¿Para qué?

Es un escritor y comentarista político mexicano nacido en la Ciudad de México en el año 1955. Es profesor y miembro del patronato de la Universidad Nacional Autónoma de México, presidente del Consejo Rector de Transparencia Mexicana y presidente del Consejo Directivo de Fundación Este País. Es autor de diferentes obras narrativas, como Ante los ojos de Desiré, o Noche tibia, colaborador del Diario Reforma y comentarista en programas de radio y televisión mexicanos, como Entre tres.

Aunque se le creyera en retirada, Dios permanece entre las creencias humanas. Lejos de cualquier religión en particular, cabe la reflexión. ¿Los dioses ordenan nuestra vida?

“La razón me dice que Dios existe, pero también me dice que nunca podré saber lo que es” Voltaire.

No tengo ninguna filiación religiosa. Ello no me cauteriza frente al tema. Basta con mirar al firmamento o ver a un bebé nacer o leer sobre el DNA para caer en el asombro. Ese asombro es la puerta de entrada a los grandes misterios: la creación, la vida, la muerte y nosotros ahí con nuestra loca cabeza. Sólo un muerto, muerto del alma, podría quedarse inmune. Victor Hugo definía a Dios como lo evidente invisible. Pero las creencias y los usos que las religiones han hecho de ellas son un asunto serio. Hay quien piensa, y no sin razón, que las religiones lo envenenan todo (C. Hitchens, God is not Great). Buena parte de la violencia entre los seres humanos ha brotado de la pasión religiosa.

¿Pero entonces, qué hacer? Cruzarse de brazos y aceptar esa terrible fatalidad: la búsqueda de respuestas a los misterios conduce al dogma, al fanatismo, a la degradación. Sería aceptar nuestra impotencia para encauzar las grandes dudas y sus siempre tentativas soluciones. Se trata de una de las discusiones filosóficas más apasionantes y en las últimas décadas ha sido muy rica. Dios ha muerto, declaró Nietzsche (UNAM, ver la excelente introducción de Paulina Rivero Weber), con lo cual tambaleó los referentes no sólo filosóficos sino éticos. ¿Quién mató a Dios? En su loco afán por conocer, por establecer verdades independientes, el hombre destruyó los absolutos, Dios incluido. Pero si Dios no existe, razonaría Dostoievski, entonces todo está permitido. Sin ese absoluto, se argumentó, el hombre deambula en la oscuridad. Quién va a ser el guía, quién dará el rumbo. Para algunos ese absoluto se ha trasladado al valor inmanente de la vida. El rumbo no venía del exterior, de una fuerza superior, sino de adentro. Estaba dado por la propia Creación en la vida misma.

La tensión básica estaba sentada. En la búsqueda de verdades el ser humano sólo podía cancelar los dogmas, los absolutos y seguir su propia forma de leer el mundo. Con el avance de la ciencia en el siglo XX surgieron nuevos dilemas y posturas. Quizá una de las más conocidas por su claridad fue la de Bertrand Russell. El gran filósofo y científico inglés fue radical: la ciencia es incompatible con cualquier tipo de religiosidad. Dogma y ciencia están reñidos a muerte. La apuesta de los años sesenta fue ésa: el avance del pensamiento científico terminará desplazando a los dogmas religiosos. Pero en pleno inicio del siglo XXI las cifras no apuntalan tal dicho.

De los 6 mil 500 millones de seres humanos que habitamos el planeta, el 82 por ciento se declara religioso. Según los datos de Naciones Unidas, un 16 por ciento se declara sin religión y sólo un 3.7 por ciento, ateo. La diferencia no es menor: sólo los ateos niegan la existencia de Dios. De aquellos sin religión no sabemos si aceptan o no la existencia de Dios pero sin acudir a un dogma en específico. Pareciera que, en todo caso, lo que pudo haberse incrementado en el siglo XX fueron los ateos. Pero, es curioso, ese cambio tuvo que haber ocurrido en la primera mitad del siglo XX, cuando la gran explosión científica se dio en la segunda mitad. ¿Cuál fue el efecto de las guerras? No lo sabemos bien a bien. Lo que queda claro es que los satélites, el microchip o los celulares conviven perfectamente con las tradiciones religiosas. De hecho las nuevas religiones aprovechan las tecnologías para conseguir adeptos. Dios no está, como lo pensó Nietzsche, en retirada. De acuerdo con la Encuesta Mundial de Valores, un 86 por ciento de los habitantes del planeta cree en Dios.

Además la percepción de Dios está distribuida tanto en países islámicos como Marruecos, Paquistán o Egipto con porcentajes del 100 por ciento, como países católicos, en niveles de 80 por ciento. No hay exclusiva. Pero quizá la mayor sorpresa radique en que el desarrollo tampoco está reñido con esa creencia. El 96 por ciento de los estadounidenses cree en Dios, en Finlandia es el 83 por ciento. Sólo en Vietnam el porcentaje se desploma a menos del 20 por ciento. ¿Por qué? Las sorpresas continúan: las comunidades científicas, obsesionadas con las nuevas verdades o paradigmas, no son islas de no creyentes, por el contrario. Se ha comprobado que en Estados Unidos la gran mayoría de esos científicos son creyentes. Pareciera entonces que la indagación de los misterios no debilita la religiosidad sino que incluso la alimenta. Es fantástico revisar los testimonios de muchos científicos como Francis Collins o Francis Compton Crick, premios nobel vinculados a la indagación sobre el DNA, dando sus testimonios sobre cómo los grandes misterios, la ciencia y Dios, pueden navegar en la misma barca.

El dilema de Nietzsche ya no está allí. Lo que sí continúa vigente es la idea de que son esas figuras, los dioses en plural, los que actúan como grandes ordenadores de la vida. La industrialización, la urbanización, han acentuado un fenómeno de soledad, de búsqueda de un sentido en la vida. Una vez resueltas las necesidades básicas viene la pregunta, ¿para qué la vida? Víctor Frankl, el gran sicoterapeuta, estableció hace décadas esa neurosis provocada por la carencia de un sentido en la vida. Muchas sociedades ricas son víctimas del padecimiento. Las depresiones y los suicidios se multiplican. Hay nuevos flagelos del alma. Francia, España, Estados Unidos, los países escandinavos, todos registran esa nueva pesadilla que es la soledad. Se la ha denominado la era del vacío.

En estos días en que una parte del mundo celebra el natalicio de Jesús, vale la pena la reflexión sobre el fin último de las creencias. ¿Violencia o sentido en la vida, dogma guerrero o paz interior? ¿Religión y vida, para qué?

Fuente: http://www.reforma.com/



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