tiene sentido pensar que las mujeres han sido esclavas sometidas por los hombres, pues si hubieran sido esclavas realmente habrían sido ellas las enviadas a luchar y sacrificarse en vez de quedarse en sus casas.

Tradicionalmente, no sólo la guerra sino toda actividad con cierto riesgo de muerte, se ha dejado en manos de los hombres. Igualmente, en situaciones de catástrofes, el sexo privilegiado ha sido el femenino cuando se proclamaba aquello de “las mujeres y los niños primero”. Desde luego, ese no es el trato que se le da a un grupo humano sometido. Si las mujeres fuesen esclavas serían las últimas en desalojar un barco naufragando. Aún hoy en día en España, más de un 90% de los siniestros laborales se dan en hombres{6}. Esta estructura social de privilegio de supervivencia de las mujeres se piensa que puede estar asociada a los instintos de supervivencia de la tribu, en la cual el diezmado de la población masculina no sería tan desastroso como el diezmado de la población femenina de cara a la procreación de las siguientes generaciones.

El trabajo ha sido durante casi toda la existencia de las civilizaciones una carga pesada. Se cree que la palabra trabajo deriva del latín tripalium, una especie de yugo utilizado para la tortura y el castigo de los esclavos u otros individuos no-libres. Cabe distinguir dos entornos, el rural y el urbano, y cabe distinguir según las distintas clases sociales, pero, en general, hay que considerar que, hasta hace poco, no era un privilegio el tener que trabajar, sino una necesidad.

En el medio rural, la vida siempre ha sido dura para todos, y todos los miembros de la familia han tenido que arrimar el hombro con esfuerzo para realizar las actividades necesarias en el campo: hombres y mujeres e incluso niños en muchas ocasiones han contribuido a la ingente labor. Además, estaban también las labores domésticas y de crianza de los niños, que solían recaer sobre las mujeres mientras que los hombres realizaban mayores esfuerzos fuera del hogar. En una época en que no existían los medios anticonceptivos y el número de hijos por pareja era elevado, y no había ni biberones ni sustitutos artificiales para la alimentación de los bebés, la asociación de las mujeres con tal labor era imprescindible. Y, de hecho, no se conoce ninguna civilización en que las labores de crianza no recaigan en las mujeres, y dado que éstas debían estar en su casa, salvo alguna que iba con el hijo a cuestas, el reparto de labores de modo que la mujer cargase con la mayor parte de las labores domésticas parecía lo más natural, sin que en ello haya ningún indicio de discriminación ni de dominio patriarcal. Tal era el orden natural de las cosas. Y tal fue aceptado durante muchos siglos, no por sumisión del sexo femenino, sino porque el trabajo fuera del hogar era mucho más duro y peligroso que el trabajo doméstico y requería estar más largo tiempo alejado de los hijos, lo que de ningún modo era deseable para las mujeres ni para el normal desarrollo de la familia monógama.

En el medio urbano, la mayoría de las profesiones especializadas fueron ocupadas por hombres, así como la mayoría de los oficios mercantiles o de trabajos asalariados. No obstante, también se dieron oficios más específicos de la mujer, como la alfarería, el oficio de nodrizas, lavanderas, bordadoras, entre otros. Con la llegada de la revolución industrial, surgieron multitud de nuevos oficios, algunos de ellos especialmente duros y sometidos a explotación, como el trabajo de minería, la construcción de vías de ferrocarril, trabajo en la industria pesada, normalmente ocupados por hombres. También aquí se dio la participación femenina en cierta medida, en el sector textil, por ejemplo. No obstante, la concepción ordinaria era que las mujeres trabajaban mientras permanecían solteras o no tuviesen hijos, o cuando la situación familiar era de extrema necesidad. En nada cabía considerar un privilegio la función masculina en el hogar, pues, por dura que fuesen las labores de crianza y cuidado del hogar, no menos dura era el trabajo en la mina, la fábrica u otros. En familias de clase media o alta, lo usual era que el marido mantuviese la economía familiar con los ingresos de su trabajo, mientras que las mujeres hacían sus labores domésticas o, en caso de una holgada posición económica que les permitiera contratar servidumbre, no hacían nada salvo vivir la buena vida.

En las clases más altas, de aristócratas o de ricos burgueses, las mujeres han sido las que han gozado de los mayores privilegios. Ni tenían que ir a la guerra, ni tenían que trabajar, ni tenían que cuidar a sus vástagos, labor en manos de nodrizas y criadas, ni tenían que preocuparse por mantener su economía, para eso tenían a sus maridos. Su mayor preocupación sería el coqueteo, los chismes de sociedad, organizar bailes o vigilar su estatus de gobernanta como dueña y señora de su marido y sus propiedades. A propios y extraños ha asombrado tanto poder y beneficio concentrados. Decía Cervantes en la obra de teatro La gran sultana: “mucho manda la mujer”. No fueron pocos los viajeros de países orientales sorprendidos por la figura de “la señora” en las familias pudientes europeas. Aún en el s. XX, se sorprende Bertrand Russell de que pueda haber mujeres que vivan a expensas de sus maridos sin hacer nada más que conservarse atractivas: “En la actualidad, las esposas, como las prostitutas, viven de la venta de sus encantos sexuales; e incluso en las relaciones libres temporales, se espera que el hombre asuma todos los gastos. El resultado es que hay una mezcla sucia del dinero con el sexo, y que frecuentemente los motivos de las mujeres tienen un elemento mercenario. El sexo, incluso cuando la Iglesia lo bendice, no debe ser una profesión. Es justo que la mujer reciba su pago por cuidar de la casa, cocinar y atender a los hijos, pero no únicamente por tener relaciones sexuales con un hombre. Tampoco la mujer que ha amado y ha sido amada por un hombre debe vivir de la pensión para alimentos, cuando el amor ha terminado. Una mujer, como un hombre, debe trabajar para ganarse la vida, y una mujer ociosa no es intrínsecamente más digna de respeto que un gigoló” (¿Por qué no soy cristiano?).

Se suele comentar desde la ideología feminista que la opresión y la consideración de las mujeres como ciudadanos de segunda categoría es sobre todo notable en el mundo de la cultura, donde se ha excluido a la mujer. Es cierto que la participación femenina ha sido muy inferior a la masculina, pero muchas veces no fue debido a una prohibición explícita, sino mayormente a la propia elección en la vida de las mujeres. Hoy tenemos a los grandes héroes de la cultura en un pedestal y se tiene en muy alta estima el dedicarse a labores tales, pero, durante casi toda la historia de occidente, la labor científica, filosófica, humanística o artística era llevada a cabo con gran esfuerzo y poco reconocimiento en vida, y no era algo muy codiciado. Sólo unos pocos individuos poco pragmáticos dedicaron su vida a la creación cultural. En la Edad Media, para la gran mayoría de la población, el acceso a la cultura se reducía a la vida eclesiástica, donde arduas labores, por ejemplo como copista de manuscritos, esperaban a aquellos que aprendían a escribir y se introducían en ese mundo. Las Universidades recogerían parte de esa tradición eclesial, y añadirían también formación cualificada técnica para algunos oficios. Por las mismas razones que los hombres ocuparon las duras labores de la vida profesional, ocuparon también los asientos de las Academias y Universidades, lo cual tampoco se vio en el origen de estas instituciones como un privilegio masculino, sino como parte de la dura vida de ser hombre y tener que cargar con la responsabilidad de la manutención de una familia. El acceso a la Universidad estuvo durante largo tiempo restringido a hombres, pues prevalecía la opinión de que esa formación estaba reservada a quienes estaban en condiciones de poder ejercer una profesión durante toda su vida, no sólo en los años de soltería, y no se consideraba la inversión de tiempo y recursos en la formación de una mujer como una empresa rentable. Hoy, sí, hay mayor número de mujeres que salen de las Universidades que hombres, a pesar de que se sabe que el porcentaje de mujeres que luego abandona voluntariamente su carrera profesional para dedicarse a su familia es mucho más alto que en el caso de los hombres.{7} Es un lujo de las sociedades sobradas de recursos como la nuestra poder invertir en formación de individuos que luego no van a aplicar los conocimientos adquiridos, particularmente en España, ese país con altísimas cifras de licenciados y doctores con una buena parte de ellos en el paro o trabajando en otros oficios que no tienen que ver con su formación, pero en sociedades de antaño no se concebían esos despilfarros de recursos humanos y materiales entre la clase media.

No obstante, como consumidores de cultura, siempre ha habido de todo. Para unos pocos aristócratas, la cultura llenaba sus momentos de ocio, ya sea deleitándose con un concierto en sus estancias privadas, ya sea inclinándose a la lectura u otros. Las mujeres participaron también de esta vida, y son muchos los ejemplos de damas con esmerada educación, embebidas en el refinamiento intelectual, creadoras algunas y sobre todo grandes consumidoras y transmisoras de la cultura a sus hijos. Molièrè retrata cómicamente ese ambiente dado en el s. XVII en su obra de teatro Les femmes savantes (traducida como Las mujeres sabias o Las mujeres sabihondas). El historiador Jacques Barzun (1907-2012), en su obra Del amanecer a la decadencia (2001), nos dice: “La idea de que el talento y la personalidad de la mujer han estado reprimidos en todo momento durante nuestro [último] medio milenio, salvo en los últimos cincuenta años, es una ilu­sión. Y tampoco educación y oportunidades de perfeccionamien­to eran siempre inaccesibles a las mujeres. Riqueza y posición eran, sin duda, indispensables, y tienden a seguir siéndolo”. Basta leer trabajos de expertos historiadores como Barzun u otros para ver que ha habido en la Edad Moderna sociedades europeas que contaban entre sus dirigentes con una multitud de mujeres tan brillantes como los hombres y en ocasiones más poderosas, o en las que las mujeres estaban en los ámbitos de la más alta cultura.

El ámbito del poder político ha estado también más frecuentado por hombres, pero no ha excluido a las mujeres. Las naciones europeas hasta hace uno o dos siglos fueron mayormente monarquías, y entre sus regidores figuraron nombres de hombres y mujeres, ha habido reyes y reinas. Si bien la descendencia masculina ha tenido prioridad en la sucesión, no se puede hablar del impedimento de la mujer para el gobierno, y no cabía ver en ello mayor signo de discriminación que la que puede haber entre primogénitos e hijos segundos. Cierto es que la mayoría o la casi totalidad de los cargos estatales eran de hombres, por las mismas razones que la guerra y el trabajo asalariado han sido más cosa de hombres. El privilegio ha sido para las mujeres, quienes han podido disfrutar de la vida palaciega sin bregar con los sinsabores de los asuntos de Estado y las intrigas del poder político, de las guerras y las traiciones. La política no era una actividad tranquila y encerraba grandes riesgos. No hay que olvidar en cualquier caso que detrás de muchos hombres de gobierno ha habido muchas mujeres moviendo los hilos de las decisiones y, más que sometimiento de éstas, habría que considerar que han sido en muchas ocasiones como el titiritero que mueve a su antojo las figuras de la política.

En definitiva, la vida de las mujeres se ha visto enfocada durante siglos a tener descendencia y a procurar un macho que contribuya a unas condiciones de reproducción y crianza con un máximo de seguridad y bienestar, para lo cual el patriarcado y la monogamia resultaban convenientes. El feminismo ha querido interpretar esta circunstancia en términos de opresión y de forzamiento o al menos de presión cultural, pero cabe sin embargo verla como una consecuencia de un anhelo deseado por razones biológicas. En un mundo lleno de peligros e inseguridades, en un mundo de necesaria esclavitud para una buena parte de la población en labores ingratas, en una sociedad donde es patente la dureza de las condiciones de la existencia, la peor parte la llevaron en general los individuos adultos de sexo masculino, quedando resguardada más que relegada la mujer en labores más seguras, menos esclavas, menos duras. No era fácil tampoco la vida doméstica, y tampoco está privado de sufrimientos el sexo que inevitablemente ha de parir con dolor, ni hay gran sosiego en la crianza y educación de los más pequeños, pero, en general, cuando se han podido dar los condiciones de elegir, más en el medio urbano que en el rural y más entre las clases altas que en las bajas, la opción de vida doméstica reservada al sexo femenino ha sido menos dura.

La triple raíz de la lucha feminista

Sin embargo, estas condiciones de vida iban a cambiar radicalmente a partir de las grandes revoluciones técnicas y sociales que tendrían lugar en la historia contemporánea, desde la Revolución Francesa y fundamentalmente a lo largo de los siglos XIX y XX. El mundo se volvió para la mayor parte de los países occidentales desarrollados un lugar menos violento, menos belicoso, más benigno con los trabajadores asalariados, e incluso se hizo grata para muchos la participación en la producción de bienes o en la política y se adquirieron generosos reconocimientos entre los ciudadanos que participan en la vida social colectiva, mientras que las mujeres que se quedaron en sus casas se vieron relegadas a un papel secundario, y hasta hoy en día sus rutinarias labores del hogar han sido escasamente reconocidas. También, a pesar de las facilidades provistas por los electrodomésticos que redujeron considerablemente algunos esfuerzos, no se han visto reducidos del mismo modo los esfuerzos de la crianza u otros del hogar.{8} En general, han visto cómo sus compañeros masculinos llevaban una vida más plena y realizada que ellas, lo que ha motivado movimientos de rebelión. El feminismo surge en momentos históricos de relativa paz social y ausencia de guerras y de un aumento de los derechos de los trabajadores y de democratización de la cultura y de la participación ciudadana en los asuntos de Estado. Más bien, parece cobrar conciencia un pensamiento tal como: “desde siempre, las mujeres hemos pretendido vivir mejor y con más privilegios que los hombres, y por ello dejamos a aquellos que bregaran con las cosas del inhóspito mundo, pero, ahora que el mundo se ha convertido en un lugar más apacible, queremos ser las primeras en beneficiarnos de tal; nos resulta inconcebible que los hombres en general tengan mejor vida que nosotras”.

Otro aspecto que influiría en el surgimiento de los movimientos feministas sería la conciencia histórica, que cobró fuerza, incluso entre clases populares, en el siglo XIX en los países occidentales.{9} El movimiento romántico traería consigo los nacionalismos, un sentido de la identidad en las naciones, y en los individuos cobraría una mayor fuerza la idea de ser parte de un devenir histórico, de ser ciudadanos partícipes de una sociedad en evolución. El historicismo de Hegel y los hegelianos también proporcionaría un vínculo con la filosofía. Aunque el interés por la Historia entre unas pocas clases cultas ha estado presente en los países occidentales desde muy antiguo, la educación general de la población y la proliferación de ideas sobre la participación del pueblo en los grandes eventos de nuestra civilización durante el s. XIX han sido un caldo de cultivo para que las masas de cualquier clase social surgieran por doquier reclamando su lugar en este relato de la Historia de Occidente. La difusión de la prensa y la expansión del número de lectores de libros alimentarían la vorágine inconformista de las multitudes. Hasta entonces, cada cual vivía su vida de la mejor manera posible y, salvo unos pocos estadistas, no se solía pensar en la identidad de los individuos como ciudadanos constructores de una realidad histórico-social. Anteriormente al siglo XIX, no se percibía, ni siquiera entre las clases altas educadas, un descontento de la mujer por su rol social, salvo algunas raras excepciones aisladas que no cuajaron en ningún movimiento social. Sin embargo, surgirá poco a poco tal malestar por verse reflejada la mujer en el espejo de la Historia y no encontrar su posición en la misma, ni en el acontecer político ni en el acontecer cultural. Es a partir de esta época en que la mujer se ve a sí misma como un ciudadano de segunda categoría.

La conciencia del individuo de sí mismo dentro del marco social no sólo presenta a las mujeres alejadas de los acontecimientos importantes de la Historia, sino que las presenta básicamente como un objeto sexual pasivo para la satisfacción del hombre y en su papel de madres incubadoras para engendrar hijos útiles a la nación, lo que implica según el prisma feminista una infravaloración y denigración de la identidad femenina. Ello ha alimentado cierto recelo y cierta hostilidad contra la vida sexual, y así el feminismo ha venido a tomar el papel represor de las viejas máximas del puritanismo religioso y a demonizar la carne y el deseo libidinoso masculino, al que califica de opresor. Lo que antes hacían las beatas, lo hace ahora la nueva ideología. También alguna rama del feminismo abomina en cierto modo de la maternidad, a la que ve como la causa de la desigualdad en las carreras profesionales. Entre los hallazgos que pusieron de relieve la importancia de los conflictos sexuales como causa de las neurosis, Freud observaría en su época que la histeria, mucho más frecuente en mujeres que en hombres, venía asociada a una repugnancia por los genitales del sexo contrario, a su vez ligada al avance de la represión en la pubertad de la mujer y su feminidad. El odio al padre y al varón en general tienen cierta relación con la histeria. En esto se parecen algunas feministas y las histéricas, en que se quieren igualar al hombre en todo, eliminar la complementariedad y, como ello resulta imposible, alimentan un odio profundo a su modelo inalcanzable. El grito furioso de cierto tipo de movimientos de esta ideología por las calles guarda también cierta similitud con la explosión de carácter histérico. Es por ello que algunos autores[10] han especulado sobre una posible relación psicológica entre el feminismo y la histeria.

Son pues tres las motivaciones fundamentales del feminismo, según lo que hemos visto en los anteriores párrafos: 1) la conquista para la mujer de un mayor terreno en el ámbito laboral; 2) el reconocimiento histórico de las mujeres; 3) liberar a las mujeres del estereotipo de compañera sexual como “descanso del guerrero” o paridora, para obtener reconocimiento de su propia identidad per se. No tiene interés aquí dar los nombres de las muchas y muy ilustres figuras que ha dado el feminismo. A mi modo de ver, esta filosofía de la vida no es producto de un pensamiento original en unas pocas mentes, sino que recoge un sentir general producido por la dinámica social de una época. Es el feminismo un fenómeno digno de estudio por psicólogos, sociólogos o antropólogos, dado que refleja la reacción del ser humano ante unas circunstancias. Toda filosofía es fruto de su época, lo son el racionalismo, el empirismo o el socialismo, mas hay parte de abstracción intelectual y parte de motivación circunstancial en todos ellos. En el caso del feminismo cabe menos hablar del desarrollo intelectual basado en abstracciones filosóficas, y sí cabe más ver la pulsión irracional instintiva. Se puede ver una lucha por el poder y una exacerbación a escala social del instinto de dominio del varón para fines domésticos, como describían Nietzsche, Schopenhauer, Spengler, Rousseau, Wilde o Vilar en las citas que he dado algunos párrafos más arriba, al tiempo que se desvela en corrientes extremas del feminismo una aversión a lo masculino que bien puede ser descrita por alguna de las teorías de Freud antes mencionadas.

Feminismo como síntoma de épocas de paz

Como señalaba anteriormente, el feminismo aparece en épocas de paz y seguridad y se vuelve casi inexistente en épocas de grandes conflictos bélicos o inseguridad para los ciudadanos. Los primeros movimientos feministas, de reclamación de derechos y de emancipación sexual arrancan en el mundo occidental en el último cuarto del siglo XIX hasta antes de la Primera Guerra Mundial. Era ésta una época de gran prosperidad económica, de desarrollo de los países industrializados en Europa, y de relativa paz social tras las guerras y revoluciones que asolaron el viejo continente en la primera mitad del s. XIX. La guerra franco-prusiana de 1870-1871 es el último gran conflicto europeo del siglo, y se darían pues más de 40 años de relativa paz en la Europa continental. España tuvo su década negra por las guerras en las colonias de Cuba y Filipinas, pero tampoco contaba demasiado entre los movimientos de reivindicación feminista. El Reino Unido gozaba de una época gloriosa con el reinado en 1837-1901 de la reina Victoria I. Estados Unidos emergía como una gran potencia y se alejaba de los tiempos de conflictos internos con las poblaciones indígenas, quedando sus pugnas de poder emplazadas fuera del territorio del vasto país. En este ambiente de paz y prosperidad es fácil adivinar la idea que muchas mujeres debieron de tener sobre su participación en la sociedad, como diciendo “ya los hombres no nos sirven para protegernos, que se aparten pues y que nos dejen sus lugares en la sociedad”. No obstante, los primeros movimientos reivindicativos lucharían primeramente por derechos básicos, fundamentalmente el derecho a voto de las mujeres. Una vez fueron evidentes los progresos en bienestar y paz social asociados a las democracias, aunque a precio de la decadencia de occidente que vislumbraría Spengler en su obra homónima, parecían justas las exigencias de las sufragistas: “si cualquier hombre patán puede ejercer su voto para decidir el destino de las naciones, ¿por qué no ha de ejercer ese voto el vulgo femenino también?”. Más sensato hubiera sido quizá quitar el voto a todo ciudadano que no estuviese formado en el pensamiento político y dejarlo restringido para una minoría, pero, puestos a dar el voto a toda la población masculina adulta, tiene todo el sentido darlo también a toda la población femenina adulta.

En los periodos de las dos guerras mundiales y entreguerras, la lucha feminista continuó, aunque se atenuó enormemente. Su resurgir y sus momentos más pujantes se darían en la segunda mitad del s. XX y en el presente siglo, en esa gran época de paz que todavía estamos disfrutando. Se suele mencionar la obra El segundo sexo de Simone de Beauvoir de 1949 como pistoletazo de salida para todo el gran movimiento feminista que iría creciendo progresivamente hasta nuestros días. En Estados Unidos, sería más bien a partir de los años 60 cuando cogería fuerza el feminismo, una vez dejados atrás los mayores temores de un gran conflicto en plena guerra fría. En España, alejada de los escenarios bélicos en los comienzos del s. XX, destacarían algunos movimientos feministas, con figuras como la de Clara Campoamor en la época de la Segunda República en los años 30, pero caerían con la Guerra Civil para luego volver a resurgir con la llegada de la democracia.

Cambios en las sociedades moldeados por el feminismo

Una vez reconocidos los derechos a voto de las mujeres en el sufragio universal, una vez incorporada la mujer en masa al mundo laboral, una vez aceptada ampliamente su participación en el mundo de la cultura, en las ciencias, en las artes, en el deporte, en la vida militar en tiempos de paz, etc. el feminismo no cesa en su lucha y aun se hace más insistente en la misma, crecida como se encuentra su ansia de poder. Y es que yerran quienes creen que el feminismo ha sido una lucha por la igualdad y los derechos fundamentales de un colectivo oprimido. No, más bien ha sido y es una lucha por el poder y por el reconocimiento, la tiranía de los débiles—que dijera Wilde—; ha sido y es una expresión del resentimiento de un pequeño conjunto de mujeres hacia lo masculino, mezcla de odio y de envidia, en un momento histórico de amplios cambios sociales y en los que por el espacio de algunas generaciones han sentido esas mujeres que tenían que cambiar de discurso para poder gozar de más altos beneficios que el hombre. El feminismo no busca la igualdad, busca establecer lo femenino como imperio dominante. Si en otros tiempos el anhelo y el grito de la mujer dominante sobre el hombre fue: “¡sal ahí afuera, al mundo, lucha y tráeme de comer a mí y a mis hijos!” o “¡sal ahí afuera y defiéndeme a mí y a nuestra prole del peligro invasor”, ahora el grito se ha convertido en un “¿cómo te atreves a decirme que me quede en casa mientras tú gozas de los privilegios de este mundo?; reclamo mi lugar ahí afuera, y tú ven a casa a compartir conmigo los trabajos de cambiarle los pañales a los niños que yo deseo tener”.

El juego democrático, ya de por sí corrompido por su propia lógica interna, añade a sus defectos una ampliación de la irracionalidad a escala social. Los partidos políticos que se disputan los votos de la mujer han de apelar a una irracional sobreprotección de la misma y a una especie de narcisismo de grupo por el cual se han de estar nombrando constantemente todas las virtudes de lo femenino al tiempo que se proscribe lo masculino. La sociedad actual se escandaliza por ejemplo por unas cifras de mujeres asesinadas en violencia doméstica que, en algunos casos como en nuestro país, son muy bajas: apenas 2-3 homicidios anuales por cada millón de mujeres. Ojalá no hubiese ninguna víctima, ciertamente, pero, puestos a evaluar la gravedad de una forma de violencia en la sociedad, sí importa comparar estas cifras con las de otras naciones, otras épocas u otras formas de muerte violenta (la primera causa de muerte violenta en España es el suicidio, con unas tasas de defunción alrededor de cien veces superior a las de violencia de género). Pero no importa cuán bajas sean tales cifras, porque siempre serán altas para quien sostiene el estandarte victimista. De hecho, no importan las estadísticas, en las cuales cualquier número diferente de cero ya resulta escandaloso, no importa el análisis de las razones de la violencia, y lo que penetra más por los sentidos es esa irracionalidad y ese nerviosismo social por los cuales necesitan sentir algunas mujeres que se las está protegiendo desmedidamente y que con son un tema central del orden de una sociedad. Unas pocas imágenes lacrimógenas en los medios de comunicación y un discurso de condena permanente de la barbarie machista general en nuestra sociedad completan lo necesario para recoger esos anhelados votos femeninos y de los muchos hombres dominados que les siguen la corriente. Un ejemplo del impacto que el tema de la mujer tiene en la política se ha podido ver por ejemplo con la propuesta en 2015 del partido político Ciudadanos de suprimir la ley integral contra la violencia de género establecida con el gobierno socialista de Zapatero, para acabar con la asimetría penal en la que los hombres tienen mayores penas que las mujeres por el mismo delito, proponiendo equiparar los hombres a las mujeres en dicha ley. El resultado fue que, en apenas una semana, cayeron un 25% las intenciones de voto a tal partido en las encuestas.{11} Actualmente, estos y otros mercenarios del voto con nombre de partidos democráticos se han unido al redil del consenso y han abandonado la propuesta igualitaria.{12}

El feminismo ha influido enormemente en la moral sexual de nuestros tiempos. Las pulsiones represivas anidan en el inconsciente femenino y se amplifican socialmente a través de esta nueva ideología substituta de antiguos puritanismos religiosos. El motor que late detrás del llamamiento a la dignidad de la mujer es el mismo que se ha utilizado a lo largo de todo la historia, y la prehistoria presumiblemente: castrar la libertad masculina y canalizarla a fines domésticos, con la consiguiente condena del deseo libidinoso masculino cuando se sale del carril marcado. Ciertas formas de feminismo radical traslucen un odio, un despecho a la virilidad que no se deja someter a los cantos de sirena del amor y busca su satisfacción libremente. Algunos grupos tildan de acoso el galanteo y tratan de imponer castigos penales a actos no violentos. Se condena y se hace escarnio público de quienes intentan obtener favores sexuales desde una posición de poder, mientras que aquellas mujeres que hacen carrera y medran en una empresa a base de seducir a sus jefes no sufren de tal persecución. El ideal de la feminista de pro con tintes puritanos es anular el deseo masculino y que sea la mujer la que decida en qué momento le puede ser útil un macho para sus propios fines. Ciertamente, es reprochable el uso de la violencia o la fuerza para conseguir aparearse, pero pretender censurar el galanteo en ciertos entornos es casi de ciencia ficción. Se llega hasta el absurdo de querer meter a unas pocas mujeres en un ejército en medio de una multitud de soldados jóvenes, solteros y viriles, sin más vida personal que la militar, y esperar que no surja ni siquiera un intento de aproximación sexual, el cual se tacha de acoso. Ya incluso se habla de acoso hasta en las discotecas. Es pedirle peras al olmo, pues está en la naturaleza masculina. Es como soltar un corderillo en una jaula de un león hambriento y esperar que éste lo trate como un compañero. Mientras, la seducción femenina y el uso del cuerpo para vestir como se quiera e insinuarse se proclaman como un libre y respetable derecho a ejercer la sexualidad de la mujer. Que un hombre tenga amantes es vicio, que una mujer tenga amantes es propio de un alma sensible y enamoradiza cuando su patán marido no le presta la suficiente atención. Por otra parte, incluso dentro del mismo matrimonio, si la mujer no desea dar en un momento dado satisfacción sexual a su pareja y quiere someterla a la abstinencia, se considera como violación el intento del hombre de tomarse tal satisfacción. En definitiva, se reivindica como derecho fundamental la canalización del deseo masculino a los fines femeninos.

En el ámbito laboral hay a día de hoy una muy amplia participación femenina. Sin embargo, persiste un malestar entre las feministas por las desigualdades salariales y porque las mujeres no consiguen llegar a los puestos más altos en la misma proporción que los hombres: los llamados techos de cristal. Las razones para ello son más o menos claras y están relacionadas con una mayor desviación por parte de las mujeres hacia actividades de la vida familiar antes que de la vida profesional, lo que trae como consecuencia{13} que: 1) las mujeres trabajen menos horas fuera de casa; 2) las mujeres trabajen en sectores menos pagados (siendo mayoría en ocupaciones elementales y servicios y siendo minoría como operarios o trabajos cualificados del sector primario); 3) los hombres reciban más complementos salariales debido a que ascienden en una empresa más rápidamente. Ese malestar conlleva una mayor pujanza hacia desequilibrios igualitarios, donde las ideas de igualdad de derechos y oportunidades se substituyen por los lemas de sistemas de cuotas obligatorios o discriminaciones positivas, al tiempo que se amplía la desestructuración de las relaciones interpersonales, se reduce la natalidad o se eliminan otros aspectos del concepto clásico de familia, en pos de una sociedad competitiva en la que los nuevos dioses son el dinero, el trabajo, el éxito social, tanto para hombres como para mujeres. Las feministas se preocupan por la desigualdad, pero mirando siempre hacia arriba y aspirando a tener mayores privilegios; ninguna reclama la igualdad entre los que están en la parte inferior del escalafón social: hay un 80% de hombres entre los indigentes, hay más de un 90% de hombres entre los siniestros laborales por ocupar éstos los puestos más peligrosos, y ninguna feminista reclama un sistema de cuotas por el que se fuerce a que las mujeres sean también un 50% en estas estadísticas.

El mundo de la cultura está hoy compuesto por hombres y mujeres con mayor o menor presencia en todas las áreas. Actualmente salen más mujeres tituladas de las universidades que hombres, a nivel nacional y a nivel mundial. Sin embargo, el movimiento feminista sigue empeñado en ver acciones del mundo de la cultura que van contra la mujer. Ello proviene por un lado de los llamados techos de cristal referidos en el anterior párrafo, pero también en buena medida de la frustración que produce en la mujer encontrarse con que los de su sexo han sido personajes de segundo orden en los libros de texto. El mensaje que se trasluce en las quejas de muchas feministas dentro del ámbito cultural es algo así como: “Sí, bien, cuando quisimos entrar en vuestras academias, nos dejasteis entrar, no sin cierto recelo, pero, ahora que estamos dentro, queremos además que los libros de texto nos digan lo grandes que han sido las mujeres en la construcción de la cultura”. El problema es difícil de resolver porque la Historia es irreversible y no se puede cambiar lo que evidentemente ha sido una realidad durante muchos siglos: que casi toda la cultura está hecha por hombres. No obstante, en este narcisismo de género que acompaña al programa ideológico feminista con tintes revisionistas, no son pocos los intentos de reescribir la Historia. Resulta chocante, sí, que se rescaten figuras femeninas intrascendentes y se las eleve al olimpo de los grandes creadores sólo por dar una imagen ilusoria que satisfaga a su infantil público. Así, por ejemplo, me cuenta un biólogo sobre su experiencia docente: “Hace cuatro o cinco años, el decanato decidió encargar un mural con los ocho personajes más importantes de la Historia de la Biología, para la entrada de la Facultad de Biología. Ocho porque los artistas dijeron que un número mayor no quedaría muy bien. Se creó una comisión, de la que yo formé parte, para decidir mediante criterios técnicos e históricos los nombres de los ocho científicos. Teniendo en cuenta cuál ha sido la Historia de la Biología, no había ninguna mujer y el mural fue pintado con los ocho personajes propuestos por la comisión. Tras terribles presiones, especialmente de la Unidad de Igualdad de Género de la Universidad de La Laguna, y me temo que también del Rectorado, se decidió eliminar a uno de los ocho y sustituirlo por una mujer que, en el mejor de los casos, hubiera ocupado una posición alrededor de la 40 en importancia en la Historia de la Biología. El borrado, como en los tiempos de la Unión Soviética, fue un don nadie en la Historia de la Biología: Linneo. Me consta que esta barbaridad desde el punto de vista académico se va vendiendo por los institutos de bachillerato como un gran éxito del poder feminista”. No es éste un hecho aislado. De hecho, la distorsión de la cultura llega a extremos aberrantes en algunas naciones líderes en la lucha feminista, como Suecia, donde ya se obliga al profesorado universitario a introducir un sistema de cuotas por el cual más de un 40% de los nombres mencionados en cursos académicos referidos a hechos históricos del desarrollo de algunas áreas culturales deben ser mujeres.{14} Sí hay figuras femeninas relevantes en el mundo de la cultura, pero no son la mitad ni de lejos se mueven en ese orden de magnitud, y empeñarse en aumentar la cantidad de mujeres históricamente importantes lo único que consigue es lastrar la calidad media de sus representantes, dando una impresión global que en nada beneficia a la imagen de la mujer.

Otro aspecto a destacar en la nueva sociedad regida por una feministocracia es la persecución ideológica. Históricamente, la mayor persecución ideológica de la Historia moderna se ha producido por motivos religiosos, donde las grandes religiones monoteístas defendieron su supervivencia a base de forzar a sus oponentes a abandonar sus herejías o aniquilar a quien no cedía. Dentro de los muchos crímenes, se han hecho tristemente conocidas las diversas “cazas de brujas”, más comunes en los países de religión cristiana protestante, que condenaron a mujeres sospechosas de pactos con el diablo. Ecos de la represión ideológica se han hecho notables también en la década de 1950 en los Estados Unidos con la vergonzosa persecución a las comunistas impulsada por el senador McCarthy y que sería también conocida como una “caza de brujas”. Hoy ese tipo de cacería tiene nuevas víctimas y nuevos verdugos: las brujas se han cambiado al bando de los verdugos{15} dentro de los social justice warriors,y las víctimas son todo aquel que se oponga al avance desmesurado con pretensiones de poder omnímodo de la ideología de género. Tal represión se mueve no sólo a nivel político, sino también a nivel académico y científico.{16} No obstante, no hay aquí hoguera para los culpables, sólo condena al ostracismo, destierro del mundo laboral y cultural.

Conclusiones

La deriva que ha ido tomando el movimiento feminista en las últimas décadas deja entrever las motivaciones psicológicas y sociológicas que lo originaron. Si bien sus inicios se restringieron a una mera reivindicación de igualdad de derechos entre hombres y mujeres, las últimas etapas han mostrado la emergencia de algunas características propias de una lucha de poder por el dominio de la mujer en áreas que anteriormente no eran de su interés, una crisis de identidad sexual en la mujer occidental, una crisis de valores en la estructura orgánica de las familias y un nuevo brote de represión sexual y puritanismo, que cíclicamente aparece y desaparece en nuestras sociedades. Eros y civilización se oponen, como decía Marcuse en su obra homónima o anteriormente Freud en El malestar en la cultura. El malestar en este caso proviene de la conciencia histórica de los roles de cada sexo y un darse cuenta de que, lo que en otros tiempos suponía una ventaja, hoy supone una desventaja en cuanto a calidad de vida.

¿Debemos pues entender que la lucha feminista es injusta? En absoluto. No entro a valorar lo que en justicia es reclamable o no. Tampoco es de cuestionar aquí la existencia de estos movimientos y las cosas positivas que ha aportado a este mundo el feminismo, tanto a hombres como mujeres. Creo, sí, que ha habido ciertas reivindicaciones necesarias si queremos mantener una sociedad sin seres de primera y de segunda clase. No obstante, son de advertir los excesos a los que se han llegado en nombre de tal movimiento, y no sobra traer a colación un recordatorio de que “el que no llora no mama, y está claro cuál de los dos sexos llora más”.{17} No sufre más quien más llora, y no es deber moral de un padre alimentar más al hijo que más llora. La justicia debe basarse en criterios objetivos más allá del sentimentalismo ante representaciones victimistas. Cuando un grupo humano reclama nuevos privilegios sin renunciar a los que siempre ha tenido, hay que poner en la balanza todos los argumentos. No sobra pues mostrar, como aquí se ha hecho, que la manipulación de la Historia que pretenden los grupos feministas no es la única versión de los hechos y se pueden ver las cosas de otra manera, sin que ello pretenda tampoco establecerse como una nueva verdad absoluta, sino como una forma más de ver las cosas, a tener en cuenta dentro de una sana discusión de conceptos en una sociedad plural.

No sobra tampoco decir que hombres y mujeres no son dos grupos separados dentro de una sociedad, son compañeros en la misma empresa de la civilización, y a ambos corresponde construir la misma unidos antes que enfrentados, luchando juntos en vez de compitiendo en una guerra de los sexos. Si bien el modelo de familia monógama vitalicia y el reparto de labores tradicional, con el hombre trabajando fuera del hogar y la mujer en el hogar, está obsoleto y ha necesitado una revisión acorde a los nuevos tiempos de métodos anticonceptivos (el verdadero agente que ha liberado a la mujer, y al hombre, de grandes esclavitudes involuntarias), de mecanización de los trabajos, y de un alto porcentaje de clase media urbana; si bien algunos cambios impulsados por el feminismo han sido justos y necesarios; no por ello debe juzgarse la Historia de la humanidad con la nueva mentalidad y los nuevos recursos. En su mayor parte, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos, nuestros tatarabuelos,… no eran unos machistas que se aprovechaban de la debilidad de la mujer oprimiéndola y relegándola a labores ingratas. No, bien al contrario: en general, los hombres que han amado a sus esposas y a sus hijas han deseado lo mejor para ellas. Pero las circunstancias de cada época requieren soluciones diferentes, y tan beneficioso y necesario ha sido el modelo social de antaño para el sostenimiento de desarrollos pretéritos de nuestra civilización como ahora se ha hecho necesario revisarlo.

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{1} En: Moreno Claros, L. F. (Ed.), 2016, Conversaciones con Arthur Schopenhauer. Testimonios sobre la vida y obra del filósofo pesimista, El Acantilado, Barcelona.

{2} Un joven filósofo español fue encargado por una editorial de revisar y censurar mi libro Voluntad, porque tenía según él algunos párrafos que resultaban ofensivos a la mujer. Yo le repliqué que mi línea de pensamiento sigue una tradición ampliamente extendida en el mundo de la filosofía, y puse como ejemplo a Schopenhauer. Él me contestó que las visiones sobre la mujer de este filósofo están superadas. Ahora, este joven filósofo es el director-fundador de la revista Schopenhaueriana de la Sociedad de Estudios en Español sobre Schopenhauer.

{3} Por ejemplo: el antropólogo y sociólogo suizo Johann Jakob Bachofen en su Derecho materno; el antropólogo británico John Ferguson MacLennan en su Estudios de Historia Antigua; el antropólogo estadounidense Lewis Henry Morgan en su La sociedad primitiva; el filósofo alemán Friedrich Engels, uno de los padres del comunismo, en su El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado; el pensador argentino José Ingenieros en su Tratado del amor, obra póstuma compuesta tras su muerte a partir de la recopilación de varios artículos suyos sobre la materia.

{4} Un análisis histórico más amplio de por qué la mujer ha sido el sexo privilegiado incluso desde los tiempos de la antigua civilización egipcia se da en la obra The Privileged Sex (2013) de Martin van Creveld.

{5} Letra y música de Juan Felipe López Márquez, del grupo musical “Coz”.

{6} Luque, I. 2017, “La siniestralidad laboral es una plaga: un muerto cada 15 horas”.

{7} Que las mujeres dejen carreras de ciencia e ingeniería para pasar a otras ocupaciones es 2,8 veces más frecuente que en los hombres y 13 veces más probable que salgan del mercado laboral por completo (Pinker, S. 2009, La paradoja sexual: de mujeres, hombres y la verdadera frontera de género, Paidós, Barcelona).

{8} Estudios realizados en Reino Unido muestran que a lo largo de la segunda mitad del s. XX, a pesar de la introducción en los hogares de diver­sos electrodomésticos que se supone que ahorran tiempo, el promedio de horas de trabajo que se dedican a las labores domésticas apenas ha variado (Fuente: Giddens, A., 2006, Sociology (5ª. ed.), Polity Press, Cambridge [Reino Unido]).

{9} Ver, por ejemplo: Rebollo Sánchez, F., 2012, “El movimiento romántico: revolución-conciencia histórica y nuevo sentido de la ciencia”.

{10} Ver, por ejemplo: Moa, P., 2017, “El feminismo como histeria misógina”.

{11} Gil, A. 2016, “Rivera reconoce que la polémica por la violencia machista lastró la campaña de Ciudadanos”.

{12} Ruiz, E. 2017, “No son mujeres muertas, son mujeres asesinadas por violencia machista y no queremos ni una más”.

{13} López Corredoira, M., 2017, “Ciencia y proselitismo de género. Reseña de: Investigación y Ciencia, 494 (noviembre 2017), número monográfico “Sexo, género y ciencia”.

{14} Arpi, I. 2017, “Academic Freedom Under Threat in Sweden”.

{15} Cabrera, E. 2013, “Feministas y brujas”.

{16} López Corredoira, M. 2017, “Feminismo en la ciencia. ¿hacia un nueva caza de brujas?”

{17} López Corredoira, M. 2015, Voluntad. La fuerza heroica que arrastra la vida, Áltera, Madrid, secc. 5.3.

El Catoblepas

© 2018 nodulo.org

Fuente: http://www.nodulo.org/ec/2018/n182p03.htm

23 de mayo de 2018.   ESPAÑA



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Una respuesta a "Una visión alternativa sobre la historia de la mujer occidental y el feminismo"

  1. Sugerencias para leer; Episodios Nacionales, La Biblia, Libros de Criminología. La Historia de la ONU.
    Historia de la vida privada, Historia de las mujeres en Occidente, Historia de las mujeres en África.
    Las guerreras del mundo antiguo: las amazonas.
    Libros, para pensar y para deducir que la industria del cine, la televisión, se está quedando muy pequeña.
    Muchas más historias, muchos papeles para actores, actrices.
    Igual alguien se ofende, quien sabe.

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