Despreciable Politica

Está tan alejados la política, el lenguaje político y la personalidad del político de la realidad a cuya fabricación se dedican, que vivimos por culpa de ellos mucho más la locura erasmista que la existencia auténtica al decir de Heidegger.
Con el paso de los años he llegado a comprender perfectamente al filósofo de la antigua Grecia, Epicuro. Epicuro decía a sus epígonos en la Academia: ¡Lejos de la Política!

Toda persona reflexiva, que tiene en alta estima el rigor y la hondura intelectivas, ha de considerar la política una ocupación marginal y a los políticos unos titiriteros más de la alta pero decadente sociedad.

Si por algo me resultan despreciables el lenguaje político y los políticos, salvo las excepciones de siempre que confirman la regla ge­neral, es porque ellos y los que analizan su protagonismo y sus grandes vaciedades viven principalmente, más que del sabio hacer de la caza de la contradicción del oponente, de hoy o de ayer. Prin­cipalmente, porque también necesitan de afirmaciones rotundas porque la relativización y la prudente duda no pueden formar parte de la jerga política pues aniquilarían el discurso del político y sería su suicidio como tal. De aquí la incompatibilidad entre política y filo­sofía en la que todo son meras proposiciones, conjeturas, duda. Y de ahí también mi repulsión hacia la mentalidad puramente polí­tica…

Está tan alejados la política, el lenguaje político y la personalidad del político de la realidad a cuya fabricación se dedican, que vivimos por culpa de ellos mucho más la locura erasmista que la existencia auténtica al decir de Heidegger.

Un político puede, sin pestañear, soltar hoy una barbaridad o man­dar hacerla; decir una colosal mentira o deslizar un gigantesco dis­parate, y al mes siguiente insultar al rival más prudente. Cada acción política (sea de gobierno sea de oposición) es inconexa del resto. No hay trabazón entre las oraciones y las acciones propias. Hasta tal punto que si le recuerdas al político de turno algo anterior erróneo o mal hecho por él o su partido que choca con lo que dice o pre­tende hoy, le responderá a usted que “ahora no hablamos de eso”. Acostumbra al corte abrupto de sus acciones y sus palabras como si el político fuese una persona diferente en cada momento de su actividad. Como si no fuese el mismo partido ni la misma persona ni el mismo espíritu los que hablan o hacen, siendo así que en la conti­nuidad de la ideología fija se basan sus pretensiones. La imparcialidad y la coherencia no son política. Es cierto que la cordura no con­siste en evitar a toda costa la escisión o la contradicción frecuentes y patentes en que uno pueda incurrir sino en estar lo más cerca po­sible del sentido común sin desdeñar la excentricidad ocasional. Pero el decir una cosa y hacer otra, el acusar al contrario de lo que se ha hecho antes gravemente, son manifestaciones de que en el argumento de la escenificación política todo es deslavazado, no hay métrica, ni estética ya que la ética le repele como la santidad al demonio. La insistencia, la machaconería, la consigna y el eslogan son su artillería pesada. No hay hondura. Todo es superficial.

Se dice que la política es la guerra por otros medios. Pero ella misma termina provocando a menudo la guerra con su charlatanería y su vacuidad.

Por eso, dedicar artículos para responder con mordacidad, sar­casmo o ironía a tantas astracanadas en las que son expertos los políticos especialmente de la derecha, se me antoja un fácil ejercicio periodístico que cansa. Y por eso el conocido dicho “el mejor des­precio es no hacer aprecio” es el antídoto contra el veneno que ali­menta al político. El silencio, siempre, lo más demoledor. Esa gente, la clase política, esté por quien esté liderada acá, allá o acullá son puercos mentales a los que de nada sirve echarles margaritas. Me aburren las lindezas crónicas que les dedican facilonamente algunos articulistas especializados con cuyos escritos adornan la inmundicia.

¿Y qué hacer entonces, puesto que es imposible imaginar este sistema sin política? Pues nada. Sólo renunciar a seguidor o devoto de un político o un partido. Ignorar a los políticos, no elegirles, no votarles. Somos absolutamente responsables, pero ellos no. La sintonía entre ellos y nosotros es inexistente. Sólo los cercanos que viven directamente de la política son sus beneficiarios. Ellos van a lo suyo, que no es lo nuestro. Lo único que ha cambiado, y es de celebrar, es el “permiso” dado al homosexual para vivir como otro más entre los demás. Lo demás son retales de Derechos Humanos, confusas y contradictorias normas de las que sacan provecho los que debieran saber interpretarlas a favor del pueblo pero ni lo hacen ni les interesa hacerlo. Véase, por ejemplo, esa Ley de Memo­ria Histórica que nada dice al respecto, que nada reprueba, que no los revoca, que consiente decenas de títulos nobiliarios (con la perpetuación de prebendas, canonjías y privilegios) concedidos por el dictador a los mayores criminales de su cuadrilla. ¿Qué hay de inteligente y de reparador en esa manera de entender y de hacer política? ¿Institucionalizar el abuso del dictador ensalzando pasados crímenes es política? Y si esto es política de izquierdas, ¿qué podremos esperar de la política de la derecha desde sus absolutismos de antaño y de hogaño? A qué seguir…

Podría traer a colación mil citas de los tochos de ellas publicados sobre el parecer de los grandes autores acerca de la Política. No acostumbro a hacerlas: las hago con cuentagotas. Puede que no le sea posible a una socie­dad organizarse bajo otra fórmula que no sea política al uso, aunque las hay. Pero hay que regresar por todos los medios a la Edad de Oro…

“Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los anti­guos pu­sieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino por­que entonces los que en ella vi­vían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. (…) Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia; (…) La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del fa­vor y los del inter­ese, que tanto ahora la menoscaban, turban y per­siguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado…”
Fuente: http://www.kaosenlared.net/noticia/92033/despreciable-politica

SPAIN. 5 de mayo de 2009



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