Filosofía para no filósofos

¿Quiénes son los no filósofos? Y ¿qué es la filosofía? Contestar a la
pregunta sobre quiénes no son filósofos es relativamente fácil, y la
respuesta es, simple: son los que no estudiaron filosofía, quienes no
poseen el título académico de filósofo. En este sentido, resulta casi un
hecho que pocos hombres o mujeres sean filósofos -o filósofas-, pero esto
no es necesariamente así.

Los no filósofos en sentido estricto no existen, pues todo ser humano, en
algún momento de su vida ha practicado la filosofía aún sin saberlo; esto
es, se ha hecho preguntas, ha intentado comprender a los otros y
comprenderse a sí mismo, se ha cuestionado su origen y el del cosmos, le ha
preocupado su finalidad en el mundo, ha interrogado sobre distintos aspectos
de éste: Dios, el bien, el mal, la virtud, los valores, lo que son las
cosas y cómo es posible conocerlas, el comportamiento moral, la política,
la muerte… en fin, ha descubierto más tarde o más temprano -como
escribieran Ronald Duncan y Miranda Weston-Smith-, que “Comparada con el
estanque del conocimiento, nuestra ignorancia es atlántica”.

J. M. Bochenski llegó a decir: “Por muy raro que parezca, probablemente
no hay hombre que no filosofe. O, por lo menos, todo hombre tiene momentos
en su vida en que se convierte en filósofo”. Desde la perspectiva del
autor, todos filosofamos y, lo que es más importante, en sentido estricto,
es que no tenemos otro remedio que filosofar. Quien filosofa no se ha
quedado ahogado en su asombro, o impávido ante la inmensidad de las
preguntas; ha intentado explicar -y explicar-se- su situación en el
universo.

La filosofía, afirma W. K. C. Guthrie, “[…] comenzó por la creencia de
que detrás de este caos aparente existen una permanencia oculta y una
unidad, discernibles por la mente, si no por los sentidos”. Permanencia y
unidad que buscan ser dilucidadas.

Desde hace ya tiempo he tenido la impresión de que en todo ser humano
existe una condición pre-filosófica que nos mueve a pensar. La historia
nos muestra que en ese afán de comprensión de las cosas que acontecen
pueden caber la fe o la razón. La mezcla de ambas dio origen, en su
momento, al mito; el predominio de la primera hizo lo propio con la
religión, mientras que la segunda propició el nacimiento de la filosofía
y la ciencia.

Como sabemos, la distinción entre estos últimos términos no existía
entre los griegos, incluso la palabra filosofía no se hallaba, como tal en
el vocabulario de los antiguos mexicanos. Enrique Dussel afirma al respecto
que

“Los que se dedicaban a esa labor de ordenar las interpretaciones más
profundas de la existencia de esas comunidades altamente desarrolladas se
denominaron amantes de la sabiduría (en griego filósofos, en azteca
tlamatinime). Eran los que podían dar cuenta de forma ordenada y
racionalizada de los diversos modos de saber, es decir, que relacionaban las
observaciones astronómicas, descubrimientos matemáticos, etcétera, con
las experiencias agrícolas, los saberes medicinales y con los recuerdos de
las gestas de los pueblos”.

Samuel Ramos, en su Historia de la filosofía en México, no sólo reconoce
en nuestros antepasados el impulso de conocer y explicar los fenómenos
naturales, sino que subraya que “La necesidad de ordenar y reducir a
ciertas unidades el mundo de la representación surge en el primitivo como
un imperativo vital para librarse del temor que le causa el mundo
desordenado y caótico”. Esto dio lugar a una fase mágica del pensamiento
que fue sustituida más tarde por la filosofía; esta última, según
cuentan, Sócrates quiso mostrarla como una actitud orientada al
conocimiento, como una inclinación natural, como un “deseo de saber”,
como más tarde diría Aristóteles en su Metafísica.

Los filósofos nos muestran que la ignorancia es una cosa molesta. Ignorar
es vivir en el infierno -aunque esto no equivalga necesariamente a sufrir.
Valga decir que también puede uno regocijarse en la penuria-. Muchas veces,
y esto no requiere mucha reflexión, vivir sin saber algo no necesariamente
equivale a “vivir mal” o “a no poder vivir”. La gente vive -vivimos-
ignorando cosas. Y no sólo vivimos sino que sobrevivimos a pesar de nuestra
insapiencia; así, sin más. Muchas veces el ignorante vive feliz
precisamente porque vive ignorando. Pero la filosofía, que se liga al
conocimiento y tiene que ver con una condición de bienestar, libra toda una
batalla y ha de aprender a lidiar con la inercia de lo aprendido.

La filosofía, llegó a decir Manuel García Morente en un texto memorable,
“es la miel que destila la abeja humana”, con lo que quiso señalar que
es un quehacer estrictamente nuestro. Ningún otro ser, excepto el humano,
intenta comprender el mundo y la vida. Por ello Miguel de Unamuno afirmó
que responde a una necesidad: formarnos una concepción unitaria y total del
mundo y de la vida misma. Pero también a un sentimiento, a una actitud
íntima y una acción. Para Unamuno, la filosofía va más allá de las
abstracciones; se vincula con actitudes y valoraciones. Por eso apunta:

“Si un filósofo no es un hombre, es todo menos un filósofo; es, sobre
todo, un pedante, es decir, un remedo de hombre. El cultivo de una ciencia
cualquiera, de la química, de la física, de la geometría, de la
filología, puede ser, y aun esto muy restringidamente y dentro de muy
estrechos límites, obra de especialización diferenciada; pero la
filosofía, como la poesía, o es obra de integración, de concienciación,
o no es sino filosofería, erudición seudofilosófica”.

Victoria Camps ha dicho que “sólo el ser humano se hace preguntas y no
debe dejar de hacérselas”. Filosofar es, entonces, pensar, razonar, pero
también comprender, explicar, dar razones y justificar lo que se dice y se
hace. Así, decir que los no filósofos no existen es apostar a que todos,
en cualquier etapa de nuestra vida, nos hemos topado -o habremos de
toparnos- frente a los grandes enigmas de la existencia humana, de cara a
las preguntas de la vida, como las llamó Fernando Savater. Y no sólo eso,
sino que no nos reduciremos al azoro o la perplejidad que tan grandes
enigmas nos muestran, sino que habremos de intentado, en la medida de
nuestras fuerzas, responderlos. Al hacerlo, no será necesario entrar a una
facultad de filosofía, es decir, formar parte de una comunidad de
universitarios para intentar contestar aquellas interrogantes, sino hacerlo
-siguiendo una expresión de Erich Fromm-, en el laboratorio de la vida
cotidiana. Allí es donde se hacen patentes todas las cuestiones, allí es
de donde emanan las experiencias sobre las que es posible pensar. De esta
forma, no se trata de preguntar si alguien es filósofo o no, sino de saber
qué tan bueno o malo es. Y en este aspecto valdría decir que el estudio de
la filosofía puede ayudar a alguien a ser mejor filósofo de lo que es por
naturaleza y potencialmente. Entiendo aquí por filosofar la acción que se
vincula con la capacidad de asombro -tan menguada hoy día- y la de
preguntar; esto es, inquirir, indagar. Pero, ¿qué estudia un filósofo? T.
W. Moore ha dicho, por ejemplo, que “No existe un consenso acerca de lo
que los filósofos hacen o deberían hacer”. Jean-François Revel sostuvo,
por su parte, que todo es de incumbencia filosófica, por ello afirmó que
“Ninguna cuestión es filosóficamente sin objeto. Si lo es, debe ser
fácil demostrarlo, lo que aún es filosofar”.

La filosofía tiene que ver con nuestra naturaleza y nuestro destino.
Platón, en el Teeteto, refiere que Sócrates le dijo a Teodoro haciendo
referencia a Tales de Mileto:

“Éste, cuando estudiaba los astros se cayó en un pozo, al mirar hacia
arriba, y se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se
burlaba de él, porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba
de las que tenía delante y a sus pies. La misma burla –continúa
Sócrates– podría hacerse de todos los que dedican su vida a la
filosofía. En realidad, a una persona así le pasan desapercibidos sus
próximos y vecinos, y no solamente desconoce qué es lo que hacen, sino el
hecho mismo de que sean hombres o cualquier otra criatura. Sin embargo,
cuando se trata de saber qué es en verdad el hombre y qué le corresponden
hacer o sufrir a una naturaleza como la suya, a diferencia de los demás
seres, pone todo su esfuerzo en investigarlo y examinarlo atentamente”.

¿Qué es entonces filosofar? Y más aún, ¿qué es filosofía? Estamos
ante la segunda pregunta. Cuestión mucho más difícil que la primera.
Etimológicamente filosofía quiere decir “amor por la sabiduría” o
“amor por el saber”. Pero esto dice realmente poco, porque ¿de qué
tipo de amor hablamos?, ¿qué es saber?, ¿tiene éste algún vínculo con
el conocimiento?, ¿son lo mismo? De no ser así, ¿en qué difieren?, ¿a
qué llamamos sabiduría?, ¿es ésta una condición o tan sólo una
aspiración?, ¿puede verdaderamente alguien alcanzar la sabiduría?
Intentar responder a estas cuestiones es ya filosofar. Y es que, como dijera
maravillosamente Antonio Caso: “Hallar la verdad desde luego, sin
aproximaciones ni tanteos, sería excelente; pero investigarla,
constantemente, sin lograr alcanzarla jamás, es acaso nuestro mayor
bien”.

La filosofía es algo que el ser humano ha hecho desde hace siglos y, como
recomienda Victoria Camps, esperamos que siga haciendo. La filosofía es un
hacer. Eduardo Nicol sostendrá, para completar lo anterior, que es una
vocación vital; es decir, algo a lo que todos los seres humanos estamos
llamados. Él mismo dirá que el hombre, al ser literalmente onto-lógico,
es un ser capaz de hablar de otros seres. El hombre, al constituirse como un
ser de pensamiento, es también un ser de palabras. Y la filosofía tiene
que vérselas con ellas.

Jean-François Revel llegó a criticarles a los filósofos el hecho de
hablar de un vocabulario y una técnica filosóficos. Por ello dijo: “Un
filósofo digno de ese nombre no puede, en consecuencia, encontrarse molesto
porque su interlocutor no conozca el vocabulario: responde con su
vocabulario y es todo. Expresa su pensamiento por medio de ese vocabulario
que está hecho, hasta nuevo aviso, para permitir la comunicación y no para
impedirla”. Tenemos aquí una cuestión esencial: la verdad filosófica es
comunicable. La filosofía, entonces, no sólo es un hacer sino una forma de
hablar. “Hablar de esto y de lo otro y de lo más allá, con amor”.
Eduardo Nicol nos sugiere:

“[…] hay una forma del hablar sublime que no dice nada si no es palabra de
amor. Esto es filosofía. También la filosofía habla de esto y de lo otro.
Si no es con amor, o por amor, no es philo-sophía. No insistir en la
philía, que es raíz y esencia y fuego de la sophía, puede ser recurso de
timidez o modestia. La filosofía se ofrece como palabra de razón; la cual
no es más que su escudo, que oculta que ella es palabra de amor. De amor
por el ser, por esto, eso o aquello; y también, claro está, de amor por la
misma razón”.

Nada dentro de la filosofía nos es ajeno y la filosofía lo estudia todo.
En expresión de Savater, la filosofía “abarca más que aprieta”, pues
son muchas sus preocupaciones y pocas, poquísimas, sus respuestas. Y es que
todo lo que ella trata tiene que ver con nosotros. Sólo que toca temas en
los que no habíamos reparado. Este es, me parece, el principio básico de
la filosofía: re-parar, parar constante, repetidamente frente a lo mismo.
Quiero decir con ello que la filosofía gira o se mueve en círculos
concéntricos. Hay que volver la vista atrás para marchar de frente. Es un
regresar para encarrerarse, para efectuar una empresa aún más fuerte,
consistente o insistente, para decirlo como es.

La filosofía tiene que ver con un insistir. Es un taladreo constante que
busca precisamente penetrar las entrañas mismas de la realidad para
conocerla y comprenderla, para explicarla y cuestionarla, para criticarla y
transformarla. Filosofar es, entonces penetrar, acceder a la realidad,
abrirse camino. Y esa tarea tiene que ver con un develamiento, con un
desocultamiento. De ahí que Heidegger viera la verdad como alétheia, como
un “recorrer el velo”, como eliminar todo aquello que nos impide ver la
realidad tal cual es.
Enseñar filosofía es entonces, enseñar a filosofar, a descubrir que hay
en la realidad un aspecto evidente y otro latente; uno que se muestra a los
sentidos y otro que sólo es asequible a la razón; uno que es aparente y
otro real. Enseñar a filosofar es también enseñar a no ser dogmático.
Los dogmas se ligan a la aceptación acrítica de lo planteado por alguien
considerado superior, conocedor o digno de admiración o estima. Sin embargo
no sólo el sacerdote transmite dogmas que deberán ser aceptados, asumidos
y retransmitidos, sino también los profesores. La escuela se ha convertido
en una rara especie de santuario donde los catedráticos -no olvidemos que
silla en griego era edra; y cátedra, el banco o la silla “elevada”
desde la que el maestro explicaba la materia de su enseñanza- ofician y
oficializan el saber que debe memorizarse y repetirse. Por eso cuando uno
escucha o lee sobre la pretensión de eliminar el aprendizaje filosófico de
la educación media superior, no puede menos que indignarse ante tal
absurdo.

Victoria Camps ha dicho que el filósofo se empieza a hacer en el
bachillerato. Por ello, como bien apunta Dussel: “Eliminar las disciplinas
filosóficas de la enseñanza media superior es traicionar
irresponsablemente la posibilidad de tomar conciencia de los fundamentos de
autodeterminación crítica y ética de la tecnología, la economía y la
política del país”. Y es que, si bien el filosofar tiene que ver con el
difícil arte de preguntar, cuestionar y criticar, debemos reconocer que
estos aspectos son aprendidos -o no-, en la familia, en la escuela, en la
sociedad. Cabe decir, entonces, que promover la ausencia de la filosofía en
el plan de estudios de la educación media superior tiene que ver no sólo
con una fuerte dosis de insensibilidad e intolerancia de parte de las
autoridades educativas y, desde luego, del gobierno que promueve semejante
barbaridad, sino también con la inhibición de la capacidad autocrítica.

Pero esto es entendible. Fernando Cazas lo dice de forma contundente en el
texto Enseñar filosofía en el siglo XXI:

“Nunca la filosofía se ha llevado bien con el poder. Nunca una disciplina
que promueve el pensamiento crítico, el cuestionamiento, el debate, la
búsqueda de la verdad y la justicia, se ha llevado bien con aquellos que se
aferran al poder terrenal que le prodigan sus tronos o sus sillones. Esta
era de globalización y posmodernidad no será la excepción. En estos
tiempos tampoco los que se apoderan del poder quieren a la filosofía”.

El mismo Cazas recupera lo que Mauricio Langón, docente y filósofo
uruguayo, dice respecto a la política educativa impulsada por los
organismos financieros internacionales, -léase Fondo Monetario
Internacional (FMI), Banco Mundial (BM), Organización para la Cooperación
y el Desarrollo Económicos (OCDE), Comisión Económica para América
Latina y el Caribe (CEPAL), Organización Mundial del Comercio (OMC), entre
otras- la cual, desde su perspectiva,

“…tiene por objeto la expansión masiva de un tipo de subjetividad sumisa,
que no se espanta, que no se asombra, que no se conmueve y no se mueve; un
tipo de subjetividad antifilosófica. Una subjetividad apática, incapaz de
sorprenderse por nada, de dudar, de cuestionarse, de advertir problemas, de
preocuparse, de tomar posición, de pensar”.

Esta subjetividad antifilosófica sólo cabe pensarla como una obstinación,
como un empecinamiento de vivir en el mundo de la inconsciencia infantil.
Con ello quiero subrayar que la capacidad crítica y autocrítica, si bien
es un atributo exclusivo del ser humano, no es ingénita; se alienta, o no,
a través de la educación. En este sentido Antonio Caso, defendiendo el
ánimo y espíritu filosóficos, subrayó hace ya mucho que es justamente
esta disciplina la que da templanza al criterio, permite ponderar razones y
aquilatar argumentos. Él mismo se refirió a un “heroísmo filosófico”
para aludir una actitud que no por silenciosa está menguada.

Para Caso, la filosofía proporciona madurez de juicio y serenidad; y pese a
estar siempre tan lejana, se orienta a la verdad. Bajo su óptica

“…la verdad, al menos la verdad humana, no es definitiva ni estática,
como no es estático ni definitivo el mundo a que se refiere. La verdad
“se está haciendo” y el mundo también.
Todo cambia. Lo único que no varía es el anhelo de variar. Todo se muda y
se transforma; lo que permanece invariable es el movimiento y la
transformación. El reposo, la verdad, el dogma,son ilusiones,
cristalizaciones momentáneas de nuestro movimiento espiritual”.

Asimismo, y como anticipándose a nuestros días, sostuvo: “Quien
ambicione el quietismo interior de la mente, la sólida estabilidad, el
descanso muelle y fácil -corruptor del pensamiento como de la actividad
psíquica en general-, no ha de preocuparse con el estudio de las cuestiones
filosóficas”.

Por ello, si lo que actualmente buscan quienes embisten a las Humanidades, y
en particular a la filosofía, es que la irreflexión se haga costumbre,
tenemos que decir -una vez más- que están equivocados, que el pensamiento
y la crítica que promueven aquéllas y ésta son algo que siempre harán
falta.

Fernando Cazas sostiene que la filosofía no ha muerto ni ha perdido
vigencia; y nos exhorta a hacer hasta lo imposible para que la muerte de
Sócrates, y la de tantos otros, no sea en vano. Esto nos invita a no ser
indolentes frente a lo que pasa en torno nuestro. Si acaso debemos tener
calma será para dar pasos aún más firmes.

Concluyo recordando las palabras de Antonio Caso, para quien, en todo
filósofo, debe privar este talante: “Vivid quietos, ¡sí!, pero como la
flama que parece no moverse, exteriormente, y vibra en toda la intimidad de
su ser. Ésta es la única quietud posible para la intrepidez flamígera del
pensamiento”.
Fuente: Germán Iván Martínez

MEXICO. 12 de junio de 2010



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4 respuestas a "Filosofía para no filósofos"

  1. Es verdad que todo, que todos en alguna parte de nuestra vida somos filósofos, ya que siempre, hay preguntas que merecen pensar, reflexionar, analizar más que otras cosas.
    Claro que la filosofía es complicada porque se necesita saber, tener ciertas respuestas, para responder algunas preguntas.

  2. No soy filosósofo, pero despues de leer el
    excelente trabajo de German Ivan,ya lo soy.
    El ensayo me parece muy ameno y claro,
    además de que te invita a continuar leyéndolo.
    Las citas de los filosófos son de gran profundidad
    y actualidad a la vez.

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