El sentimiento tragico de la vida en la filosofia y en la poesia

Miguel de Unamuno y Antonio Machado.

2008-2-13
UNO
Leyendo un texto español correlativo al pensamiento ideológico del franquismo me encontré con la peregrina tesis de las dos Modernidades. Hasta ese momento yo comprendía la Modernidad como un fenómeno socio – cultural de carácter histórico, aparecido progresivamente en Europa a partir del Descubrimiento de América, la disolución del antiguo orden feudal, el advenimiento al poder de la clase burguesa, el establecimiento de la sociedad mercantil, la aparición de la Ideología política francesa de La Ilustración, la Filosofía Clásica alemana, la revolución industrial y científico – técnica y la concentración internacional del capital financiero como prolegómeno de un nuevo orden mundial impuesto por Occidente, especialmente por Norteamérica.
El filósofo e historiador español José Ortega y Gasset en su libro “Estudio de la historia” elaboró una visión crítica del concepto de Modernidad, a la hora de abordar la historia del Imperio Romano, proponiéndonos la tesis de una Modernidad romana. O sea, Ortega interpretó el criterio de Modernidad más como un concepto teórico, adaptable por ello a diversas formas de experiencia histórica, que como un hecho consumado, resultado fijo del desarrollo histórico acaecido en Occidente desde los siglos XVI y XVII.
Para Ortega la Modernidad puede aparecer bajo las determinadas circunstancias en que la tradición cultural de un pueblo, los postulados morales de su religión, las leyes naturales que hasta ese momento han regido el tráfico social llegan a tan alto grado de secularización que dejan de ser tenidas en cuenta por un período que busca deslindar su contemporaneidad política y económica de los fundamentos históricos establecidos por la tradición. Por eso es que Ortega define a la Modernidad como una progresiva pérdida de legitimación; es decir, desposeída de la legitimidad que le otorga la tradición. Una legitimidad que no sólo había sido sustentada por la tradición milenaria, cultural y religiosa (de la que la Modernidad concientemente se aparta para poder configurarse como tal) sino por los fundamentos filosóficos que en Occidente aportara, desde siglos, la metafísica.
Los conceptos de mundanidad, profanidad son entonces correlativos a la idea de Modernidad. Una época profana y mundana señala un tiempo moderno. El filósofo alemán Martin Heidegger definió estas características como propias de una época que ha sido construida sobre la base del olvido de los viejos conceptos de la metafísica, en particular sobre “el olvido del Ser”. Es decir, los problemas que plantea la existencia humana que atañen al significado y sentido de la vida, el código moral que pauta las formas en que el hombre se organiza socialmente, lo inserta en el cosmos cultural e interpreta la verdad de su existencia, dejan de tener interés para un período que tiende a desustancializar toda actividad, todo criterio, todo esquema relativo al valor, toda relación social, convirtiéndola en mera relación de beneficio, en simple interés de lucro. Para Ortega hay un momento en la historia de Roma que responde a estas características y que, por lo tanto, bien puede ser también definida con el concepto de Modernidad. Quizás porque la Modernidad es una constante que tiene la tendencia de aparecer en determinados períodos de la historia; un modo de ser y de configurarse la sociedad, la vida económica y la psicología de los individuos.
El hombre moderno es así el hombre frívolo, superficial, eficiente y funcional. Su psicología constantemente huye de los temas trascendentales de la existencia, vive muy apegado al concepto de su seguridad personal, no obstante sólo acepta la certeza de su finitud (la idea avasalladora de la muerte) como una posibilidad teórica no como una realidad cardinal de la condición humana. La propia relación del individuo moderno con el conocimiento, llega siempre reglamentada por las convenciones sociales, por el egoísta criterio burgués del beneficio. La aventura moral, que rige la introspección intelectual como conocimiento de sí y punto de inserción del Ser en el mundo, deja de tener sentido para el individuo disuelto, amalgamado, en la impositiva sociedad mercantil erigida por la Modernidad.
Cuando el hombre se apega a vivir siguiendo un código de conducta y de pensamiento que lo aleja de los valores establecidos por la tradición, a un modo de ser y de comportarse fundado estrictamente en las necesidades políticas y materiales, podemos decir que el hombre comienza a ascender a la conciencia histórica de su Modernidad. Y tal parece que es un fenómeno ocurrido en diversos momentos de la historia humana, bajo distintos niveles del desarrollo socio – económico, sin embargo se expresa siempre según estos axiomas: La crítica a la autoridad de la tradición y la religión. El surgimiento del Estado y la sociedad laica. El nacimiento de la sociedad política y la sociedad económica, fundadas ambas en el régimen de la propiedad privada. Y ocurre en el individuo de la Modernidad un cambio sustancial de su psicología al quedar esta substraída de los dogmas del pasado: la reorientación de la conciencia hacia los nuevos problemas que plantean su presente vital y su presente histórico.
Es tal vez sobre estas premisas que pueden ser entendidas las categorías de conciencia social y de realismo político. Las grandes luchas sociales que caracterizaron dramáticamente los últimos dos siglos, que protagonizaron la pequeña burguesía y la clase obrera, se movieron siempre dentro del espectro ideológico de la Modernidad. Federico Engels en su libro “Las guerras campesinas en Alemania” comparó las luchas de los obreros del siglo XIX con las de los primeros cristianos en la Roma imperial de los primeros siglos de nuestra era. Mas, no creo que sea esto un ciclo que se repite, es, por el contrario, una tendencia manifestada a ratos en la historia, que pugna por nacer y desarrollarse en su más completa plenitud como ese privilegiado estado de la conciencia y la condición humana en la que el hombre intenta poseer la contemporaneidad de su existencia; la gratificación de su personalidad inserta en su universo político y económico.
Si nos sumergimos un poco en la historia de España, para comenzar a serle fiel al título de este ensayo, veremos que la tesis de las dos Modernidades, entendidas como un cruce de caminos sobre el cual se desarrolló y bifurcó la historia europea de los siglos XVI y XVII, no sólo es un criterio ideológico creado para concederle a España un importante papel en tiempo de la Reforma Luterana, sino que tiende además a expresar las razones internas de la propia historicidad española, entregándole amplias cartas de legitimidad histórica a los ideales de la Contrarreforma. Nos veríamos de esta manera ante una segunda Modernidad Luterana, representada por las naciones mercantiles de centro y norte de Europa, y una primera Modernidad Romano – española, iniciada tempranamente en el siglo XV por los reyes católicos, Fernando e Isabel.
El llamado tercer Estado, el Estado burgués del mundo moderno, tuvo su antecedente en el pacto medieval de las monarquías nacionales con “el pueblo bajo” es decir, con la sociedad compuesta de mercaderes, trabajadores de los gremios y campesinos. En España la tarea de la unidad nacional en torno a una sola monarquía vino aparejada al esfuerzo modernizador emprendido, en principio, por los reyes católicos. Aunque si nos atenemos a Carlos Marx, en la península sobrevivieron al impacto de la Modernidad formas autárquicas de vida económica y social propias de la Edad Media. La llamada primera Modernidad española fue concebida como una propuesta distinta que buscaba sintetizar singularidades de la historia, la economía, la legislación y la cultura con la creación de un Estado en su sentido moderno, dotado de un carácter religioso – misional. Se configuró de este modo España como una excepción del desarrollo histórico, si la comparamos con el resto de Europa. Desgraciadamente el sol que alumbró en su esplendor al Imperio español en Lepanto tuvo su ocaso en Westfalia. Y todo lo que hay de irresuelto en la Modernidad se vuelve entonces, en su trágica y particular concreción, en lo irresuelto de la sociedad y reunión de pequeñas naciones que constituyen a la cultura y nación españolas.

DOS
Miguel de Cervantes nos dio a principios del siglo XVII esta definición de España: “…una nación política fundada sobre la base de varias naciones naturales”. Más allá de las lenguas, las culturas y las etnias que integran el complejo mosaico ibérico, el proyecto de la nación española es el resultado de un proceso histórico. La unidad de España fue históricamente una necesidad política sobre la cual se comenzó a edificar el Estado – Nación; la nación política a la que alude Cervantes.
En el año de 1936 una profunda crisis política condujo a España a la más cruenta guerra civil de su historia. Ese mismo año, después de haber elogiado desde el podio de la Universidad salmantina la invalidez física de Cervantes y refutado con vehemencia el “viva la muerte” de los falangistas, Miguel de Unamuno, retenido en prisión domiciliaria por soldados, escribió días antes de su propia muerte: “no soy fascista ni bolchevique; soy un solitario”. Al conocer su fallecimiento el poeta sevillano Antonio Machado puso en labios de su apócrifo Juan de Mairena la siguiente esquela, cito de memoria: “Unamuno ha muerto de repente como quien muere en guerra. ¿Contra quién? Quizás contra sí mismo. Quizás, aunque muchos no lo crean, contra aquellos que han traicionado a España y vendido a su pueblo. ¿Contra el pueblo mismo? No lo he creído nunca, ni lo creeré jamás.”
En mi opinión Unamuno compuso tres obras cumbres (una suerte de trilogía ensayística) que componen lo más significativo de su pensamiento filosófico: “Del sentimiento trágico de la vida, en los hombres y en los pueblos”; “La agonía del cristianismo”; “Vida de Don Quijote y Sancho”. A Don Miguel, como a tantos pensadores y hombres sensibles del mundo, le dolía España; ese dolor por esa patria originaria y tenaz que el poeta peruano Cesar Vallejo logró capturar en versos: “España aparta de mí este cáliz”. Habría que tratar de entender qué es España para poder comprender su tragedia histórica. España es un misterio. Está en la sangre, pero no es la sangre, del mismo modo que decimos que Dios está en el mar, pero no es el mar. España es un misterio que sólo los hombres de bien alcanzan a penetrar traspasando sus umbrales de silencio, tocando a las puertas de la casa de la muerte que nos conduce a las entrañas donde descansan las osamentas sepultadas de nuestros abuelos milenarios. España está en la tradición, pero es el misterio que esconde la tradición. La patria milenaria, los arcontes, las escrituras fundamentales, las vidas ejemplares… Sin embargo, continúa siendo un misterio. España es la sangre, la raza. Es el duende de Lorca; la sangre derramada del poeta; la raza que no se rindió en Numancia. España es la esperanza.
El único pueblo que puede comparársele es el eslavo. Hay sólo unas líneas de Dostoievski que se atreven a expresar ese misterio fundamental: “Aquí en nuestra patria, en nuestra raza, en nuestro tiempo, ha nacido un nuevo tipo de hombre, el hombre que sufre por el mundo”.
España es la palabra.
España es el misterio que habita en la palabra empeñada por el honor del Quijote y su escritor Cervantes.
La crisis de la Cristiandad, de la que tanto hablaran Unamuno y Machado, si es entendida como una crítica a la larga tradición de la que la religión es portadora, no deja entrever la falla fundamental sobre la cual la civilización de Occidente agoniza. Aunque para el verdadero cristiano la esencia de su religión no es el mito del dios milagrero hecho carne y profecía apocalíptica. Para el verdadero cristiano la esencia de su religión tiene como cifra la tragedia del Gólgota y como significado el hombre que agoniza, que ha atravesado valientemente elCalvario de su vida, en pos de la redención de la humanidad. No nos encontramos por tanto ante un problema histórico, sino ante una fe muy especial que habla e interroga la sensibilidad humana. La crítica histórica del cristianismo, su enfoque racional para un estudio materialista que delimite sus fuentes filosóficas y el devenir de la Iglesia como institución, es perfectamente válido. Aunque para el hombre cristiano el sentido de la vida se vuelve objetivamente trágico. Mas una forma trágica que se expresa de un modo novedoso, completamente distinta a como era asumida la tragedia en tiempos de los poetas Esquilo, Sófocles y Eurípides.
Para los clásicos griegos la tragedia se inscribe, se incuba, dentro de los límites biológicos de la familia, la gens. Edipo, Orestes, Etiocles y Polinice etcétera son héroes envueltos en los eventos de su época, aunque la raíz de sus males tiene origen en una malformación de la familia humana. Resulta curioso que Unamuno opinara que el nombre más preciso para designar la tierra donde hemos nacido no fuera patria, sino matria; la tierra como Mater universal y nutricia y que su héroe Don Quijote prácticamente careciera de familia y sólo tuviera como legado de hidalgo unas pocas fanegas de tierra que vendió para engrosar su biblioteca con libros de literatura y caballería. Para el Quijote, su epopeya profundamente cristiana, como la describiera Unamuno, la tragedia se cierne lejos de los ámbitos de la familia y el legado filogenético de los padres, aparece en medio de los caminos transitados de La Mancha y los verdes campos de Montiel, para tener su consumación dramática cerca de las inmediaciones de la ciudad condal de Barcelona, como apuntara el propio Unamuno, la capital industrial de España. Porque el que vence a Don Quijote es el capitalismo. La tragedia nace así, para el hombre y su obra moderna, como hija de la honda contradicción que existe entre realidad e idealidad; entre historia y poesía.
La guerra civil de 1936 – 39 fue el enfrentamiento de dos idealidades donde Unamuno sería una de sus primeras víctimas. Machado alcanzaría a ver la entrega de Madrid a los ejércitos franquistas y conocer las últimas palabras de La Pasionaria dirigidas a las milicias internacionales, poco después moriría y sería sepultado en un pequeño pueblo de la frontera franco – española.
En uno de sus más enigmáticos escritos Unamuno nos narra alegóricamente acerca de una honda Sima colocada en la cumbre de una montaña. La religión, la filosofía, el arte, la superstición de los cercanos pobladores de la montaña, nos dice, giran en torno a lo que puede habitar en el interior de la obscura Sima. Todos los que han intentado penetrarla no han vuelto y el lugar inspira un sagrado temor. Por un lado la existencia de semejante caverna nos sobrecoge, por el otro, la Sima nos sirve para dar forma a nuestro pensamiento, motivar nuestras especulaciones, inspirar a los poetas y establecer un límite a nuestra vida, dotándola además de una noción de trascendencia; no tendríamos la intuición de lo sagrado si no es gracias a la Sima. Es difícil saber qué profundo misterio guardaba ese lugar, pues Unamuno se limita a contarnos de su existencia no a especular sobre ella.
Machado nos comenta por su parte en esta otra cita, no es textual: “De todos los pensadores que hicieron de la muerte tema esencial de sus preocupaciones, fue Unamuno el que menos habló de resignarse a ella. Tal fue la nota españolísima, de este, no obstante, poeta de la angustia española.”
La última oración de “La agonía del cristianismo” expresa con creces la crisis histórica que en tiempos de la Modernidad padece la Cristiandad: “Cristo nuestro, ¿por qué nos has abandonado?” Es la irresolución de la sociedad moderna ante la máxima incomprensión de la leyenda cristiana: Dios abandonó a su suerte al Hijo; y el Hijo abandonó a su suerte al hombre. Tal es la metáfora originalmente bíblica que Unamuno traslada a su pensamiento y nos propone como singular tragedia contemporánea. Pero la renovación de las fuentes cristianas de la civilización de Occidente no significa aceptar dogmáticamente el Mito, sino entender la esencia que nos trasmite el sacrificio del Hijo de Dios, hijo también del Hombre. Esa esencia se inscribe en el seno de una manifestación poética, alegórica. Por tanto, si no comprendemos el valor gnoseológico que contiene la expresión poética, nunca podremos llegar a saber el alcance teórico de la alegoría planteada con la muerte y la resurrección del dios. En la Biblia debemos reconocer un texto literario, aunque esa obra haya sido escrita muchos siglos antes del surgimiento del lector moderno. Un texto que supone la existencia de un autor, de un artista. Como estamos en la época moderna ese tipo de lectura es la que debe importarnos.
Singularmente fue el propio Unamuno quien nos propuso una lectura de los textos donde adquiere mayor significado el papel de la interpretación que el propio texto. Para decirlo con palabras de Friedrich Nietzsche, tampoco es textual: No es el texto, es la interpretación que sobre el texto se hace, lo que determina la escritura. Así la universalidad de las escrituras bíblicas implica una relación directamente personal con la Obra. Ese es en el fondo el criterio de la Iglesia Luterana, por eso debemos seguidamente agregar que es la Obra, la escritura, la que nos salva y justifica; la irrenunciable vocación de artista que debe poseer el lector, el incansable interpretador de textos. “Vida de Don Quijote y Sancho” es exactamente eso: La universal epopeya cristiana vuelta a contar por Unamuno.
En el prólogo del libro antes citado, refiriéndose al hipotético lector como su “único amigo absoluto”, Don Miguel le comentaba que ambos hubieran preferido vivir bajo los “espasmos” del Milenario; en los lejanos tiempos fundacionales en que comenzaba a constituirse la nación española y la lengua castellana. Resulta interesante que en esa introducción titulada “El sepulcro de Don Quijote”, el autor revele a su escogido lector su más profunda e intensa vocación mística, mientras le vuelve a decir: “Si quieres vivir de ellos, vive para ellos, pero entonces mi pobre amigo te habrás muerto”.
Todavía recuerdo unos versos aprendidos en mi adolescencia que Machado le dedicara a Unamuno: “Esa tu filosofía/ que llamas dilletantesca/ voltaria y funambulesca/ gran Don Miguel es la mía/ agua viva, fugitiva/ poesía, cosa cordial/ ¿Constructora?/ no hay cimiento ni en el alma ni en el viento/ bogadora, marinera hacia la mar sin rivera”.
En ambos escritores se impone la obra humana, a-sistémica, minimal y con ella la angustia sucedida en medio de la larga extensión del tiempo, del que sabemos por deducción lógica que es tan finito como nosotros, sin dejar por eso de ser incognoscible, aunque con San Agustín digamos que “nuestra alma sufre porque quiere saberlo”.
Hay un lugar en el Quijote en que el caballero pronuncia su famoso “Yo sé quien soy.” Lo cito, porque es la angustia la que nos lleva de la mano a la que pudiera ser la problemática básica de nuestra existencia. La angustia nacida, como ya apuntaba, en medio de la enorme extensión temporal, campo abonado para el Ser y para la reflexión… Quisiera repasar con el lector ese momento en el que Quijote pronuncia su frase más conocida: Se trata de su primera salida, cuando aún no ha encontrado a su fiel escudero, pero ya ha sido armado caballero por el dueño socarrón de una venta. Don Quijote topa, en el medio del camino que lo lleva a su aldea, con un grupo de mercaderes que va rumbo a la ciudad de Toledo. Según Unamuno se produce aquí una de las aventuras más singulares ocurridas al Quijote, pues no se trata, en esta ocasión, de socorrer menesterosos, damas en peligro o pelear con gigantes, se trata de enarbolar como blanco estandarte la bandera de la fe. Nadie pasará, afirma Don Quijote interponiéndose al paso de los mercaderes, si no reconoce la belleza sin par de Dulcinea. Nunca la hemos visto, comentan así los interpelados, ¿cómo pudiéramos afirmar entonces cosa semejante? Los mercaderes regatean el precio de la declaración que les exige el Quijote para seguir su marcha. Este se para en sus trece y los embiste cuando los mercaderes no dan traza de reconocer a semejante beldad e incluso insinúan que Dulcinea bien pudiera ser fea. Si nos mostraras su imagen aunque fuese del tamaño de un dedal, pudiéramos entonces reconocer la belleza inigualable de tal princesa; argumenta un mercader. Pero Don Quijote no cede. He ahí la esencia del problema: la beldad de Dulcinea esta más allá de cualquier objeción, ya que es cuestión de fe lo mismo que las ideas. Es casi un razonamiento teológico, Dulcinea es el ideal por eso existe y es perfecta. Tal fue el espíritu que movilizó a España contra Europa en tiempos de la Contrarreforma.
Queda Don Quijote adolorido en medio del camino, derribado por los golpes recibidos de mano de los mercaderes, hasta que acude por él el aldeano Pedro Alonso que reconoce, detrás de su insólita armadura, a su viejo amigo Alonso Quijano. Yo sé quien soy, replica el Quijote asumiendo desde la gramática y el sentido de la frase todo su contenido ontológico. ¿Hay una metafísica española? Unamuno y Machado pensaban que sí, pero de existir no está ni siquiera en la teología tomista de Suárez, se encuentra en el decir y en el mismo sentir de los españoles; en la tradición viva de ese pueblo; en su arte y literatura. Una filosofía española “que le pide al amor conceptos y lógica a la sinrazón”. Una filosofía española que nos pide perseverar aún después de la muerte y entender a la vida como un gran misterio.
Antonio Machado mucho más sosegado que Unamuno ante la crisis histórica que vivía España, enfrentada como el Quijote al dilema trágico de su identidad y consciencia de sí, prefirió valorar, como porción de su constante reflexión sobre la sociedad e historia de su pueblo, las verdades sofísticas del griego del siglo V a.n.e. Protágoras.
Retomando las verdades imperativas que sobreabundan en el Quijote, el mundo se divide en hombres que creen en bacías de barberos y en hombres que creen en yelmos de Mambrino. Semejante yelmo nace de la ensoñación del poeta que fue Cervantes, al concebir una bacía de barbero colocada sobre la cabeza impertérrita de Don Quijote y verla así refulgir en doradas tonalidades bajo los soleados cielos de la llanura manchega. Sancho Panza, ante la estruendosa disputa que se ha creado en torno al yelmo que es bacía o a la bacía que, según afirma la poética de Quijote, es yelmo inigualable, nos propone la siguiente solución semántica: “baciyelmo”. Con esto, ¿el tropos ha muerto y la existencia no trae consigo otro contenido que aquel que nos dictan las comunes y prosaicas razones del barbero, del aldeano Pedro Alonso y la comitiva entera de mercaderes que cabalgan rumbo a Toledo? Habría que replantear la razón de ser de Sancho para dilucidar esta ontológica y urgente cuestión. Por el momento intentemos comprender la raíz sofística en la que se sitúa ahora el pensamiento del poeta Machado:
Protágoras es el filósofo de la dubitación; de la alternancia y polisemia de los sentidos; del carácter transitivo, relativo, contextual de las verdades sometidas a la dialéctica del lenguaje y la vida. Si no lo entendiéramos en parte así, estaríamos todos todavía envueltos en la famosa disputa de la bacía que se volvió yelmo por la gracia del tropos, en realidad mucho más quijotesco que cervantino. Partiendo de todo lo anterior pudiéramos de nuevo preguntar: ¿es posible una sociedad política? O sea, una sociedad que tenga como fundamento la tolerancia democrática que dicta el mensaje protagórico, mas que conserve intacta la pasionalidad poética del Quijote, alias Cervantes. ¿Dónde está España en estos momentos? Hoy el país ibérico es una sociedad parlamentaria en su acepción burguesa, se encuentra perfectamente integrado a la Unión europea y disfruta inobjetablemente del hecho de ser una de las diez primeras economías del mundo. Pero con lo que acabo de decir no he contestado mi propia pregunta, porque simplemente no conozco la respuesta; no la sé y no puedo reencontrar, en los archivos maltratados de mi conciencia hispana, a esa España dramática, a esa palabra castellana con la cual llegar a decir lo que se tiene por cierto y fundamental sobre la vieja grandeza de ese pueblo mágico. Aunque para los que lo dudan es válido recordar que lo más alto de la legitimidad de esa gran novela, que es el Quijote, se guarda aún en manos de Sancho. Del espíritu conciliador y pacifista del gran Sancho; del “heroico Sancho” como le llamara Unamuno, alentando al buen hombre que va a lo largo de toda la novela en busca de su fe, como quien marcha en pos de una ensoñada ínsula. Camino milenario de convulsionados y flagelantes como no hay otro.
De todas formas no hay nada agotado en la literatura y el arte de El Siglo de Oro, ni en las verdades de Sancho y de Quijote, sólo nos encontramos ante la dimensión trágica que cobra en nosotros las vidas imaginarias creadas por Cervantes, comentadas por Unamuno, replanteadas de forma indirecta en los textos poéticos y filosóficos de Machado. Y con Machado volvemos a vindicar paradójicamente al Quijote, buscando el auxilio de Protágoras, porque Protágoras, en manos del poeta, se resignifica y deviene en el ideal político esgrimido frente a cualquier dogmática, frente al solapado totalitarismo que abunda en las sociedades mercantiles.
Tal vez por ese derrotero, que es el de la reactivación política de la sociedad humana, es que puede lograrse la superación de la crisis histórica que amenaza no sólo a los países hispano – hablantes, sino a la Modernidad en su conjunto. Atendiendo a esto es que se deberían repensar las antiguas verdades de la metafísica, la filosofía del Ser y el valor dramático (relativo a la moral) de la existencia, pero sólo para hacer bajar el tono airado de nuestras afirmaciones y convertirlas en ese acento, afectuoso y cordial, que el propio Machado percibía en los escritos del maestro Unamuno.
Y es que hay un lado obscuro, reticente, soterrado, grácil, dotado casi de una sensibilidad femenina, que los poetas como Machado imperiosamente buscan y que se llama diálogo; respeto a las verdades del prójimo; entelequia compartida; rumor y ensoñación de la tarde y que se vuelve la noche más íntima en la que se solaza el alma del poeta Juan, que es la que nos dice al emprender su solitaria subida a El Monte Carmelo: “En una noche oscura/ Con ansias en amores inflamada/¡Oh dichosa ventura!/ Salí sin ser notada/ Estando ya mi casa sosegada.
Es quizá de alturas como esta, discretas y sosegadas, que se pudiera llegar a comprender qué es España; qué significa en realidad el criterio de nación política; qué valor tiene para los escritores hispano – hablantes la lengua de Cervantes, inseparable de la palabra empeñada del Quijote; en qué radica el valor ideal de merecer; y cuál es el contenido factual del sentimiento trágico de la vida en la filosofía, en la poesía, en cada uno de nosotros y en la historia de los pueblos.
Fuente: http://www.cubanuestra.nu/web/article.asp?artID=10966



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