Los demonios del hombre autonomo y la hybris prometeica – a parte rei

De la ideología racionalista, totalitaria y antirreligiosa que subyace en la evolución del hombre autónomo configurado tras la Revolución francesa, cuyo cenit se alcanza en pleno siglo XX con los campos de exterminio, la ingeniería social y la deshumanización del hombre.
«Un hombre, una célula; un conjunto de células, una ciudad». Con este título sobrevolando las mentes de los asistentes, dictó en octubre de 1929 Le Corbusier una conferencia en Buenos Aires sobre las nuevas tendencias del urbanismo. Para uno de los mayores teóricos de la arquitectura contemporánea, un hombre no es más que un conjunto de células que, agrupadas a su vez bajo las distintas formas de «hombres», forman las ciudades. Lo que en un principio pudiera parecer grotesco, cómico o trivial se convierte, poco a poco, en el mejor símbolo de un proceso de «deshumanización» que arranca en la Revolución francesa y alcanza su cenit en los campos de exterminio, un proceso que intentaremos desmenuzar a lo largo de estas páginas.

La Revolución francesa y la entronización de los demonios

No pocos autores coinciden en localizar el foco de la «podredumbre general» del s. XX en los hechos que acaecieron en la Francia revolucionaria de Robespierre.1 No obstante, las causas más profundas no las debemos encontrar en los brazos manchados de sangre de ejecutores que, como el mencionado Robespierre, no fueron más que esclavos del papel surcado por la tinta de los grandes hombres de pensamiento que hoy día hemos elevado a los más supremos altares, aquellos que fueron denominados con todos los honores, «Ilustrados».

Si analizamos con mesurado detenimiento a cualquiera de ellos, enseguida la idea que desde pequeños poseemos de estos hombres ilustres comenzará a desvanecerse con una fiera rapidez, pues aun afirmando lo positivo de sus aportaciones, nos daremos cuenta del peligroso fondo que establecen con sus ideas. ¿Quién es, por ejemplo, Rousseau? Pues el paladín de la democracia moderna, de la Voluntad General, el inspirador de los derechos humanos…el padre incluso de la pedagogía, se nos dirá. Es casi bochornoso poner en cuestión dichas soflamas, pues se vienen recitando incluso desde su muerte, cuando once años después su cuerpo fue trasladado al Panteón (precisamente por Robespierre). No obstante, la visión realista de Rousseau dista mucho de la planteada arriba. Como ya han analizado multitud de autores,2 detrás de cada obra del pensador suizo subyace un fondo de intolerancia cruel y despotismo fanático. A la Voluntad General (Volunté Generale) como suma de las voluntades de los hombres se remitirán todos los grandes tiranos y enemigos de la libertad, desde el propio Robespierre a Mao Tse-Tung, pasando por perlas como Stalin o Hitler.

Rousseau, una vez formulada, elevará dicha Volunté Generale al carácter de norma suprema y soberana, inquebrantable, a la que todo el mundo, sin excepción, ha de subordinarse. El problema se origina en la respuesta a dos cuestiones principales: quién determina la voluntad general y qué ha de hacerse si alguien se atreve a no someterse ante ella. Pues bien, el ginebrino, en un alarde de democracia y tolerancia, da la solución a ambos interrogantes. Respecto al primero:

Mientras más armonía exista en las asambleas, es decir, mientras más se acerquen las opiniones a la concordia, más dominará la voluntad general; mientras que los debates largos, las discusiones, el tumulto, anuncian la preponderancia de los intereses particulares y la decadencia del Estado.3

Y sentencia: «en una legislación perfecta la voluntad particular o individual debe ser nula».4 De sus propias palabras se desprende que en el modelo teórico de Rousseau solo hay lugar para una sociedad uniforme, donde las voces disidentes, los particularismos y singularidades no tienen cabida y donde, en definitiva, el individuo queda desintegrado en la suprema «sociedad civil». Todo lo contrario a las más simples normas de la tolerancia democrática. Aún así, el suizo no nos responde quién ha de perfilar esa Volunté, aunque con su desprecio a las masas populares («el pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve») deja bien claro que no han de ser estas, sino los hombres ilustrados como él, pues no se cura en humildad al afirmar tales cosas:

Yo concibo una empresa que jamás tuviera parangón y cuya ejecución no tendrá imitador. Yo quiero mostrarme a mis semejantes como un hombre con toda la verdad de la naturaleza. Y ese hombre seré yo. Yo solo. Siento mi corazón y conozco a los hombres. No estoy hecho como ninguno de los que he visto. Me atrevo a creer no estar hecho como ninguno de los que existen.5

Ahora pasemos a la siguiente cuestión. ¿Qué ocurre si alguien no se somete a esa Voluntad General impuesta de manera vertical? Muy fácil: o se le obliga a doblegarse o, simplemente, se le elimina. Al respecto: «cualquiera que se niegue a obedecer a la Voluntad General será obligado por todo el cuerpo: lo que significa que se le obligará a ser libre», pues «firmemente hay que saber morir si el soberano lo ordena y, si es necesario, se debe dar la razón al soberano contra uno mismo».6

«De aquí arranca el camino que va directamente hacia la guillotina, los tiros en la nuca, el GULAG y las cámaras de gas», afirma Hans Graf Huyn.7 Pero aún se muestra más contundente Rousseau:

El fanatismo, aún siendo sanguinario y cruel, es, sin embargo, una pasión grande y fuerte que eleva el corazón del hombre, que le hace despreciar la muerte, que le da un impulso prodigioso y que sólo debe ser dirigida de la mejor manera posible para extraerle las mejores virtudes.8

González Cortés dice al respecto:

Con esta racionalización de la legalidad; con esta defensa del asesinato del enemigo público; Rousseau caía en el dogmatismo más denso y, al emplear el derecho de guerra para dar muerte al perseguido y vencido, justificó (y puso los cimientos de) la violencia por parte del Estado siendo tristemente un precursor de los errores/horrores del Estado contemporáneo.9

En general, de todos los autores ilustrados se desprende una cierta hybris al mirar por encima del hombro a las «masas», al «pueblo», erigiéndose ellos mismos en sus figuras paternalistas, cuyas aspiraciones van unidas a la de una incipiente burguesía que irá preparando el camino, primero desde los presupuestos teóricos, para su llegada al poder. De hecho, figuras tan claves como Montesquieu no vienen más que a allanar el camino para la nueva clase dirigente. Su concepto de división de poderes deriva de un desprecio absoluto por las formas democráticas, pues solo con un sistema de checks and balances puede desarrollarse la sociedad lejos de la participación directa. El modelo de democracia representativa, que se vale de sí misma gracias a los pesos y contrapesos, es el envoltorio teórico de un nuevo republicanismo muy alejado de lo que comúnmente se entiende por «democrático» y que asentará sus bases en las teorías doctrinarias.10

Una vez asentados en el plano de las ideas estos nuevos horizontes, se pasará a la praxis inmediata gracias a la Revolución de 1789, donde las doctrinas rousseaunianas se aplicarán literalmente y sin margen de piedad. En todas las plazas de Francia se alzarán los cadalsos para eliminar a «cualquiera que se niegue a obedecer a la Voluntad General». Todos aquellos que de manera individual se alcen contra el nuevo régimen, serán eliminados.

No obstante, en el seno de la revolución se planteó lo siguiente: hasta ahora toda disidencia había surgido desde la individualidad, pero ¿qué pasaría si un colectivo, por numeroso que fuera, se opusiera a la ya consagrada Voluntad General? A ello acudió presto para responder el general Turreau, al referirse a la díscola región francesa: «tenemos que convertir La Vendée en un cementerio nacional».11

Al mismo tiempo, junto a los Tribunales de Salvación Pública nació una nueva religión. El 8 de junio de 1793, Robespierre proclamó la «Religión del Ser Supremo». El calendario quedó abolido, al igual que toda resonancia religiosa. La Catedral de Nuestra Señora se «consagrará» a la nueva Diosa: la Razón. Esa Razón en cuyo nombre se matarían los hombres en los dos siglos siguientes. No es de extrañar el lamento de un anciano Rousseau:

No tengo ya en este mundo ni prójimo, ni semejantes, ni hermanos.12

Ante estas convulsiones, las artes todas sin excepción, también cambian. Ya se había anticipado Jacques-Louis David con El juramento de los Horacios. El mundo mira ahora hacia la Antigüedad, muy especialmente hacia Roma, como modelo que ha de seguirse y donde el nuevo hombre que nacerá tras su emancipación del Ancien régime, tendrá que encontrar sus valores. Valores como el patriotismo y el deber de servir al Estado y a la Patria, una vez elevados a los altares de la religión. Y aunque pasará la Revolución francesa, dejará una impronta imborrable en el corazón de la vieja Europa. Las teorías ilustradas, llevadas a la práctica en la propia revolución, tendrían su extensión filosófica, incluso metafísica, en el idealismo alemán. Oigamos a Hegel, por ejemplo, refiriéndose a su peculiar modelo de Estado que nos recuerda, directamente, al totalitarismo platónico:

El Estado no existe por mor de los ciudadanos, antes bien se diría que el primero es el fin y que estos son los instrumentos para él…Al Estado debe el hombre todo lo que es, porque solo dentro de él puede encontrar su esencia. Cuanto hay en el hombre de valioso, cuanto en él puede haber de realidad espiritual, solo gracias al Estado lo posee. […] Lo divino del Estado consiste en la presencia de la Idea sobre la Tierra.13

El hombre pasa a así a ser mero instrumento al servicio de un Estado sacralizado y omnipotente que encarna la Voluntad General, cuyo objetivo es el progreso en la historia, el progreso del hombre autónomo recién emancipado. Estamos ya en pleno s. XIX.

El siglo XIX y la ética del trabajo

El comienzo de la nueva centuria rebosa optimismo. El hombre, por fin, se ha librado de las pesadas cadenas de la opresión y se eleva como el artífice de su propio destino. Aunque las potencias absolutistas intenten evitarlo imponiendo el viejo sistema, la mecha ya ha sido prendida, y en todos los cafés de Europa resuenan las mismas palabras: libertad, igualdad, democracia.

Las revoluciones protagonizarán la primera mitad de siglo, hasta que ya en su segunda mitad el Estado burgués se consolide y parezca imposible la vuelta al Absolutismo. La concepción que del Estado hizo Rousseau, radicalizada por el idealismo hegeliano, todavía no alcanza su plenitud. Asistimos al modelo liberal-burgués, con grandes dosis doctrinarias. En este sentido, podemos citar a uno de los grandes teóricos del liberalismo decimonónico, Benjamín Constant:

Se requiere [para tener derecho al voto] otra condición, además del nacimiento o la mayoría de edad. Dicha condición es el ocio, indispensable en la adquisición de la cultura y el recto criterio. Sólo la propiedad hace a los hombres capacitados para el ejercicio de los derechos políticos.14

Solo la propiedad de la burguesía, se entiende. El Estado, en esta fase primitiva de su divinización, se convierte en mero guardián o gendarme de una sociedad totalmente estática, pero cuyo sistema inmovilista de clase tiende al progreso material. Se impone, en aras de tal progreso indiscutible, la ética del trabajo, ampliamente analizada por sociólogos como Zygmunt Bauman.15

Siguiendo este marco de referencia, el trabajo se nos presenta como la esencia del hombre y, por ello, no hay hombre que, en tanto tal, no pueda trabajar. Esto que ahora nos parece un derecho fundamental, en su día constituía una absoluta esclavitud al servicio del capital. Millones de personas acudían todas las mañanas a la fría y gris fábrica, cercana a sus cuartuchos donde malvivían en las condiciones más precarias. Todo en aras del progreso, recordemos.

Cabe destacar la amplia descripción de esta sociedad que, con minuciosidad, han realizado los literatos de la época, tanto por parte del realismo como del naturalismo. No obstante, las obras de Charles Dickens han de tomarse como referencia, no solo por su indudable calidad literaria, sino también por el propio objeto de estudio: la Inglaterra victoriana, donde este modelo alcanzó su plenitud.

Pero de nuevo se nos presenta la sempiterna cuestión: ¿qué ocurre con aquellos que no puedan o no deseen trabajar? Aeste respecto dice Brian Inglis:

Fue ganando posiciones la idea de que se podía prescindir de los indigentes, fueran o no culpables de su situación. De haber existido algún modo sencillo de sacárselos de encima sin que ello implicara riesgo alguno para la sociedad, […] los gobiernos lo habrían favorecido la idea, con tal de que no implicara un aumento en los impuestos.16

Ecos que nos recuerdan, inevitablemente, al nazismo. Y es que la racionalización de la sociedad imponía una homogeneidad de clases casi salvaje. El inmovilismo social, traducido en dicha división de clases, no toleraba transacciones de un estrato a otro. Como bien nos explica Bauman, aquel que era hijo de un proletario sabía perfectamente que, al igual que su padre, no solo él, sino también sus hijos y los hijos de sus hijos, tendrían que acudir al mismo trabajo y coexistir en la misma clase. A ello se oponía la visión del positivismo inherente a las clases altas, para quienes los esfuerzos de toda la sociedad iban destinados a la mejora paulatina de la calidad de vida y del bienestar material. Existía por doquier un verdadero clima de optimismo, que se impregnaba en los grandes casinos de Viena, Berlín, París, Londres o Petersburgo, ciudades todas ellas que en poco tiempo se expandieron vertiginosamente con la proliferación de grandes boulevares, teatros o academias, cuyo ejemplo paradigmático es el Ring vienés.

Mientras tanto, las clases trabajadoras son las que llevan el peso de este progreso hacia el futuro bienestar. Para evitar que ese peso se paralice, se impone verticalmente un verdadero sistema de represión como nunca antes hubiera existido (estado gendarme). A ello se suman las instituciones panópticas que mantienen al proletariado «en su sitio». En este sentido cabe destacar la labor «por mor de la Humanidad» de Jeremy Bentham, padre del utilitarismo. Este pensador inglés se refería a las clases pobres como la «escoria» de la sociedad. Y especialmente para ellas realizó su Panopticon, prolegómeno de los campos de concentración y exterminio. Este invento no era más que una cárcel ideal donde todos los presos serían vigilados desde un punto, pero sin saber si eran o no objeto de vigilancia ni quiénes sus guardianes. «Bastaría una mirada que vigile, y cada uno, sintiéndola pesar sobre sí, terminaría por interiorizarla hasta el punto de vigilarse a sí mismo». Bentham se dio cuenta de que su invención no era solo útil para las cárceles, sino también para las fábricas, pues así, desde una verdadera institución panóptica, se podría observar continuamente al proletario, a fin de atarlo las veinticuatro horas a su deber, al trabajo rutinario.17

Gertrude Himmelfab comenta la visión de la época con respecto al trabajo:

Los mendigos, como las ratas, podían efectivamente ser eliminados […], al menos, uno podría apartarlos de su vista. Sólo hacía falta decidirse a tratarlos como ratas, partiendo del supuesto de que los «pobres y desdichados están aquí sólo como una molestia a la que hay que limpiar hasta ponerle fin».18

¡Viva la Razón!. El hombre ha pasado de ser la imagen de Dios a ser el desecho del mundo, a una rata que hay que «exterminar». Hitler llamaba así, precisamente, a los judíos: ratas. Pero, ¿qué ha ocurrido para llegar a este punto? ¿qué ideas han sobrevolado las chimeneas y las vaporosas estaciones decimonónicas?

La eclosión del hombre autónomo

Para contestar estas cuestiones, han de dirigirse nuestros ojos de nuevo hacia la Revolución francesa. Al tener ésta como objeto directo de su ira la religión y la cultura antigua, ha derribado los altares y en ellos se han instalado las utopías que intentan establecer el Paraíso aquí en la tierra. Despreciando la espiritualidad humana, el hombre ha acudido presto al materialismo más abyecto y al racionalismo más frío. La eclosión de autonomía hace que la humanidad coja las riendas de su destino para llegar, desde la Razón, a un estadio social donde el bienestar material acabe con todos los problemas que han acuciado siempre al hombre. Y a esta autonomía acude la hybris rousseauniana, cuya continuación es la «escoria» de Bentham.

Hybris, y nada más, es hoy nuestra postura ante la naturaleza, nuestra dominación de esta con ayuda de las máquinas […]. Hybris es nuestra postura frente a Dios, esto es, contra cualquier supuesta araña de finalidad y de moral que pudiese alentar tras la textura de la red complejísima de la causalidad.19

Quien escribe estas palabras no es otro que Friederich Nieztsche. Y es que el pensador alemán está lejos de ser el artífice de la «muerte de Dios», pues no es sino su mero anunciador al proclamar algo que ya desde Rusia Dostoievski nos advertía: «si Dios no existe, todo está permitido».20 De hecho, Nieztsche verá como nadie las consecuencias del nuevo vacío espiritual que se cierne sobre Europa, pues

ese magno acontecimiento de los últimos tiempos, esa idea de que Dios ha muerto, de que la fe en el Dios de los cristianos ha perdido toda su credibilidad, comienza ya a proyectar su sombra sobre Europa. Poco son, pero al menos hay algunos que, mirando el espectáculo con ojos preñados de profundo recelo, ven un sol precipitarse en el ocaso, una antigua y arraigada confianza convertirse en duda. Para ellos, este antiguo mundo nuestro se vuelve cada día más hosco, más sombrío, más extraño, más viejo. Pero hay algo más grave. […] De la espesa sucesión de ruinas, destrucciones, hundimientos y subversiones que anuncia su llegada, ¿quién podría entrever hoy lo suficiente para ser el maestro y el oráculo que explique la lógica brutal de tanto horror? ¿quién podría ser el profeta de una época sombría y de tinieblas como nunca hubo en la faz de la tierra.21

Y no menos sugerente se nos presenta el famosísimo fragmento del hombre loco que no encuentra a Dios, y no lo encuentra «porque lo hemos matado». «¿Quién podrá dejarnos limpios de su sangre?»,22 exclama Nietzsche a través de su personaje.

Sobre el nuevo hombre que ha nacido tras la revolución, hijo de su tiempo, nos habla con nitidez el romanticismo, movimiento que emana del desamparo espiritual de las nuevas generaciones que se saben solas en la Tierra, solas con su autonomía recién conquistada. En este sentido, es particularmente significativo Caspar David Friedrich, cuyas obras nos reflejan un hombre que se vale por sí mismo, pero un hombre solo en el mundo, un hombre que, cual premonición, sobrelleva su existencia sobre un mar de ruinas.

Si, como dijimos, el estado burgués-liberal todavía no es sino un estadio primitivo del modelo hegeliano de Dios-Estado al servicio del Fin Supremo gracias a la Razón, pronto acudirán nuevas doctrinas y corrientes que, despreciando dicho modelo, quieren dar un paso más y completar la obra revolucionaria de emancipación del hombre que se iniciara en Francia y que ha expulsado a Dios del mundo, o más bien, lo ha asesinado. En este sentido, acude presto el marxismo.

Marx y la panacea mundial

Tres días después de su muerte, el 17 de marzo de 1883, y ante su tumba, Friedich Engels pronunciaría un memorable discurso sobre su amigo recién fallecido. En él resalta esta frase, que aún se puede escuchar en el Cementerio de Highgate: «Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana».23 Con ello, se acaba de apuntalar la última piedra de la autonomía humana.

Asesinado Dios y destruidas las viejas instituciones, el hombre queda «libre», y desde las alturas de su libertad, gracias a la ciencia y al marxismo, comprende toda la Historia desde que el homo puso por primera vez una piedra encima de otra hasta los sucesos de la Comuna de París. Pero no solo eso. El hombre ahora también conoce su futuro. Y todo ello con una frase, tan simple como carente de fundamento: la historia se resume en la lucha de clases. Una frase que pretende convertirse en el axioma científico de todas las disciplinas, pues al intentar darle a su doctrina un carácter científico, Marx pretendía que sus ideas prevalecieran en tanto verdad científica irrefutable por los hechos. De ahí el paralelismo con Darwin que utiliza Engels en su panegírico. Pero como ya prematuramente advirtió Georges Sorel, ni el socialismo científico es científico ni dicha afirmación posee una consistencia tal que pueda considerarse como verdad absoluta. El tiempo le daría la razón.

En este sentido, es especialmente interesante la obra de Karl Popper, La sociedad abierta y sus enemigos,24 donde el pensador austriaco, en plena II Guerra Mundial, enlaza los intentos de convertir la historia en una ciencia con los totalitarismos que estaban arrasando la vieja Europa mientras escribía. Entre estos intentos cientificistas o historicistas incluye a Platón, Hegel y Marx. Esta «Trinidad» es la que ofrece el modelo teórico para el estado totalitario, desde el Estado utópico del griego a la dictadura del proletariado marxista, la cual no tendría sentido sin la visión hegeliana de la Historia.

Aún así, bajo la premisa de la lucha de clases que soluciona el eterno problema que ha perseguido al hombre, miles de estudiantes, pensadores y trabajadores se unirían a las tesis comunistas, pues la incomprensión y complejidad de la Historia, que siempre había pesado sobre nuestras cabezas, ahora se difuminaba con una claridad tal que era imposible resistirse. Una doctrina, una psedo-religión -sobre esto hablaremos más adelante- que abría todas las puertas. Aunque, como bien se sabe, ni Marx es el padre del socialismo ni de la mayoría de «sus» ideas, ampliamente desarrolladas por el idealismo alemán y por autores anteriores; ni, por supuesto, del movimiento obrero; a pesar de todo ello, su figura nos brinda un ejemplo asombroso de la hybris, de la superioridad «racional» del nuevo hombre autónomo. Escribe Marx en sus años de juventud:

Pisando vuestro imperio de ruinas,
Camino victorioso como un dios,
Y sale voz de fuego operativa
De mi pecho cual seno del Creador.25

Recordemos al también humilde Rousseau: «No estoy hecho como ningún hombre de los que he visto. Me atrevo a creer no estar hecho como ninguno de los que existen».26

Así pues, ya tiene el mundo una nueva guía tras haber asesinado a Dios, el socialismo, que ha de servir, pues ese es su fin, a la meta impuesta por el nuevo hombre-Dios: crear el Paraíso aquí en la Tierra desterrando todo atisbo de espiritualidad. Y para conseguir este objetivo cualquier medio es válido, pues como nos dice el cardenal Ratzinger,27 «ese bien absoluto, que sería la implantación de una justa sociedad socialista, viene a constituirse como una norma moral que justifica cualquier cosa, incluso la violencia, la muerte y la mentira cuando sean necesarias».28

La Rusia de contrastes

«Si se contase de forma coherente lo que nosotros, los rusos, hemos vivido estos últimos años de desenvolvimiento espiritual, nuestros realistas dirían que se trata de fantasías».29 Así se expresaba Dostoievski en pleno siglo XIX. En efecto, si queremos ver, analizar y sondear los conflictos que trae la idea de autonomía en el hombre decimonónico, no hay otro país como Rusia donde sus efectos sean tan nítidos. Y no sólo por su papel protagonista en el s. XX como resultado radical de la implementación de los presupuestos arriba expuestos (culminación de la autonomía humana en el bolchevismo), sino también por la riqueza intelectual de la Rusia de la época que obliga a cualquier estudio de este siglo, por precario que sea, a centrarse en esta vasta tierra.

¿Y qué es, exactamente, lo que llama la atención de la clase intelectual en un país que, en pleno siglo XIX, estaba sumamente atrasado? Y es que en verdad, la Rusia de los Zares, aunque era un vasto y poderoso imperio, llevaba años de retraso con respecto al resto de países europeos. Esto hizo que desde el momento se planteara las siguientes cuestiones: ¿Dónde situamos a Rusia? ¿En Oriente o en Occidente? ¿Tendrá cabida en su senola nueva concepción del hombre nacida de la Revolución francesa en este país con estructuras feudales y sumamente religioso?

A estas preguntas acudió toda la clase intelectual rusa, suscitando amplios debates y creando dos corrientes (eslavófilos/asiatistas; europeístas) en la que se irían enmarcando la mayor parte de escritores, pensadores y científicos de la época. Cabe destacar en este sentido obras como Dostoievsky entre Rusia y Occidente30 o La Idea Rusa. Entre el anticristo y la Iglesia. Una antología introductoria31, que nos ofrecen un mundo rico que se debate entre dos grandes corrientes. ¿Un mundo rico? ¿Pero Rusia no estaba atrasada? Esta es la sempiterna contradicción que hace de Rusia un país tan vasto como complejo. Intentemos explicarnos.

Con la llegada al poder de Pedro I, el Grande (1682-1725), Rusia sufre un proceso de «occidentalización» que cambia absolutamente todas las estructuras hasta la fecha existentes. Y este proceso se realiza desde «arriba», una verticalidad que es característica inherente de la concepción rusa del poder, ampliamente influida por el despotismo asiático. Aún así, las reformas de Pedro el Grande no cambiaron el fondo del sistema, pues siguió existiendo un régimen totalmente anclado en la Edad Media, donde el autoritarismo del Zar era indiscutible. Estos cambios van más bien orientados a hacer de Rusia una gran potencia, y de hecho, lo consiguen. Y como símbolo del nuevo orden, se erige la monumental ciudad de San Petersburgo, en la que luego nos detendremos especialmente.

Por ahora lo importante es la introducción, en este maremagno atrasado, de la cultura europea, una entrada que hace su acto de presencia en la figura de Pushkin, el padre de las letras rusas, y en el plano político, en la revuelta de los «decembristas». Se crea así una incipiente clase intelectual que tendrá como foco más importante la gran San Petersburgo, pero una clase intelectual que no solo bebe de la cultura puramente europea introducida por Pedro, sino que además, se nutre del sustrato propio de la tierra rusa.
La situación es la siguiente: en uno de los países más atrasados del mundo, existe una clase intelectual inigualable. El resultado es evidente. El contraste, el eterno contraste entre la magnificencia de lo europeo, de la cultura, de San Petersburgo, frente al atraso, la servidumbre y el Moscú asiático, que le dan ese toque tan característico a las letras rusas. A este respecto nos dice Antonio Machado:

Y sin embargo, decidme los que hayáis leído una obra de Turguenev, de Tolstoi o de Dostoievski, si habéis podido olvidar la emoción que esas lecturas han producido en vuestras almas.32

Pero lo que nos interesa es sobre todo el contraste entre la nueva concepción del hombre autónomo, que ya hemos esbozado y que se introduce en Rusia como una cuña a través del malecón petersburgués, con la concepción anterior del hombre como imagen de Dios, del hombre en la plenitud de su espiritualidad que se mantenía sobre todo entre las clases humildes y el campesinado. Es por ello por lo que Rusia es el país que mejor nos sirve de ejemplo, y más si consideramos el papel que jugará en el siglo XX. Nos dice Batiushkov33 sobre Moscú:

Una extraña mezcla de arquitectura antigua y moderna, de miseria y de riqueza, de costumbres europeas y de usos y hábitos orientales. Una fusión asombrosa e incomprensible de frivolidad, soberbia, y auténtica gloria y magnificencia, de ignorancia y educación, de humanidad y barbarie.34

Y Lenin sobre su país:

Eres pobre, eres opulenta,
Eres poderosa, eres impotente,
Madre Rusia.35

Si analizamos bien ese contraste, daremos con la clave de bóveda de todo nuestro análisis, de lo que supone, en fin, la irrupción del hombre autónomo en la historia y de las consecuencias tan trágicas que de ello se desprenden, analizando la historia de dicha irrupción en el país donde más se pueden ver sus efectos y sus contradicciones, y donde la polarización nos darán un marco de referencia único como objeto de estudio.

A todo ello, además, hemos de sumar la espiritualidad propia del pueblo ruso, que rebasa todo racionalismo, lo que acentúa aún más el choque que se produce en pleno siglo XIX, y al que se refería más arriba el siempre atormentado Dostoievski, aunque no es una excepción. Escuchemos a Turguenev desde París:

En los días de duda, en los días de penosas cavilaciones sobre los destinos de mi patria, mi único sostén y apoyo eres tú, ¡oh grande, poderosa, veraz y libre lengua rusa!36

Si mezclamos todo ello, con otra infinidad de circunstancias que por no ser este nuestro cometido no analizaremos, el resultado que obtenemos es la «gran literatura», como la ha definido George Steiner.37 Y no hay un autor donde los embates de la modernidad contra «el sol que se precipita en el ocaso»38 sean tan nítidos como Dostoievski. Siguiendo a Unamuno39:

Mi Rusia es la Rusia de Dostoyevski, y si la Rusia real y verdadera de hoy no es esa, todo lo que voy a decir carecerá de valor de aplicación real, pero no de otro valor. Yo hago votos por el triunfo de la filosofía, es decir, de la concepción y el sentimiento que de la vida y del mundo tenía Dostoyevski.40

El Gran Inquisidor: la profecía de nuestro tiempo

En efecto, esa dualidad que vive la Rusia de los Zares y que ha dividido la intelectualidad en dos, tendrá su expresión individual en la vida de Dostoievski.41 El «monstruo ruso», como lo llamaba Baroja, engloba en sí la complejidad de todo su tiempo y, como han visto muchos autores, el del nuestro.

Aunque hijo del romanticismo pushkiniano, sus primeras obras pronto van a cambiar hacia matices más realistas, al tiempo que todos los escritores rusos. Este cambio, fundamental para entender la cultura rusa, procede precisamente de la introducción en el país del positivismo cientificista y de los primeros vaivenes del comunismo, todo ello de la mano de Belinski, Hersen, etc. (la llamada «dirección naturalista acusadora»). Las primeras obras dostoievskianas encuentran una excepcional acogida entre el público y la crítica, que veía en el joven escritor un genio consagrado al progreso social desde ideas liberales y pseudo-socialistas. Esta constituye pues, la primera etapa de Dostoievski, en la que conoce de primera mano al hombre autónomo en toda su esencia, participando activamente de los nuevos movimientos que del cambio de concepción se desprenden y que tenían su asiento en la minoritaria pero influyente élite intelectual rusa. En esta etapa, el joven escritor cree fielmente en el progreso humano de manos de la Razón y en las nuevas posibilidades que se abren en el horizonte de la Historia tras la Revolución francesa.

No obstante, con el paso del tiempo cambiará radicalmente de parecer, hasta el punto de renegar de las obras de esta etapa que él mismo llamará de «inocencia schilleriana». El paso de esta etapa a la ya puramente dostoievskiana-metafísica ha sido ampliamente estudiado por numerosos autores, que han sondeado hasta el interior del alma del escritor. En aras de una mayor claridad no nos detendremos en ese cambio, pues además de constituir gran complejidad, se aleja de nuestros propósitos, que van más encaminados a las lecciones que podamos extraer de un escritor que ha conocido profundamente al «nuevo hombre», pues

como ocurriera con Lutero y Pierre Charron, el gran escritor ruso Fiodor M. Dostoievski no logró escapar de aquella angustia personal y dolorosa, aun siendo hijo de su propio tiempo, impregnado, sobre todo, de las corrientes liberales decimonónicas.42

Una vez experimentado el cambio de concepción tras adentrarse en el mundo del socialismo y de las ideas revolucionarias, Dostoievski renegará de su anterior etapa y dedicará toda su vida a «demonizar» al hombre autónomo, pues, con una «videncia que raya en lo demoniaco»,43 intuyó de manera casi mágica las consecuencias de la nueva concepción que «deshumaniza» al hombre al convertirlo en instrumento de una nueva religión al servicio de la Razónprometeica orientada hacia la utopía mesiánica. La complejidad severa de su pensamiento, su extrema «polifonía», como lo ha denominado Zweig,44 se concentrará de manera sublime en la Leyenda del Gran Inquisidor, en el Libro V de los Hermanos Karamazov. En este relato muchos han visto uno de las cimas del pensamiento humano. Como nos dice Steiner, así «como las generaciones anteriores abrían la Biblia, o Virgilio, o Shakespeare, en busca de frases para vivir, así la nuestra puede leer en Dostoievski la lección del día»;45 o J. Goebbels, «creemos en Dostoievski como nuestros padres creían en Cristo».46

La acción pasa en España, en Sevilla, en los tiempos más pavorosos de la Inquisición, cuando a la mayor gloria de Dios las hogueras ardían diariamente en el país y en magníficos autos de fe quemaban a los perversos heréticos […].47

Así inicia Ivan Karamazov la Leyenda fruto de su imaginación. En esta Sevilla, en medio de la multitud congregada para asistir a un auto de fe, aparece Cristo avanzando hacia la muchedumbre congregada ante la Catedral, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención. Pero todos le reconocen.

El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa la tierra que Él pisa. Los niños tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo exclama: «¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser otro que Él!»48

En medio de esta escena salvífica y en una de las imágenes más impactantes de la literatura, hace su entrada el viejo Inquisidor de «ascética delgadez», rodeado de soldados del Santo Oficio. Para sorpresa de todos, sus

espesas cejas blancas se fruncen; se aviva, fatídico, el brillo de sus ojos.

     —¡Prendedle!— les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo.

Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un solo hombre, el pueblo entero se inclina al paso del anciano y recibe su bendición.49

El Inquisidor encierra a Cristo en una «angosta y oscura celda» y visita al preso por la noche:

De pronto, en las tinieblas se abre la férrea puerta del calabozo y penetra el Gran Inquisidor en persona, solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras él. El anciano se detiene a pocos pasos del umbral y, sin hablar palabra, contempla, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego, avanza lentamente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta:

—¿Eres tú? ¿Tú? —pero, como no recibe respuesta, añade rápidamente—: No contestes, calla. Además, ¿qué podrías decir? Sé demasiado lo que dirías. No tienes derecho a añadir nada a lo que antes ya dijiste. […] No sé quién eres ni quiero saberlo: si eres Tú o solo una semejanza suya; pero mañana te condenaré y te haré quemar en la hoguera como al más vil de los herejes.50

Cristo, en efecto, se mantiene callado. Es aquí, precisamente, donde comienza el monólogo que el Inquisidor declama ante el Hijo de Dios encadenado, y es aquí donde Dostoievski alcanza el cenit de su filosofía y donde se encierra el fatídico pronóstico de nuestra época.

Sabes Tú, —amenazaba el Gran Inquisidor a Jesús— que pasarán los siglos y que la humanidad con su sabiduría y su ciencia, proclamará que el crimen no existe y que, por tanto, no existe tampoco el pecado, sino que existen solo seres hambrientos. «¡Dales de comer y exígeles, entonces, virtud!», eso es lo que escribirán en la bandera que elevaran contra ti y con la que destruirán tu templo.»51

El menoscabo de la idea de libertad en el hombre por parte de los totalitarismos racionalistas se intuye aquí de manera prodigiosa. Y continúa más adelante el Inquisidor, refiriéndose a la Humanidad:

Entonces les daré la tranquila y humilde felicidad de las criaturas débiles que ellos son por naturaleza […]. Les enseñaremos que son débiles, que son solamente pobres niños, pero que la felicidad infantil es la más dulce de todas […]. Se maravillarán de nosotros y permanecerán ante nosotros mudos de pavor, y se sentirán orgullosos de que seamos tan inteligentes y poderosos, de que hayamos sido capaces de someter a semejante rebaño inquieto de millares de millones […]. Sí, los pondremos a trabajar, pero en sus horas de asueto haremos de su vida como un juego de niños, con canciones infantiles y danzas inocentes […] Y no tendrán secretos para nosotros. Les permitiremos o prohibiremos vivir con sus esposas y amantes, tener o no tener hijos, y se someterán a nosotros con gusto y alegría. […] Y estarán contentos de creer en nuestra respuesta, porque les salvará de la gran angustia y terrible agonía que sufren ahora al tomar una decisión libre por sí mismos. Y todos serán felices, todos los millones de criaturas, excepto los cien mil que los gobernarán.52

Si releen el texto poniéndolo en boca de Stalin o Hitler, el Inquisidor se nos aparecerá como el gran teórico del totalitarismo del pasado siglo. Dostoievski, en una imagen muy sagaz, le da al hombre autónomo -concentrado en la figura del Inquisidor- el carácter sacro que él mismo quiere darse. Le da el espacio que, precisamente quiere desplazar: el de la religión. De hecho, es especialmente significativo en quién se inspiró Dostoievski para trazar las líneas maestras del Inquisidor: en Marat, el revolucionario «amante de la humanidad» tal y como nos lo describe Belinski. Cabe recordarlo:

Ahora es cuando entiendo la Revolución francesa y comprendo también aquel amor feroz que sentía Marat por la libertad y su odio feroz contra lo que apartara del hermanamiento de la humanidad. Y hay otra cosa nueva que me tiene cautivado: el amor al socialismo, que es la idea de todas las ideas, ente sumo entre todo lo que es, soberana cuestión de todas las cuestiones, alfa y omega del conocimiento. Todo es de él, por él y para él…Comienza en mí el amor hacia la humanidad, tal como lo sentía Marat; y solo por hacerla dichosa en su porción más reducida sería yo capaz -así lo creo- de aniquilar a todos los demás a sangre y fuego.53

«Idea de todas las ideas», «alfa y omega del conocimiento». ¡Dios es la Razón! le falta decir. Así pues, todo encaja de manera perfecta en una maquinaria que solo un genio puede crear con tan pocas palabras. Como nos demuestra una vez más Steiner, refiriéndose al autor de la Leyenda y a ésta misma:

Predice, con misteriosa presciencia, los regímenes totalitarios del siglo XX: el control del pensamiento, los poderes aniquiladores y redentores de la élite, el bestial deleite de las masas en los ritmos musicales, parecidos a las danzas de Nuremberg y del Palacio de los Deportes de Moscú, la estrategia de la confesión y la subordinación total de la vida privada a la pública. […] La visión del Gran Inquisidor señala también aquellas negaciones de la libertad que están ocultas debajo del lenguaje y de las apariencias preeminencia de la charlatanería y los slogans sobre los rigores del pensamiento genuino, el hambre de los hombres exteriores de las democracias industriales. Señala la vulgaridad chillona de la cultura de masas, la de líderes y magos que alejen sus mentes de la molestia de la libertad.54

Así podemos comprender a Arrabal cuando proclama que si el «mundo hubiera leído a Dostoievki, se hubiera evitado un Hitler o un Franco».55 Algunos autores, no obstante, han encontrado en esta Leyenda un trasfondo mucho más metafísico, como hace Pareyson, que encuentra en el Inquisidor la «encarnación del Mal», de un «mal demoníaco».56 Efectivamente, Dostoievski consideraba a los intelectuales que se habían vendido a la hybris de la autonomía y que prescindían de lo espiritual en el hombre, como «demonios» que contagiaban la «Sagrada Tierra de Rusia».

Así habla Kirilov, uno de los protagonistas de Los Demonios, excepcional novela de Dostoievski donde retrata y satiriza al hombre autónomo:

He buscado a lo largo de tres años saber el atributo de mi divinidad, y es esto lo que encuentro: que ese atributo de mi divinidad noes otra cosa que mi autónoma voluntad…mi nueva e imponente libertad.57

Y es que el ruso parece evidenciar lo que en su día proclamara Ernst Jünger: «de los altares olvidados han hecho su morada los demonios».58 El hombre se hace Dios y la revelación de esta noticia es la toma de su autonomía. De nuevo Dostoievski, refiriéndose al piadoso Alioscha:

Exactamente del mismo modo, si hubiera creído que ni la inmortalidad ni Dios existen, enseguida se hubiera hecho ateo y socialista, porque el socialismo no es solo la cuestión obrera o del denominado «cuarto estado», sino que es, ante todo, la cuestión del ateísmo, de la plasmación moderna del ateísmo, es la cuestión de la torre de Babel que se construye precisamente sin Dios no para alcanzar los cielos desde la Tierra, sino para hacer bajar los cielos a la Tierra.59
La búsqueda teleológica de un nuevo Edén aleja al socialismo de la religiosidad, y por ende, a los que participan de él. Por otra parte, estos intelectuales pseudo-socialistas no distan mucho, para el escritor ruso, de los cientos de nihilistas, comunistas y anarquistas revolucionarios que inundaban las calles de la Rusia de Alejandro II60 y que, bajo su punto de vista, no merecían ser llamados rusos.61 Todos ellos, la mayoría jóvenes, que habían bebido directamente de los nuevos aires que de Europa llegaban esperando con un optimismo inigualable la llegada del Paraíso aquí en la Tierra. Así se ríe de ellos Dostoievski, en un diálogo mantenido entre dos «endemoniados»:

-Liputin: No estamos lejos del reino de Dios.

-Nechaiev: No, en Junio.62

Algo que, lejos del sarcasmo, evidencia el clima que se vivía en la Rusia de entonces. Todo el mundo percibía con nitidez que algo «grande y funesto» iba a ocurrir. Nadie sabía qué, pero todo el mundo lo percibía. Así lo describía Andreyev años antes de que estallase la Revolución:

Cuando sufre el alma de un gran pueblo, toda la vida está perturbada, los espíritus vivos se agitan y los que tienen un noble corazón inmaculado marchan al sacrificio.63

O el propio Belinski, años antes:

Inabarcable es la extensión de Rusia; grandiosas sus fuerzas juveniles e ilimitado su poder; y el espíritu quisiera estallar, estremecido y fascinado, al presentir la excelsitud de su destino.64

Nos estamos acercando, de este modo, al siglo XX.

El nuevo siglo y el ansia de destrucción

Con la irrupción de la autonomía en el hombre después de la Revolución francesa, siempre estuvo presente una idea: lo negativo del pasado. Todo lo que oliese a antiguo era desterrado, a no ser que proviniese de una idealizada Roma. El hombre quería iniciar la construcción de un nuevo edificio, y a tal fin, los cimientos antiguos quedaban inservibles; eran, simplemente, antagónicos a la nueva concepción que se quería forjar de un Hombre-Dios. Esto se hace notar especialmente en la arquitectura. Tomemos como ejemplo al francés Ledoux, uno de los precursores de la arquitectura moderna y fuertemente contagiado por las ideas ilustradas-revolucionarias. Sus proyectos urbanísticos emanan directamente de la utopía social, con un racionalismo tal que nos anticipa el funcionalismo de la Bauhaus, y por supuesto, al ya nombrado Le Corbusier,65 quien tuvo en el ilustrado a uno de sus más influyentes maestros. Pues bien, siguiendo su estela llegamos a este último, aquel Le Corbusier que consideraba al hombre como un conjunto de células. Este Le Corbusier ahora nos dice lo siguiente:

Hay que pulverizar el corazón de nuestras viejas ciudades, con todas sus catedrales, iglesias, colegiatas, para que en su lugar se erijan rascacielos.66

Es decir, el modelo de ciudad abigarrada, mediterránea, ha de ser destruida y sustituida por un nuevo modelo realizado en plano y con escuadra y cartabón, desde la más absoluta y fría racionalidad. El propio Le Corbusier, con su machine à habiter, se centrará en este nuevo deber que impone desde las alturas de su hybris el hombre autónomo que desprecia cuanto hay de bello en la heterogeneidad de las cosas pasadas. Si se le hubiese dejado, Le Corbusier hubiera borrado de la faz de la tierra esa Sevilla que nos recordaba hace poco Dostoievski, para crear monstruos de acero y hormigón, totalmente deshumanizados. Este no es más que el ansia de destrucción que acarrean las utopías, solo que transmutado a la disciplina arquitectónica.

Este «ansia de destrucción», como lo estamos denominando, saldrá a la luz a inicios del siglo XX como símbolo de la ruptura radical entre dos mundos. Como nos recuerda Alexander Blok en el último día del siglo XIX: «mañana nos acordaremos de la luz dorada que lanzó sus destellos en el vértice de dos siglos tan desiguales».67

Un cambio de siglo y un cambio de época que nos ilustrará a la perfección Andrei Biely en Petersburgo, una de los obras maestras de la pasada centuria. En esta novela se concentra toda la rica tradición literaria rusa, y en ella podemos vislumbrar, con absoluta claridad, las líneas tendenciosas que el hombre autónomo ha trazado y que acabarán estallando unos años después no solo en el mismo país, sino en la misma ciudad y en las mismas calles. Así nos relata la visión que del hombre en su conjunto tiene el protagonista de la novela, un joven idealista adherido al movimiento revolucionario (estamos en los prolegómenos de 1917):

Una desagradable suma de piel, carne y sangre; y desagradable porque la piel suda, la carne se pudre con el calor y la sangre no huele tan bien como las violetas de mayo.68

Nos recuerda inevitablemente al «conjunto de células» de Le Corbusier, y a la «escoria» de Bentham. Aún más significativo es el particular homenaje que Biely rinde a Dostoievski en el monólogo que realiza un terrorista-nihilista-comunista, que llega a afirmar sobre una idea casi patológica que le absorbe continuamente:

Es como un ansia general de muerte. Yo me embriago con él en una especie de éxtasis, de felicidad, de horror.69

Como un demonio dostoievskiano.

Llegados a este punto, cabe resaltar, y como antesala de la llegada del comunismo a Rusia y, con ello, del totalitarismo, una de las escenas que el lector «vive» en la citada novela. De todos es sabido que Pedro el Grande, aquel de quien ya habláramos anteriormente, fundó la ciudad de San Petersburgo. Pero menos conocido es el odio que parte del «alma rusa», como la denominara Octave Mirbeau, siempre ha tenido para con el Zar. Ese odio lo canaliza genialmente Pushkin en su relato «El Caballero de Bronce»,70 cuando la estatua ecuestre del Zar persigue por las calles de la ciudad a un joven díscolo…pero, ¿qué representa esta estatua que está presente en casi todos los autores rusos?

La respuesta hemos de encontrarla en el propio origen de la ciudad. El Zar construyó su capital imperial desde cero, con escuadra y cartabón, como hubiera deseado Le Corbusier. Esa artificialidad pesaría siempre sobre el pensamiento ruso, en contraste con la belleza, armonía y majestuosidad de la nueva urbe. En este sentido, para Biely, «la ciudad de Pedro» representa el racionalismo propio de su época y del nuevo hombre autónomo, un racionalismo impuesto verticalmente como unos años después hará el comunismo, aunque con mucho menos gusto, eso es evidente. Todo ello se concentra en el Jinete de Bronce que alza su pesado brazo sobre el Nevá.

Es especialmente interesante la visita que en la novela se produce por parte del propio Pedro el Grande al nihilista que más arriba se embriagaba con el ansia de muerte y destrucción. Biely intuye aquí una asombrosa semejanza entre el despotismo asiático de las reformas verticales impuestas por el Zar (en aras de un racionalismo típicamente europeo), con el nuevo sistema comunista, hijo también de Europa, que ya pende sobre el águila bicéfala.

De hecho, así empieza la novela, con evidente sarcasmo:

La avenida Nevski, como avenida europea que es (dicho sea entre nosotros), es rectilínea, dado que es una avenida europea, y es que una avenida europea no es una avenida cualquiera.71

Las avenidas europeas, como hijas del hombre autónomo que son, han de ser rectas, y no como las laberínticas calles de Moscú o como el barrio sevillano de Santa Cruz, ese marasmo de calles sin sentido ni lógica, tan odiado por los baluartes de la arquitectura moderna.

Esa semejanza descubierta por Biely trasluce un fondo mucho más complejo. El propio Stalin afirmó, al ser interrogado por su biógrafo Emil Ludwig, que se consideraba el heredero de Pedro el Grande. Y es que aquí subyace el nacionalismo ruso, como más adelante tendremos oportunidad de ver.

Si hondeamos más en el clima de principios de siglo y en esa «euforia de destrucción» pronto nos percataremos de un movimiento en el que muchos han visto el origen más inmediato del fascismo: el futurismo. Esta nueva corriente, que arranca con fuerza y que tiene como principal foco Italia, será la que mejor recoja el odio hacia todo lo pasado conjugándolo con la destrucción. Solo hace falta acudir al propio Manifiesto Futurista de Marinetti publicado en 1909:

3. La literatura ha magnificado hasta hoy la inmovilidad del pensamiento, el éxtasis y el sueño, nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada y el puñetazo.

4. […]un automóvil rugiente, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia.

7. No hay belleza sino en la lucha. Ninguna obra de arte sin carácter agresivo puede ser considerada una obra maestra. La poesía ha de ser concebida como un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para reducirlas a postrarse delante del hombre.

9.Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas ideas para las cuales se muere y el desprecio de la mujer.

10.Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias variadas y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias.

11. Cantaremos a las grandes multitudes que el trabajo agita, por el placer o por la revuelta: cantaremos a las mareas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas.

[…]Ya durante demasiado tiempo Italia ha sido un mercado de antiguallas. Nosotros queremos liberarla de los innumerables museos que la cubren toda de cementerios innumerables.

De nuevo, sustituyamos a Marinetti por Hitler y veremos el Manifiesto del Nacionalsocialismo o más bien del totalitarismo en su conjunto. Pues en efecto, todos los totalitarismos del pasado siglo, si por algo se asemejan, es por el deseo de renovación en todos los campos tras hacer tabla rasa, literalmente, con la herencia de la Historia. Todo esto enlaza con la línea abierta en la Revolución francesa. Comparemos, por ejemplo, el último enunciado del Manifiesto con lo que dijera más arriba Le Corbusier, o la higiene del punto 9 con las «ratas» de Himmelfab.

En cuanto al campo de la arquitectura, el futurismo desea, como ya podemos deducir, arrasar por completo todas las vetustas ciudades europeas y construir en su lugar lustrosas metrópolis de acero, hormigón y cristal, totalmente racionales donde las carreteras surquen los cielos. La utopía urbana de Mario Chiattone y Antonio Sant Elia conecta así de manera prodigiosa con el ya analizado Ledoux, y será un eslabón más en la cadena que finalizará en Albert Speer, el arquitecto oficial del III Reich.

Consideremos, para finalizar, el punto 11 del Manifiesto. Las grandes multitudes, las mareas multicolores de las capitales modernas….¿no nos recuerdan a los desfiles de Nuremberg? ¿A las canciones infantiles y danzas inocentes del Gran Inquisidor?…

Queda abierta así la senda para la hecatombe.

El imperio de la sinrazón

«El mundo de mi lengua madre ha desaparecido y Europa, mi lugar espiritual, se destruye a sí misma».72 Así nos describe su tiempo el gran Stefan Zweig antes de suicidarse junto con su esposa al ver que el nazismo se extendía por el mundo. El escritor austriaco, amante de Dostoievski hasta el final, corrobora con esta afirmación las advertencias del ruso, en cuyo rostro veía grabado «el infinito».

Todo ese «ansia de muerte», ese «deseo constante de destrucción», en aras, eso sí, de abrir todas las puertas a la Razón recién sacralizada, se canalizará en las dos guerras mundiales que no solo acabarán con la superioridad de Europa o con el viejo orden, sino también, con la propia idea de hombre. Estamos en la primera mitad del siglo XX, cuando «satisfechas por la prosperidad material, las naciones se deslizaban impacientes hacia la guerra», nos decía por entonces el Primer Lord del Almirantazgo, un joven apellidado Churchill.

En mitad de toda esa hecatombe, el bolchevismo implementará el cenit de la emancipación humana terminando con el proceso abierto en la Revolución francesa. En nombre de la Razón y de las verdades marxistas, se instaurará el régimen que deseaba el Gran Inquisidor a través del Partido, elevado a Iglesia de la Nueva Religión. Solo analicemos el típico desfile en la Plaza Roja, tras la muerte de Lenin. Éste, como San Pedro, espera silencioso debajo del Baldaquino (su mausoleo) donde unos pocos, los dirigentes-cardenales, rodean al Stalin-Papa, que observa majestuoso los iconos-retratos de su testa desfilar ante él mientras los coros del Ejército Rojo interpretan canciones religiosas-patrióticas mientras resuenan las palabras del Inquisidor:

[…] Y estarán contentos de creer en nuestra respuesta, porque les salvará de la gran angustia y terrible agonía que sufren ahora al tomar una decisión libre por sí mismos. Y todos serán felices, todos los millones de criaturas, excepto los cien mil que los gobernarán.73

Los cien mil, claro está, constituyen los dirigentes del PCUS o del NSDAP, en cuyas espaldas reside el peso de la felicidad de todos los fieles. ¿Y a aquellos que no quieran doblegarse entregando su libertad? Pues se les aplicará la fórmula de Rousseau: eliminarnos. Y es que, efectivamente, desde los primeros pasos del comunismo en Rusia, éste se alza como el verdadero intérprete y valedor de la Voluntad General, una voluntad que, en ocasiones, el mismo pueblo ni percibe, por lo que hay que imponérsela verticalmente. Se crea así un nuevo despotismo, también anticipado en palabras de Tolstói:

Aun cuando lo que Marx predijo sucediera, la única cosa que sucedería es que el despotismo se extendería. Ahora gobiernan los capitalistas, pero entonces gobernarían los dirigentes del pueblo trabajador.74

Las guillotinas francesas se perfeccionarán en el GULAG, pues los cien mil que gobernarán a las masas se tendrán que valer del terror, del Terror que inaugurara Robespierre, pero que ahora alcanza matices dantescos. «¿Pero es que pensáis que podemos mantenernos en el poder sin ayuda del terror de masas?». Ésta era la pregunta de Lenin ante el Consejo de Comisarios del Pueblo. La respuesta es sencilla.

En unos años, la Checá asesinará sistemáticamente a más personas que en los dos siglos de zarismo, todo ello por «el amor a la humanidad» de los dirigentes socialistas, un amor a la humanidad

tal como lo sentía Marat; y solo por hacerla dichosa en su porción más reducida sería yo capaz-así lo creo-de aniquilar a todos los demás a sangre y fuego.75

A sangre y fuego o a trabajos forzados en Siberia, en una red de campos de concentración que dejaría atónito al mundo gracias a Solzhenitsyn, precisamente para muchos, el sucesor espiritual de Dostoievski.

En Rusia, como decimos, se completa la obra de la autonomía del hombre. Ahora bien, la sempiterna complejidad que aporta este país nos hace ir más allá del camino iniciado en la Revolución francesa estudiado en estas líneas. Retomemos por tanto, la peculiaridad que apuntábamos más arriba al referirnos a la semejanza entre Stalin y Pedro el Grande.

Nacionalismo y totalitarismo

Parece más que evidente que el totalitarismo hunde sus raíces en la Europa de la Revolución, pero lo que se instauraen Rusia no es solo el paraíso terrenal del hombre autónomo, es también el más rancio nacionalismo ruso. Escuchemos de nuevo a Dostoievski:

Entre todos los pueblos europeos es tal vez sólo el pueblo ruso, con las excelencias de su corazón, el más destinado a llevar a cabo la unión mundial de los hombres, su unión en la hermandad.76

Presagia nuevamente el futuro, pero esta vez no es el Inquisidor el que habla, sino su misma boca. Y es que Dostoievski, una vez percatado de los demonios del hombre autónomo, se refugiará en el nacionalismo eslavo más recalcitrante y en la ortodoxia más retrógrada.

Estos deseos de liderazgo mundial casi mesiánicos de una Rusia ortodoxa se renuevan con el estalinismo en un «imperialismo paneslavo» que acaba con el internacionalismo trotskista. Es la continuación de la idea de la Tercera Roma. Escribe Gerasimov en el crucial año de 1492:

Roma antigua cayó de la gloria y la Fe Cristiana por orgullo y premeditación. En la nueva Roma que es la ciudad de Constantino, la Fe Cristiana está pereciendo similarmente por opresión de los hijos de Agar. Pero en la Tercera Roma que está de pie en la Santa Tierra de Rusia la gracia del Espíritu Santo ha brillado; y sabe que todos los hombres cristianos al fin entrarán en el reino ruso por causa de la Ortodoxia.77

Este mesianismo lo heredarán los Zares, que se alzarán como los padres de las naciones eslavas balcánicas, a las que habrán de liberar del yugo otomano o del emperador austriaco; pero eso sí, siempre bajo la influencia de Rusia, que intentará establecer estados satélites subordinados a sus intereses. Algo que finalmente se conseguirá tras la II Guerra Mundial, en pleno comunismo. Pues como pronto se dio cuenta el mismo Tito, detrás del supuesto internacionalismo obrero de un Kominform custodiado por Stalin, subyacía la «rusificación» tradicional que habían intentado establecer los Zares.

De hecho, el propio Stalin (él mismo de origen georgiano) llevará a cabo la radicalización del presupuesto ilustrado de la nation une et indivisible al despreciar a las minorías que tradicionalmente habían convivido en las extensas tierras rusas, como los cosacos o los propios ucranianos. Para ellos reservará el GULAG, las deportaciones masivas o, incluso, verdaderos genocidios como el Holodomor. En este salvajismo (i)racional que impone verticalmente la idea predominante nacional, Stalin coincidirá abiertamente con Hitler.

Empero, el nacionalismo se hará todavía más evidente tras II Guerra Mundial. El mejor símbolo de este cambio es el himno que, en plena guerra, deja de ser la Internacional, para ser este que, entre otras cosas, dice

¡Tenaz unión de repúblicas libres
que ha unido por siempre a la gran Rusia!

¡Gloria a la madre patria, por tu libertad,
unión de pueblos en gran hermandad!

Y en la versión antigua:

Nosotros forjamos nuestro ejército en las batallas,
a los nefastos invasores barreremos del camino.
Y en las batallas decidiremos el destino de las generaciones,
¡Nosotros dirigiremos nuestra patria al triunfo!

Poco hay aquí de la «unión de obreros». No obstante, el nacionalismo ruso-soviético en la mayoría de las ocasiones quedará soslayado y nunca llegará al grado del nacionalismo alemán degenerado en el nacionalsocialismo, pues siempre mantendrá el fondo del espíritu internacionalista, recuperado en parte tras el proceso de «desestalinización».

Italia: nacionalfascismo y las viejas glorias

El axioma ilustrado de nation une et indivisible, que da vida al nacionalismo decimonónico, encontrará su planteamiento más radical en Alemania e Italia, precisamente las dos naciones que no habían conseguido crear un Estado propio. Tal es el origen de las dos unificaciones, algo que está íntimamente ligado al radicalismo nacionalista que derivará por un lado en el nacionalsocialismo, y por el otro, en el fascismo. Ambas ideologías se sirven del aforismo enunciado para consagrar en los altares a la Nación, único ideal supremo. Para implementar la unidad, la indivisibilidad, la verticalidad racional y, por supuesto, la homogeneidad que no tolera las minorías (incluida la judía), dichas corrientes se servirán del Estado totalitario que todo lo controla.

Tomemos, en primer lugar, el ejemplo de Italia. Detrás de la democracia republicana y popular que pretendía forjar Mazzini para la península italiana, se esconde un modelo de poder contrario a lo que comúnmente denominamos como «democracia». El propio Mazzini que, recordemos, fue el artífice ideológico y el gran teórico de la unificación italiana, dice que Italia ha de ser gobernada por medio de una «dictadura provisional concentrada en un pequeño número de hombres».78 Es también el mismo Mazzini el que emplea en numerosas ocasiones el término «masas» para referirse al pueblo, pero al pueblo que se establece como antagonismo de ese «pequeño número de hombres» donde se encubre la hybris prometeica del hombre moderno y el corte totalitario del modelo platónico.

Pero si hay alguien que influyó sobremanera en el futuro fascismo italiano, ese fue el famoso intelectual D’Annunzio. Junto a Alceste, redactó la Constitución que establecía el Estado Libre del Fiume como un Estado independiente, tras el fracaso del intento de anexión con Italia. La llamada Carta del Carnaro puede considerarse como el antecedente más directo del propio fascismo. Consideremos por ejemplo el modelo social en que se estructuraba el Estado: nueve corporaciones (trabajadores, profesionales, etc.) y una décima, formada por los «humanos superiores» (héroes, poetas, superhombres). Si a ello sumamos los pomposos rituales nacionalistas o la imposición del saludo romano, encontraremos evidente la inspiración de Mussolini en este ferviente nacionalista hijo de la Revolución francesa.

Notas de pie de pagina:

1 A tal fin valga la Teoría Crítica desarrollada por los componentes de la llamada «Escuela de Frankfort».
2 Vid. GONZÁLEZ CORTÉS, María T., «El anti Rousseau», en El Catoblepas, nº 89. Julio (2009), pág. 11. . {Fecha de consulta: 29/09/2010}.
3 ROUSSEAU, Jean-Jacques. Citado en GONZÁLEZ CORTÉS, María T. «El anti Rousseau», .
4 Ibíd.
5 Ibíd.
6 Ibíd.
7 GRAF HUYN, Hans, Seréis como Dioses. Madrid, El buey mudo, 2010. Pág. 33.
8 ROUSSEAU, Jean-Jacques. Citado en GONZÁLEZ CORTÉS, María T. «El anti Rousseau», .

9 Ibídem.
10 Vid. NOGUERA FERNÁNDEZ, Albert, «La modernidad liberal y el concepto de Constitución: tergiversaciones y falsedades», en Anuario de la Facultad de Derecho de Extremadura, nº 27 (2009). Págs. 135-152.
11 GRAF HUYN, Hans, op. cit. Pág. 38.
12 ROUSSEAU, Jean-Jacques, Ensoñaciones de un paseante solitario. Madrid, Alianza, 1971. Pág. 26.
13 Selección de textos presentada por Friedich Heer, Frankfurt. 1955. Citado en GRAF HUYN, Hans, op. cit. Pág. 45.
14 CONSTANT, Benjamín, Curso de política constitucional. Madrid, Imprenta de la Compañía , 1820. V. 1. Págs. 80-83.
15 Vid. BAUMAN, Zygmunt, Trabajo, consumismo y nuevos pobres. Barcelona, Gedisa, 2000.
16 Cit. en BAUMAN, Zygmunt, op. cit. Pág. 26.
17 N.B. Este modelo teórico fue ampliamente analizado por Michel Foucault en su obra, Vigilar y castigar. Madrid, Siglo XXI, 1996.
18 Cit. en BAUMAN, Zygmunt, op. cit. Pág. 27.
19 Cit. en GRAF HUYN, Hans, op. cit. Pág. 59.
20 M. DOSTOIEVSKI, Fiódor, Los hermanos Karamazov. Madrid, Cátedra, 2008.
21 Cit. en GRAF HUYN, Hans, op. cit. Pág. 59.
22 NIETZSCHE, Friedrich, La gaya ciencia. Madrid, Akal, 2001. Pág. 125.
23 ENGELS, Federico, Discurso ante la tumba de Marx. Centro de Estudios Miguel Enriquez. Archivo Chile. Historia Político Social, 1999.
24 Vid. R. POPPER, Karl, La sociedad abierta y sus enemigos. Barcelona, Paidos, 2006.
25 Cit. en GRAF HUYN, Hans, op. cit. Pág. 174.
26 ROUSSEAU, Jean-Jacques. Citado en GONZÁLEZ CORTÉS, María T. «El anti Rousseau», .
27 N.B. Este pequeño manifiesto fue escrito en 1985, cuando Ratzinger aún no había ocupado la «silla de Pedro».
28 RATZINGER, Joseph, Informe sobre la fe. Madrid, Biblioteca Autores Cristianos, 2005. Pág. 100.
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Fuente: Jorge Derrida

31 de marzo de 2011



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