Jueces y racionalidad

La Historia de la Filosofía del Derecho muestra que, desde siempre, con la existencia misma del hombre, la justicia ha sido y es el problema central de su reflexión como una necesidad propia del espíritu que anima a la persona. En este sentido, Rodríguez Molinero expresa que “el tema de la justicia… está presente en todo el desarrollo histórico de la doctrina de la ‘ley no escrita’” (1).


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Desde la mitología griega hasta nuestros días, este tema ha sido abordado por innumerables autores que han tratado de esclarecer su sentido y alcance. Como señala Kelsen, “no hubo pregunta alguna que haya sido planteada con más pasión, no hubo otra por la que se haya derramado tanta sangre preciosa ni tantas amargas lágrimas como por ésta; no hubo pregunta alguna acerca de la cual hayan meditado con mayor profundidad los espíritus más ilustres, desde Platón a Kant”.

Sin embargo, no deja de reconocer, con cierto pesimismo, que, “no obstante, ahora como entonces, carece de respuesta. Tal vez se deba a que constituye una de esas preguntas respecto de las cuales resulta válido ese resignado saber que no puede hallarse una respuesta definitiva, sólo cabe el esfuerzo por formularla mejor” (2).

Desde un análisis iusfilosófico diferente, Alasdair MacIntyre se inquieta por la misma pregunta y enseña que esta cuestión de la justicia se plantea originalmente como la simple exigencia de una definición, pero de manera inmediata se convierte en el intento de caracterizar tanto una virtud que puede manifestarse en las vidas individuales como una forma de vida política –en sociedad–, en la que los hombres virtuosos tengan la posibilidad de realizar sus virtudes, en la medida en que pueden hacerlo en el mundo del cambio y los seres humanos sean respetados en su condición de tales” (3).

La justicia es así un componente necesario de la dignidad de la persona, por este motivo se eleva a la categoría de valor supremo respecto de los otros valores. Sólo es posible pensar una forma de vida política en la que todos los seres humanos sean respetados en su condición de tales.

Estamos pensando en una sociedad en la que sus jueces resuelven los casos sometidos a su jurisdicción teniendo presente que al pronunciarse lo hacen sobre conductas, actos de comportamiento de seres humanos reales a quienes deben considerar en esa condición, más que como resultado de silogismos judiciales abstractos.

Si trasladamos el análisis de la justicia al ámbito de la actividad judicial, significará entonces que los jueces –los encargados de administrar justicia– deberán superar la concepción lógico-racionalista de resolver los casos sometidos a su jurisdicción, entendiendo que están juzgando conductas, esto es, actos de comportamiento de seres humanos reales a quienes deben considerar en su condición de tales.

Señala Rawls que el sentido básico de la justicia es aquel principio universal por el cual una persona que carece del mismo es incapaz de manifestar ciertas actitudes naturales y sentimientos morales de un tipo particularmente elemental. En palabras de este autor, “quien carece del sentido de la justicia, carece de ciertas actitudes y capacidades fundamentales que se hallan incluidas en la noción de humanidad” (4).

No haremos un catálogo de las lúcidas exposiciones acerca de la concepción de la justicia que hicieran los más destacados autores de la iusfilosofía. Recordemos simplemente que ella ha sido considerada por algunos una virtud, para otros valor y, finalmente, para otros idea.

Aunque, como señala Legaz y Lacambra, “en la medida en que la justicia puede predicarse de un comportamiento humano o del hombre que la practica, constituye “una virtud”. Cuando la justicia se atribuye a una creación humana –una norma, una estructura social vigente o aspirada como ideal– constituye un “valor social”, el valor social por excelencia, el valor que define y configura como jurídica la vida social…” (5)

Justicia y racionalidad

Las concepciones acerca de la justicia han sido y son numerosas y diversas, según las corrientes de opinión a que pertenezcan los autores que las exponen. Al mismo tiempo cada doctrina desarrolla una justificación racional de lo que entiende por justicia, que son también tan numerosas y diversas como tantos conceptos de justicia existen. Así encontramos desde la identificación del concepto de justicia de proporción pitagórica, como la del justo medio aristotélico, la igualdad desde el contrato social rousseauniano, hasta la correspondencia con los méritos, necesidades y merecimientos en Ross (6), por señalar algunos.

Lo cierto es que cada una de estas doctrinas que integran lo que MacIntyre denomina tradiciones culturales, comprende dentro de sí numerosas acepciones acerca de la justicia y su justificación racional, y aparecen caminando por senderos paralelos que jamás se entrecruzan.

Ser justo implica vivir la igualdad con el otro, darle en igual medida que lo debido, ajustar la conducta a sus títulos, no alterar la medida de lo suyo. La justicia, decimos, rectifica las acciones exteriores haciéndolas justas, de manera que le brinde al otro lo suyo. Estos conceptos de medida, ajuste y rectificación, entre otros, refieren a la racionalidad en la administración de lo justo, a la racionalidad de la justicia.

La racionalidad de la justicia es una cierta igualdad de proporción de una cosa exterior. Ese medio objetivo de la justicia es también medio racional y, de ese modo, ella satisface la exigencia de todas las virtudes (7); Ramírez dice que “en la virtud de justicia coincide materialmente el medium rationis y el médium rei, ya que ella no se contenta con que se ejecute una obra exteriormente justa –según la igualdad de cosa a cosa o de cosa a persona–, sino a cosa que reclama que se haga justamente, es decir virtuosamente o racionalmente” (8).

La materia sobre la que actúa la justicia no está proporcionada a otro porque le es debida, sino que, inversamente, ella le es debida porque le es igual. El propósito que perseguimos en este trabajo no es otro que la reflexión acerca de la posibilidad de elaborar una doctrina de la justicia y su justificación racional y, en este sentido, seguiremos el pensamiento del profesor MacIntyre.

La realidad –hasta ahora– parece indicarnos que existe un antagonismo evidente entre las distintas posiciones; así el iusnaturalismo tomista es irreconciliable con la postura del idealismo crítico o éstos con las corrientes neopositivistas y la filosofía del lenguaje. La realidad nos muestra un escenario social fragmentado que no parece tener intenciones de realizar el avance científico en el tema que la hora requiere.

En un intento por alcanzar la madurez intelectual que requiere el desafío, es preciso superar lo que MacIntyre denomina “crisis epistemológica” elaborando un nuevo tipo de tradición –utilizando el lenguaje del autor citado– que proporcione las soluciones a los problemas que se presentan como irreconciliables, desde teorías cuyas estructuras teóricas y conceptuales son antagónicas. Si esto fuera posible, todavía restaría preguntar cuál debería ser el tipo de razonamiento que pueda conducir a una investigación racional en ese sentido.

La tarea deberá centrarse, en primer término, en la posibilidad de elaborar un criterio más o menos uniforme de racionalidad práctica que satisfaga las distintas modalidades a las que recurrieron las posiciones filosóficas a través de la historia.

En segundo término, será prioritario indagar acerca de la relevancia que tiene la fundamentación de la racionalidad práctica como camino seguro para determinar el concepto de justicia y su justificación racional. En tercer lugar, podríamos cuestionarnos todavía si el juez, al adjudicar el derecho a una de las partes, lo hace teniendo en consideración lo dispuesto en las normas elaboradas a partir de una determinada tradición; o, más bien, siguiendo los principios de la racionalidad que pueden estar fundados en el sentido común o sentido de la justicia que encuentra su ser en la propia dignidad humana.

La justicia en MacIntyre

A MacIntyre le reconocemos el mérito de haber introducido un debate superador respecto a las versiones doctrinarias opuestas e irreconciliables, tales como empirismo, idealismo, positivismo, neopositivismo, iusnaturalismo y sus vertientes. El autor reacciona contra el individualismo epistemológico existente y propone, en cambio, una verdadera renovación en el pensamiento, elaborando un concepto que pone el acento en la comunidad.

Conforme a su actual posición doctrinaria, se lo considera el actual fundador del comunitarismo, posición a que arriba luego de efectuar una indagación de la racionalidad práctica; obtiene este concepto a partir de la historia inmersa en una determinada comunidad. Para abordar este concepto, es imprescindible introducirnos en el tema neurálgico de las tradiciones, que opera como marco fundamental e imprescindible en el desarrollo de su teoría.

El ser humano necesita encontrar respuestas a preguntas clave por la justicia o lo que es justo en ciertas circunstancias, por ejemplo, el interrogante acerca de si es lícito en ciertos casos aplicar la pena de muerte o si es justo permitir la despenalización del aborto o si es justa la muerte de niños por desnutrición por falta de asistencia efectiva de los organismos sociales creados con ese fin específico. Estas y otras tantas preguntas necesitan obtener sus respuestas dentro de un marco de fundamentación que las justifique de modo racional.

A través de una profunda y meticulosa investigación, indaga en la posibilidad de explicar cuándo una forma de proceder es racional y cuándo no lo es; cuál es el fundamento que nos permite asumir la defensa de una determinada posición doctrinaria –que él llama tradición– como la forma institucional que mejor reúne las condiciones para que se promueva la justicia y su racionalidad práctica, en lugar de otra u otras.

Entiende que existen versiones rivales e incompatibles acerca de la ética, de la justicia, de la racionalidad práctica, etc., a las que él denomina inconmensurables, por cuanto resulta casi imposible elaborar criterios y métodos comunes que proporcionen acuerdos sobre los cuales se puedan establecer principios para la acción. Esto es así ya que cada tradición formula sus propios criterios y tiene su propia visión acerca de temas que considera mejor resueltos.

MacIntyre reacciona contra esta cierta inmadurez de las distintas tradiciones que aparecen como irreconciliables entre sí y que buscan atrincherarse en argumentos sólidamente formulados y respaldados por un conjunto de creencias que se encuentran encarnadas en la vida misma de un grupo social determinado, de una comunidad.

En cambio, propone la posibilidad de elaborar una nueva tradición superadora que reúna un conjunto de criterios que se obtengan a partir de materias o cuestiones comunes, como sería, por ejemplo, la elaboración de un concepto de justicia en el cual todas las tradiciones en general concuerden en adjudicar referencia a cierta noción de igualdad y proporcionalidad, considerando para ello su concepción desde la mitología griega hasta nuestros días.

Las relaciones posibles entre las personas que integran una comunidad dentro de la tradición a la que pertenecen, pueden ser muy diferentes; algunosse sienten muy cómodos y no tienen ningún tipo de cuestionamientos; otros probablemente intentarán hacer algunas correcciones sobre el existente y otros por fin, buscarán darle un giro diferente a su tradición, oponiéndose a los postulados centrales de la misma. Estas últimas son, probablemente, las que más incidan en el cambio, en esta nueva mirada, en esta nueva elaboración doctrinaria.

Es precisamente en esa situación cuando la tradición se encuentra en el momento crucial, en el cual sus seguidores necesitan el encuentro de un camino racional que les permita superar las posiciones doctrinarias encontradas e incompatibles dentro de esa misma tradición para trascender los límites que se plantean.

Hay que superar la inconmensurabilidad y no traducibilidad de las versiones rivales y antagónicas de las tradiciones y evitar el paralelismo de las doctrinas y la falta de entendimiento en el propio lenguaje y cultura.

Al respecto, MacIntyre nos dice que “consideremos bajo esta luz la diferencia entre la comparación respecto a sus propios relatos del razonamiento práctico y de la justicia, del Aquinate con Aristóteles, de Aristóteles con Platón o de Hume con Hutcheson, por un lado; y los relatos de Aristóteles o del Aquinate sobre estas materias, por otro, con los de Hume” (9).

Aquí es donde surgen los primeros planteos para aplicar la racionalidad, o sea, determinar el comportamiento, en el primer caso, de los distintos pensadores dentro de una misma tradición para encontrar una solución a los problemas planteados, solucionando algunas incoherencias entre ambas posiciones; mientras que, en el segundo caso, cuando hablamos de dos versiones opuestas entre sí, los autores no se relacionarán de la misma manera que la expresada anteriormente.

Por lo tanto, siguiendo el razonamiento del autor, se debe recurrir al análisis de la razón narrativa que se inserta en la historia de cada una de estas tradiciones rivales, para descubrir cuál es el o los criterios utilizados por cada una de ellas para la consecución del fin o telos de la comunidad y de cada una de las personas que la integran.

Este es el punto de inflexión en la doctrina de MacIntyre, ya que para alcanzar la eudaimonía la persona deberá desarrollar el ejercicio de las virtudes a través de cuyas prácticas podrá conseguirla.

Recordemos una definición de la virtud formulada por el autor: “Una virtud es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente lograr cualquiera de tales bienes” (10).

Es interesante la aclaración que él mismo realiza en el sentido de que las virtudes no son medios para conseguir el fin propuesto. El fin al que apetece la persona humana es el bien, no las virtudes, por lo tanto, las virtudes son el medio a través del cual la persona –con el ejercicio habitual de ellas, puede desarrollarse en plenitud para llegar alcanzar su vida humana plena.

La importancia del ejercicio de las virtudes radica en que le permite al hombre discernir cuándo la acción es buena. Tal discernimiento es sobre los medios, no sobre los fines o sea que se delibera acerca de los medios más adecuados para el logro del fin.

Recordemos en este punto la característica fundamental de la materia sobre la cual trabajan las virtudes que es el agere, lo agible en el hombre, el obrar propiamente humano que no trasciende a la persona, a diferencia del facere, lo factible en el hombre que se manifiesta en la obra realizada.

Es preciso establecer el concepto de bien que se utiliza para la investigación, ya que es un término analógico que puede predicarse de distintas realidades. Por ejemplo, se puede atribuir el carácter de bueno a un alimento que nutre; pero, también podemos predicar la calidad de bueno al alimento específico que necesita una persona para potenciar sus habilidades físicas en una circunstancia determinada. En la actividad educativa ocurre otro tanto, ya que por una parte se considera buena una profesora bien capacitada pero también es buena por otra parte, en cuanto sabe transmitir sus conocimientos y ayuda a la reflexión de sus alumnos.

Por tanto, procurar la excelencia del bien en las prácticas cotidianas implicará ser bueno no sólo para la misma persona que las realiza –el docente, en el ejemplo citado–, sino también para quienes comparten su actividad dentro de la comunidad, los alumnos que asisten a su clase.

Debe determinarse, asimismo, si lo que es bueno para cada persona reúne ese mismo carácter dentro de la comunidad en la que se encuentra inserta y, en tal caso, si es bueno para la misma; ello depende de múltiples factores como las situaciones especiales que se vivan en esa cultura en un tiempo y lugar determinado.

Considerando el concepto de virtud antes citado, procede explicar en qué consisten las prácticas para su realización efectiva.

Ninguna práctica puede sobrevivir por mucho tiempo si no está respaldada por las instituciones. La existencia de un estado en cuyo gobierno las leyes de su ordenamiento jurídico se formulan de modo que es irrelevante el ejercicio de las virtudes en sus prácticas de obediencia, como un modo de inculcar una perspectiva moral para el buen vivir, es bien diferente de otra tradición para la cual la práctica o ejercicio de las virtudes es imprescindible para el sostenimiento de la comunidad política a la que pertenece.

Por lo tanto, para que dentro de una tradición puedan mantenerse las prácticas de las virtudes dependerá de cómo ellas se ejerciten en relación a los bienes que se consideran propios para el hombre, por una parte, a los que denominaremos bienes internos, distinguiéndolos de las prácticas de las virtudes que se ejercitan para el logro de los bienes externos dentro de la comunidad.

Conforme a lo expresado, para que la virtud sea realmente eficaz, debe producir los bienes internos sin pensar en sus consecuencias. Así, cuando se ejercita la justicia, la verdad o la paciencia, la práctica de estas virtudes es independiente de las consecuencias que se pueden lograr; así puede suceder que, con el ejercicio habitual de la verdad y la justicia, se adquiera el prestigio y el éxito como bienes externos a esas prácticas.

[Continuará]
Es abogada argentina. Ponencia para las XVII Jornadas Argentinas de Filosofía Jurídica y Social, Córdoba, 30 y 31 de octubre y 1 de noviembre de 2003.
1. RODRÍGUEZ MOLINERO, Marcelino. Introducción a la Filosofía del Derecho. Servicio de Publicaciones de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, Madrid, 2000, pág. 157.

2. KELSEN, Hans. Qué es la Justicia. Buenos Aires, Editorial Leviatán, 1991, pág. 7 y 8.

3. MACINTYRE, Alasdair. Historia de la Ética. Barcelona, Editorial Paidós, 5ª edición 1994, pág. 58.

4. Ídem, pág. 53.

5. LEGAZ Y LACAMBRA, Luis. Filosofía del Derecho. Barcelona, Ed. Bosch. 1979, pág. 333.

6. Confr. ROSS, Alf. Sobre el derecho y la justicia. Buenos Aires, Eudeba SEM, 1997, pág. 334 y ss.

7. TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II, II, 58, a 10.

8. RAMÍREZ, Santiago. La Prudencia. Madrid, Ediciones Palabra, pág. 108.

9. MACINTYRE, Alasdaire. Justicia y racionalidad. ob. cit., pág. 315.

10. MACINTYRE, Alasdaire. Tras la virtud. Barcelona, Ed. Crítica, 2001, pág. 237.

Fuente: http://www.la-razon.com/suplementos/la_gaceta_juridica/Jueces-racionalidad_0_1804619633.html

30 de marzo de 2013



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