La tragedia griega: espejo y espejismo

Para poder conservar la fe en nosotros… la naturaleza nos ha hecho opacos
a nosotros mismos, sujetos a una ceguera que genera el mundo y lo gobierna.
Si lleváramos a cabo una investigación exhaustiva de nosotros mismos, el
asco nos paralizaría y condenaría a una existencia sin provecho.

E. M. Cioran
La noción de lo trágico está lejos de haber sido suficientemente
abordada, menos aún esclarecida. Nicola Abbagnano escribe, en su
Diccionario de filosofía que “El concepto de trágico es discutido a
veces por los filósofos, no sólo en relación con una forma particular de
arte que es la tragedia, sino también en relación con la vida humana en
general o con la escena del mundo”. Entendida como arte, la tragedia es,
según Aristóteles, la imitación de una acción que, por medio de ella y
no tan sólo de la narración, conduce a los espectadores a través de la
compasión y el temor, a la purificación de esas mismas pasiones. Desde
esta perspectiva y siguiendo con el autor de la Poética, la tragedia es la
organización de un espectáculo en donde, a través de una puesta en
escena, no sólo se pregonan el éxito y el fracaso humanos sino que se
reitera lo efímero de la felicidad y la desdicha como una cualidad
consustancial a los seres humanos. Su propósito: purgar el alma humana,
corregir las propias pasiones.

 Eduardo Nicol ha dicho que lo trágico no existía antes de la tragedia
griega. Que lo había antes era el infortunio. Por su parte, Abbagnano
afirma que son tres las principales interpretaciones que sobre la tragedia
predominan: 1) la de Hegel, quien concibe lo trágico como un conflicto que
se resuelve continua y permanentemente en aras de un orden de la totalidad,
de una armonía absoluta; 2) la de Schopenhauer, quien mira la tragedia en
la representación de la vida misma y que se hace evidente a través del
terror, del dolor, de la perfidia y del azar; y 3) la de Schiller, que ve en
lo trágico una manifestación de la poesía sentimental. Ya sea entendida
dialécticamente como desavenencia y entendimiento eternos; ya como drama o
destino, como función o como fiesta; incluso como literatura, es decir,
como mera expresión del pensamiento y sentimiento humanos, la tragedia fue
vista de otra forma por Friedrich Nietzsche, quien afirmó que los griegos
no sólo conocieron los horrores y espantos de la existencia sino que
tuvieron necesidad, para hacer la vida digna de ser vivida, de transformar
aquéllos en júbilo y en arte.

Trans-formar es una acción que implica cambio, modificación de la forma.
Trans-formar es alter-ar; y alterar es trastornar el estado o el desarrollo
de algo, pero también aturdir e irritar. Nietzsche parece no equivocarse.

Cuando uno lee, por ejemplo a Esquilo, uno mira a los dioses y a los hombres
y los encuentra tan familiares y tan próximos que termina por re-conocerse
en ellos. Y es que la literatura, cualquiera que sea, tiene ese extraño
poder de ponernos frente a otros que terminan por ser nosotros mismos. La
literatura encierra un abanico de posibilidades del ser que somos; y se
convierte, mal que nos pese, en espejo en el cual vemos reflejada nuestra
existencia.

Ante el espejo uno puede llevar a cabo una operación que, por lo demás,
resulta imposible: mirarnos desde fuera. Ante el espejo se asumen los
defectos, se advierten las imperfecciones, se enaltecen los atributos, se
ensalza la belleza, pero también se maquilla un rostro. Ante el espejo el
rostro puede tener mil caras. No sólo puede alterarse su fisonomía
llegando a construir una imagen distinta o hasta opuesta a la original, sino
que ante esa realidad que nos disgusta, bien podemos crear otra. Eso
hicieron los griegos. Quizá por ello Robert Graves califica ese pueblo de
“listo, pendenciero y divertido”.

Pero la tragedia griega no sólo es speculum también es spectaculum.
Gracias a ella, pudieron los griegos contemplarse y escenificar la vehemente
y patética condición humana. La puesta en escena de lo terrible le
permitió a este pueblo especular; esto es, observar y pensar con
detenimiento cómo trocar la desgracia en gracia, la adversidad y el
disfavor en don y encanto.

Nietzsche asegura que el arte permitió tal transfiguración. En este
sentido, los griegos fueron unos extraordinarios malabaristas de la
realidad, verdaderos magos que, engañándonos y engañándose a sí mismos
para hacer soportable su existencia, hicieron aparecer de su sombrero un
mundo ordenado, reglamentado, perfectamente delineado por la razón y el
deber; un mundo que vive paralelo a otro, que es y se caracteriza por su
hostilidad y bajeza. Ambos mundos viven como hermanos siameses, uno ligado
al otro, unidos por alguna parte irremediablemente. Viviendo uno a expensas
del otro, maniatados, acompañados aun a su pesar, estos mundos están
condenados a una vida que sólo tiene sentido en razón de otra. Una vida
que roba a otra lo suyo para sobrevivir.

Esta realidad malograda; este adefesio que es mitad cordura mitad delirio,
sólo pudo nacer con los griegos. Fueron ellos quienes se detuvieron frente
al espejo y quienes al estar in speculis esse, en observación, a la
expectativa, pudieron examinar con detenimiento, avizorar con cuidado, lo
horrendo que subyace en toda condición humana. Así, al explorarse, los
griegos no se conformaron con mirar sino que se empeñaron en negarse en
aras de algo que deseaban ser. Las tragedias griegas, entonces, no son sólo
la puesta en escena de la fragilidad humana sino la evidencia más notable
de una fuerza que pudo convertir el llanto en risa y el ocio en negocio.

Entre los griegos pervivió esa indecible manera de apetecer lo aborrecible,
de anhelar lo infausto, de procurar lo abominable. Fueron ellos, mejor que
nadie, quienes con-jugaron el horror y el espanto con la función y con la
fiesta. Y quienes convirtieron, con una fuerza persuasiva envidiable, el
espejo en espejismo, la realidad en quimera, la pesadilla en sueño.

Nietzsche afirma en El origen de la tragedia que “[…] esos dos instintos
tan diferentes marchan uno al lado de otro, casi siempre en abierta
discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar a luz frutos nuevos y
cada vez más vigorosos”. Pero, ¿qué hay de deleitable en la historia
que narra un parricidio? ¿Qué de elegante tiene el relato de una mujer que
mata a su marido y ha de morir a manos de su hijo? ¿Qué de bello tiene el
cuento del hijo criminal que se descubrió solo, desamparado ante un destino
que, pese a ser suyo, no le pertenece? ¿Qué de excitante tiene la
descripción de la sangre, de las muertes, del martirio reiterado, del
fracaso repetido de los hombres por cambiar su sino? ¿Qué de gustoso nace
del suplicio?

Los griegos, dice el autor de El anticristo, tuvieron la “voluntad” de
transfigurar el sufrimiento en talento para asumirlo. Con ellos nace esa
capacidad para soportar lo insoportable; esa extraña pericia para
con-fundir el dolor con el gozo. Confundir es fundir; mezclar cosas
distintas hasta hacerlas inseparables; es también no ver el fondo de las
cosas; estar contrariados o, peor aún, aturdidos. La tragedia tuvo ese
efecto entre los griegos. Los griegos fueron aturdidos a tal grado que ese
espectáculo de horror y de espanto pudieron verlo como una expresión de
algo tan propio, tan íntimo y a la vez tan extraño, que fue posible
entender una cosa por otra y mudar todo aquello en festín y divertimiento.

Recordemos precisamente que un espejismo es una percepción engañosa, una
ilusión. Así, la cólera de Zeus, sus infidelidades, su violencia, su
pasión justiciera; o la furia de Hera y sus celos desenfrenados; la condena
de los átridas, amos y esclavos de un destino marcado; Casandra y su locura
–esa peculiar condición que le permitió escapar de un mundo
desquiciado–; la venganza de Clitemnestra por su honor pisoteado, por la
hija perdida en aras de unos vientos que aún hoy nos sacuden. Estas y otras
historias marcadas por la sangre, regadas con ella y por ella crecidas, se
apoderaron de los griegos quienes, entusiasmados, aprendieron a extasiarse,
a perderse a sí mismos.

Y es que confundir es también olvidar. Y los griegos, pese a su
inteligencia; o mejor dicho, gracias a ella, fueron capaces, gracias al
teatro, de olvidarse incluso de ellos mismos. Sólo por un efecto de
embriaguez pudieron suscitar placer a través del dolor. Sólo ebrios y
extasiados pudieron brindar por una vida que se desmoronaba ante sus ojos,
por una existencia que paulatinamente se despedazaba.

La embriaguez permutó el sollozo en aplausos; y con vino aprendieron los
griegos a olvidar el quebranto. ¿Qué bebedizo mágico tenían en su cuerpo
esos hombres altaneros para gozar la vida de tal modo?, se preguntaba
Nietzsche. ¿Por qué brindar por una estirpe miserable? ¿Por qué confiar
en el azar? ¿Por qué no renunciar ante la fatiga?

La genialidad de aquel pueblo consistió en encubrir todos esos horrores, en
sustraerlos hasta el grado de imaginar que es una bendición toda desdicha.
“Aquel pueblo tan excitable en sus sentimientos, tan impetuoso en sus
deseos, tan excepcionalmente capacitado para el sufrimiento, ¿de qué otro
modo habría podido soportar la existencia, si en sus dioses ésta no se le
hubiera mostrado circundada de una aureola superior?”.

Si entiendo bien, Nietzsche ha sugerido que la sabiduría griega tuvo que
ver con un poderoso proceso de inversión; esto es, con una no-versión de
las cosas, con una negación que encerraba, en el fondo mismo de su
intención, el deseo de afirmar una versión nueva. Vertere es girar,
cambiar de dirección, dar un rumbo distinto a las cosas. Invirtiendo el
dolor en placer y el lamento en plegaria, los griegos pudieron torcer la
interpretación de la realidad y desviar nuestra atención en aras de una
vida menos catastrófica y sangrienta, menos espantosa y molesta. Y es que
resulta curioso que la literatura griega haya nacido precisamente
describiendo la horrorosa profundidad de su mundo. La Ilíada es, lo
sabemos, la historia de una guerra donde resuena el lamento, donde brota la
sangre, donde florece la traición y se evidencian tanto la ambición y
rapacidad humanas como el equívoco, la fugacidad de la vida y la lucha por
la trascendencia y la inmortalidad. La Odisea, por su parte, es en el fondo,
la travesía de un hombre que lucha contra su destino y que anhela el
regreso no sólo a su patria sino a sí mismo. Es la historia de un hombre
perdido, las peripecias por las que pasa un ser extraviado. Sin embargo,
como asegura Eduardo Nicol, si bien fue la guerra la primera realidad de la
que se ocupó la poesía, lo hizo para “redimir el horror”.

No obstante el problema que veo radica no en la capacidad de los griegos
para imaginar un mundo distinto al que tenían, sino en no poder re-conocer,
a la postre, el verdadero mundo. En este sentido, quizá valga la pena
preguntar: ¿los griegos construyeron historias o fueron construidos por
ellas? ¿Fueron quienes se imaginaron?

Vuelvo al proceso de inversión. ¿No es esta más bien una operación
mercantil antes que intelectual? Invertir es emplear una cantidad en un
negocio que ha de rendir ciertos beneficios. ¿No se invierte en virtud de
una ganancia? Los griegos, pienso, invirtieron todo su empeño para
sustituir por bienes sus males. Quizá fueron ellos quienes inauguraron un
régimen, esto es, una manera de regular nuestro proceder, un modo de vivir.

Consiento, entonces, en decir que nadie mejor que ellos para luchar
incansablemente por hacer rentable la vida. Así, el hombre griego,
conocedor de su miseria, se aprestó a comprarse una apariencia y apostó
todo a favor de ella. De esta manera, si la literatura griega ha redimido el
horror, como afirma Nicol, no sólo lo ha hecho para poner fin a una
difícil situación sino también para librar al hombre de su empeño y de
la convicción de que todo está perdido.

Cabe recordar que el mismo Nietzsche recupera las inscripciones en el Templo
de Apolo: “Conócete a ti mismo” y “no demasiado”; y lo hace
justamente para decirnos que hay, en nosotros, una conjugación de la
belleza con la atrocidad. Conjugar, afirma José Blanco Regueira,

[…] se dice ordinariamente de un verbo y, por ende, de ciertas
conjunciones pensadas por la gramática en virtud de ciertos ejercicios
sintácticos indispensables para la buena marcha del lenguaje. Pero
conjugar, en relación con el tema que nos ocupa, parece cosa distinta.
Conjugar es jugar con, evidencia etimológica que insulsa. Pero, ¿con qué
juega el pensamiento cuando se torna conjugable? Conjugar implica para
nosotros, los desgraciados, una suerte de transacción, un dispositivo de
negociación, un comercio. Del con-jugar ya sólo nos es propia una versión
mercantil, algo así como un juego de apuestas similar al que recurrió
Pascal.

 De esta forma, fueron los griegos quienes maquinaron una realidad en la que
dos polos antagónicos, opuestos, cerraron un trato haciéndose mutuas
concesiones. En este sentido, la visión de Schopenhauer de la tragedia como
catástrofe y desprendimiento de la voluntad de vivir; como encarnación
misma del aspecto más aterrador de la vida que da cuenta de un espectáculo
que funde la miseria humana, el reinado del error, el azar, el triunfo de
los malvados y la pérdida, se liga con la de Nietzsche, para quien es
preciso entablar un acuerdo con lo catastrófico, fundar un pacto entre lo
dionisíaco y lo apolíneo; entre la embriaguez y el estado de alerta, entre
la crueldad y la benevolencia, entre el caos y el orden.

Si mi lectura es correcta, las lecciones que se desprenden de la tragedia
griega tienen que ver con aprender a vivir de otra manera, es decir, con
aprender a lidiar con lo sobrehumano, con soportar una divina pugna que el
hombre enfrenta con lo irremediable. Y es que, como dice Blanco Regueira,

“Si algo hemos de agradecerle a los dioses es que se hayan dignado a
reírse de nosotros, a estallar en carcajadas a propósito de la hilarante
tragedia que somos”.

Obras consultadas

1. ABBAGNANO, Nicola, Diccionario de filosofía, FCE, México, 1207 pp.
[Trad. Alfredo N. Galletti]
2. ARISTÓTELES, Poética, Monte Ávila Editores Latinoamericanos, 3ª ed.,
Venezuela, 1998, 117 pp. [Trad. Ángel J. Cappelletti]
3. BEISTÁIN, Helena, Diccionario de retórica y poética, Porrúa, México,
2004, 520 pp.
4. BLANCO Regueira, José, La lidia del pensamiento en La Jornada Semanal,
Suplemento Cultura de La Jornada, México, domingo 2 de noviembre de 2008,
número 713.
5. BOWRA, C. M., Historia de la literatura griega, FCE, Breviarios 1,
México, 2005, 216 pp. [Trad. Alfonso Reyes]
6. ESQUILO, Tragedias, Gredos, Biblioteca Básica Gredos 4, Madrid, 2000,
313 pp. [Traducción y notas de Bernardo Perea Morales]
7. GONZÁLEZ, Juliana, El ethos, destino del hombre, FCE/UNAM, México,
2007, 165 pp.
8. GRAVES, Robert, Dioses y héroes de la antigua Grecia, Millenium, Col.
100 joyas del Millenium 38, Madrid, 1999, 119 pp. [Trad. Carles Serrat]
9. NICOL, Eduardo, Formas de hablar sublimes. Poesía y filosofía, UNAM,
México, 1990, 184 pp.
10. NIETZSCHE, Friedrich, El nacimiento de la tragedia o Grecia y el
pesimismo, Alianza, Madrid, 2007. [Introducción, traducción y notas de
Andrés Sánchez Pascual]
Fuente: Germán Iván Martínez

MEXICO. 24 de marzo de 2011



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