La conversión de García Morente

Discípulo de Ortega, estudioso y traductor de Kant, identificó la causa de la España sublevada con el horizonte redentor del cristianismo.


La guerra fue el marco propicio para que España pasara de su condición de realidad histórica al carácter de un deseo esencial. Lo que era España pasó a carecer de vigencia ética, desplazado en la ansiosa búsqueda de lo que España debía ser. El equilibrio que exige una prudencia activa perdió prestigio ante el talante heroico que los extremistas insuflan a ciertos momentos cruciales, en los que la tolerancia puede parecer falta de convicción y la moderación es tildada de pereza moral. La emoción española habitó en todas partes, nunca fue patrimonio de un bando en lucha. Pero ese fervor se tiñó también de mito que condujo, enseguida, a actitudes excluyentes. La pasión nacional nos conmueve por su franqueza, pero nos inquieta por su propia voracidad. Y lo hace, en especial, cuando pulsó el corazón de algunos de los que mejor habían orientado a la juventud universitaria en las ideas más generosas e integradoras de la edad de la razón.

Poco después de haberse iniciado el conflicto, Manuel García Morente, que había tenido que huir de Madrid por el riesgo que corría, vivió su agonía existencial en forma de proceso de conversión. Atormentado por graves circunstancias familiares, aquel discípulo de Ortega, estudioso y traductor de Kant, conocedor y divulgador del pensamiento racionalista de la Ilustración, aquietó su espíritu cuando, a impulso de una intensa conmoción religiosa, identificó la causa de la España sublevada con el horizonte redentor del cristianismo.

Catolicismo integral

Si algunos intelectuales formados en el liberalismo burgués pasaron a vivir, a hablar e incluso a vestir de acuerdo con los criterios de la propaganda comunista, otros pensadores, alineados en los valores del idealismo hegeliano o el criticismo neokantiano se entregaron a un auto de fe de catolicismo integral. García Morente perteneció a este grupo. La destrucción de las esperanzas de la España liberal e ilustrada le empujó a diseñar con brillantez un modelo de nación basado en el ideal del caballero cristiano, cuya existencia histórica real era menos importante que la creación de un referente imaginario donde residieran las virtudes eternas de un pueblo, intransigente en la defensa de sus valores y principios.

La mejor exposición de estas cuestiones la desarrolló el catedrático andaluz en un viaje a Argentina y Uruguay en 1938. El texto, que se publicaría con el título de «Idea de la Hispanidad», es la expresión ejemplar de una idea de España que deseaba cerrar los interrogantes abiertos en 1898 y cancelar tiempos de búsqueda, en favor del retorno a una esencia nacional que solo uno de los bandos en guerra podía restaurar. Como todos los intelectuales de su tiempo, García Morente volvía a preguntarse qué era la nación española. España no era un territorio físico, una raza o una lengua; no era un plebiscito cotidiano a mantener o revocar. Tampoco era una comunidad reunida en torno a la empresa de su propia afirmación en la historia. Todas estas definiciones eran ajenas a la indispensable sustancia espiritual de la hispanidad. La nación española era territorio, lengua, historia y destino. Pero, ante todo, era un estilo unificador, una forma de vivir, una constante moral que había dado alma perenne al desarrollo de España en la geografía y el tiempo, en la cultura y la política. Ese factor permanente nada tenía que ver con el inmovilismo. «Tradición es, en realidad, la transmisión del “estilo” nacional de una generación a otra. No es, pues, perpetuación del pasado».

Para explicar algo tan difícil de definir como el «estilo» de una nación, García Morente utilizó el recurso de la metáfora y el símbolo. Lo español había de encarnarse en el tipo ideal del «caballero cristiano» que se había manifestado en los momentos de plenitud nacional. El caballero cristiano era el paladín en la lucha por la fe y la justicia. Tendía a la grandeza frente a la mezquindad. Despreciaba el servilismo y veneraba el honor. Rechazaba la exhibición y velaba por una discreta privacidad. Era celoso de su intimidad y su sentido patriótico nunca le había hecho perder la conciencia de la universalidad del género humano. Sabía que era un ser llamado a morir y entendía que la vida cobraba su significado en su carácter de tránsito virtuoso bajo la mirada de Dios y al servicio de la religión.

Retorno a los valores

España había sabido vivir de acuerdo con estos principios en tres grandes ocasiones históricas: la romanización, la Reconquista y la Contrarreforma. Y ahora la guerra civil iniciaba el gran momento de retorno a los valores integrados de esas épocas de plenitud. El pasado y el futuro se extinguían en un solo instante de síntesis moral. La tradición y el progreso se fundían en un solo gesto del destino de España. El 18 de julio de 1936 ofrecía, según García Morente, el ámbito de una profunda congruencia del espíritu nacional con su realización histórica. «España ha asumido estoicamente el papel de víctima ejemplar en el laboratorio de la historia y ha dado en su propia carne y con su propia sangre una inolvidable lección al mundo».

La agudeza y sinceridad de una inteligencia como la de García Morente nos sumen en una honda e inquieta meditación. El drama de España se revelaba en una forma de amor que la recluía no tanto en lo mejor de su historia como en la estricta subordinación a una esencia que se deseaba indiscutible. Quien no la tuviera como verdad, ni siquiera era digno de considerarse español. A un lado, como veremos que se dará en el otro, una parte conmovedora, indispensable de la historia de España; una zona necesaria y hermosa de su alimento espiritual pasaba a confundirse con lo que debía ser España entera. En esa exclusividad, no en la defensa de principios indispensables, se encuentra la raíz de la tragedia nacional del siglo XX.
Fuente: http://www.abc.es/cultura/abci-conversion-garcia-morente-201511081644_noticia.html

9 de noviembre de 2015. ESPAÑA



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