De la filosofía a la literatura

“Si la postura intelectual más respetable es aquella que es cuestionada con la misma virulencia por la izquierda y la derecha, estoy en buen sitio”, decía Richard Rorty en su admirable ensayo “Trotsky y las orquídeas salvajes”.
Rorty, quien murió la semana pasada, era visto con curiosidad, pero desde la distancia por conservadores y liberales. Unos lo tildaban de esnob: un pedante obsesionado por la alta cultura; otros lo veían como un pensador intoxicado por las incoherencias del postmodernismo. El hecho es que Rorty fue un provocador solitario, un intelectual que durante años encendió buenas polémicas. Dio tantas razones para sentirse acompañado por él como motivos para oponerse a sus juicios. Su primer trabajo importante fue un ensayo contra la ilusión de la filosofía. La filosofía yel espejo de la naturaleza, es su título. Argumenta que, durante largos siglos, los filósofos han tenido una elevada opinión de su disciplina. El desinteresado amor por el conocimiento convierte a la mente en un limpio recipiente de la verdad. El libro era un esquela: ha muerto la filosofía reina de los saberes. Descanse en paz la inteligencia que define lo verdadero, lo conocible, lo bueno y lo bello.

En aquel ensayo sobre las flores y el revolucionario ruso trazaba la ruta de sus exploraciones intelectuales. Rodeado del desprecio de la izquierda y el odio de la derecha, trataba de explicar el recorrido de su mente. Sus padres pertenecieron al Partido Comunista, al que renunciaron para integrarse al movimiento trotskista. “Crecí pensando que las personas de bien serían trotskistas o, por lo menos, socialistas”, escribe en ese apunte autobiográfico. También sintió un impulso estético e incomunicable en el que pulsaba una búsqueda religiosa. Descubrió las orquídeas salvajes en las montañas de Nueva Jersey y se sintió devorado por la fascinación. Sin saber claramente por qué, Rorty acariciaba la delicadeza de las flores como si encarnaran una sabiduría moral: la belleza de lo puro. Ahí estaba el origen de sus dos pasiones: la compleja hermosura de la naturaleza; el rudo combate por la justicia. Su proyecto intelectual consistía en conciliar las orquídeas con Trotsky: encontrar, fundar, o inventar un marco para la justicia y la realidad. La realidad eran los encantos del bosque; la justicia, la liberación del débil.

Creyó durante años que en la filosofía estaba el basamento de la justicia y el esplendor. Pero llegó a abandonar esa búsqueda que terminó por parecerle absurda. De ahí viene su libro contra el espejo de la filosofía. La pretensión de envolver la justicia y la verdad en un manto coherente era un error. Por ello renunció al sueño platónico de la Filosofía como reina de la ciudad. El problema es que en su renuncia se cargó a la verdad. Para él la verdad no era más que un absurdo que los contemporáneos adoran. Rorty llegó a sostener que la pregunta sobre la veracidad de algo era tan inverificable como la pregunta sobre la salvación de alguien. La búsqueda de la verdad termina siendo una empresa absurda, una pérdida de tiempo. Rorty se colocó de esta forma del lado de quienes rivalizan contra la modernidad, quienes descreen de la ciencia, quienes repelen los rigores de la razón. No sigo por ese camino a Rorty. Frente a su deserción, estoy convencido de que vale reiterar con Simon Blackburn o Harry Frankfurt (para citar sólo dos alegatos recientes) el valor de la verdad.

Rorty enterró a la filosofía y se alejó del cadáver. Abrazó entonces la literatura como camino para el entendimiento y la solidaridad. Por esa ruta sí podríamos acompañarlo. Si había un modelo para revivir al muerto no era la ciencia con sus fórmulas y sentencias, sino el arte con sus metáforas y sus guiños. Al alejarse de las coacciones disciplinarias de la Filosofía, se acercó al teatro, la poesía, la novela para descifrar el mundo o más bien, para conversar con él. Lo hizo desde la modestia y con buena pluma. A diferencia del intragable Derrida al que admiraba, Rorty sabía entrelazar frases con elocuencia y humor. Si la cacería de las esencias le resultaba una necedad, se aferró al sentido de la contingencia y la ironía. Nuestra existencia, nuestro lenguaje, la idea que tenemos de nosotros mismos son caprichos del azar. Bien pudimos haber nacido en otro siglo, en otra tribu, hablar otro idioma. Nada hay en la naturaleza que selle nuestra esencia. Por ello es necesario asumir la casualidad de nuestra circunstancia y el accidente de nuestras ideas. Hacerlo nos permitirá percatarnos delos otros. No sería entonces la investigación, sino la capacidad imaginativa lo que nos permite acercarnos al sufrimiento de otros. Con ello en mente, dibujó la silueta de un liberal irónico: un intelectual que es capaz de distanciarse de las convenciones de su tiempo para oponerse tenazmente a la crueldad.

El liberal que fue Rorty no cerraba sus ventanas con teorías. Más que el canon de los teóricos, creía que el verdadero consejero moral de una sociedad era el crítico literario. La ventaja del crítico sobre el filósofo no es su privilegiado acceso a la verdad, sino el entrenamiento de sus múltiples lecturas. El lector inteligente no queda nunca atrapado por el vocabulario de un solo libro; puede gozar con idéntico placer libros que el teórico juzga incompatibles. Admirar a Blake y a Locke; a Nietzsche y a Shakespeare; a Marx y a Baudelaire; a Trotsky y a Kundera; a Nabokov y a Hegel. Mientras el teórico liberal está convencido de que algunas nociones morales son ciertas, el liberal irónico duda, pero sabe cómo actuar. Mientras el teórico envuelve su razón en recuerdos del resentimiento, el irónico se sumerge gozoso en las letras. En esas aguas de la literatura ha de nadar la izquierda de la esperanza, la admiración y la solidaridad. El latín que Reyes pedía para las izquierdas.
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