La parabola de Michel Foucault

ABRAHAM-TOMAS
Tomás Abraham

Foucault inicia y termina sus cursos en el Collège de France con una misma invocación a la filosofía griega. No es de extrañar, ya que la filosofía nace en Atenas. Para sorpresa de muchos de sus lectores, en esta travesía se lo escucha hablar de algo llamativo en sus escritos: la filosofía occidental y Occidente. Los viajes del filósofo por la historia del pensamiento tocaron una tal diversidad de puertos que prácticamente poco dejó sin nombrar. Pero ahí, en el Pireo, sucedió algo revolucionario, una mutación cultural, que produjo el acontecimiento llamado filosofía.
Si alguna vez Foucault dijo que las preguntas por la identidad eran vanas, por no decir persecutorias, y que su tarea de escritor era indisociable de portar una máscara, en este trayecto su adscripción a la filosofía no admite dudas. Foucault es filósofo, no es científico, ni historiador, ni ensayista, ni, por supuesto, un profeta. Y su oficio de filosofar es más que un trabajo, que una profesión, es una actitud.

En los catorce años de su vida académica en el recinto abierto de una institución parauniversitaria, su proyecto llamado “Historia de los sistemas de pensamiento” discurre por una reiterada preocupación: la relación entre aletheia, politheia y ethos.

La verdad, el poder, la moral, para decirlo en términos escolares, constituyen el trípode del pensamiento llamado filosofía. La figura de Sócrates es la del héroe epónimo de esta disciplina nómade por definición. Su carácter ambulatorio no se debe sólo a la diversidad inacabable de sus modos de expresión, sino al tránsito irrefrenable entre las tres instancias nombradas.

Para hablar del poder hay que desplazarse por los modos en que se enuncia una verdad que legitima el relato de los que mandan, y puntualizar la diferenciación ética que distingue a los sujetos. La verdad no es una entelequia ni real ni ideal que pueda abstraerse de las formas históricas en que ha sido nombrada. Toda verdad depende de un régimen, es decir, de un sistema de escritura y de una forma de autoridad. Nada pierde de su majestad por el hecho de que sea histórica, por el contrario, su majestuosidad sólo cabe en un orden del discurso que abre el texto a la historia. La verdad, además, se articula con una preocupación sobre las condiciones, los límites y las prácticas que un aspirante debe cumplir para estar preparado en el momento de recibirla y adoptarla.

Finalmente, ningún sujeto moral es concebible sin una problematización sobre su lugar en la polis, su relación con sus semejantes al interior de una organización comunitaria, su posición y función en un espacio de poder, y su relación con la verdad.

La inscripción délfica del “conócete a ti mismo”, el denominado “cuidado de sí” y la misión del verbo “parresiástico o hablar directo” son los tres conceptos con que, a lo largo del enunciado de su palabra en las aulas, ante un auditorio en el que legos y doctos se alternaban para escucharlo, Foucault ilustrará el pasaje entre la verdad, el poder y los valores, transversal a este Occidente.

En el año 1970, Foucault da inicio a sus actividades en el Collège con la conferencia “El orden del discurso”. Desde ese momento inaugural le da un color nietzscheano a su emprendimiento filosófico. El filósofo alemán lo inquieta. Le abre las puertas de la percepción. No ve en él a la efigie del superhombre, ni al paranoico del poder. Admira su poder sísmico. Así como buscó el “pensamiento del afuera” de la filosofía, transitando por sus bordes con la literatura de G. Flaubert a R. Roussel, luego de realizar intervenciones históricas en la filosofía sobre la base de los escritos de F. Braudel, P. Brown y P. Veyne, cinco años después de haber escrito Las palabras y las cosas, un texto en el que la filigrana y la sintaxis de una episteme trazan los límites del “decir” de una época y destronan la pretensión regia de la filosofía, en los comienzos de la década del setenta aparece Nietzsche, la quinta columna del proyecto fundador nacido en tierra helénica. Nietzsche es el filósofo contra la corriente platónica y aristotélica. Y con esto no se dice sólo “Grecia”, sino más allá de un área cultural, se apunta al “sujeto del conocimiento”, figura del saber occidental que supone que hay un deseo de conocer natural en el hombre, a partir del cual la filosofía se define como la búsqueda de la verdad.

Si Freud introdujo la peste psicoanalítica al llegar al puerto de Nueva York, Nietzsche introduce otro virus, de la misma familia, en el cuerpo histórico del pensamiento occidental.

Del sujeto de conocimiento a la voluntad de saber. De la con-naturalidad de la esencia humana y el deseo de conocer a la otra dimensión en la que el deseo se desprende del conocimiento para abrir el cortinado de la escena metafísica y mostrar la batalla de la pulsión de dominio. Dice Foucault en aquel primer curso, Lecciones de la voluntad de saber:

Llamamos conocimiento al sistema que forma una unidad predeterminada, una pertenencia recíproca y una con-naturalidad entre el deseo y el saber. Denominamos saber a lo que arranca del interior del conocimiento para encontrar el objeto de un querer, la finalidad de un deseo, el instrumento de una dominación, el desarrollo de un combate.

Se afirma que la verdad existe o que la verdad no existe, las interminables diatribas entre nominalistas, realistas e idealistas acerca de la referencialidad no concluyeron en el medievo. En todo caso la verdad, si no se dice, no tiene lugar, salvo que se considere que es eterna, invisible y garante de nuestra supervivencia como especie. Por el contrario, el pensamiento trágico advertía el peligro de pretender arrogarse la posesión de la verdad, la conmoción y las consecuencias desgraciadas que provocaba el que osaba estar a la altura de sus cancerberos. Oráculos y Tabernáculos siempre custodiaron la intangibilidad y el secreto de su cifra hermética.

Pero la filosofía nace con un gesto desacralizador. Si los dioses no hubieran sido despedidos y alejados de los problemas ciudadanos, aquel hombre de la calle encarnado por el hijo de albañil y partera llamado Sócrates tampoco habría podido existir. La muerte de Sócrates narrada por Platón en Apología, Critón, Fedón es el primer eslabón con el que comienza la historia de la filosofía. Contar esa epopeya es un deber.

Dice Foucault el 22 de febrero de 1984, en su último curso, meses antes de morir: “Cumplí con mi cometido. Terminé con Sócrates. Hace falta, como profesor de filosofía, dictar al menos una vez en la vida un curso sobre Sócrates y su muerte. Ya lo llevé a cabo. Salvate animam meam”. Llegamos así a la siguiente visión:

En un rincón apartado del universo, donde brillan innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el cual unos animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más soberbio y falaz de la “historia universal”, pero sólo un minuto. Después de unos pocos respiros de la naturaleza ese astro se heló, y los animales inteligentes debieron morir.

Así comienza Nietzsche Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. La relación entre conocimiento y poder es lejana, y muy cercana a la vez. No se restringe al mítico bíblico árbol del bien y del mal, ni siquiera, como lo menciona Foucault, al Fausto de Goethe. La leyenda dice que el hombre paga con sus pretensiones de saber y dominarlo todo con la venta de su alma al diablo y la destrucción de la vida en el planeta. Arcana advertencia de los trágicos que hoy es entrega cotidiana de la ecología política. Se trata, también, de la figura filosófica conocida como “verdad”. Dice Aristóteles en el libro A de la Metafísica:

Todos los hombres desean naturalmente saber, lo demuestra el placer causado por las sensaciones, ya que además de su utilidad, nos causan placer por sí mismas, y más que las otras, las sensaciones visuales. En efecto, no sólo en vistas a la acción, sino cuando no nos proponemos acción alguna, preferimos, por así decirlo, la vista a todas las otras. La causa es que la vista, de todos los otros sentidos, es la que nos permite adquirir la mayor cantidad de conocimientos y nos permite descubrir numerosas diferencias.

La teoría de la reminiscencia en Platón, como la armonía natural en Aristóteles que parte de las sensaciones, afirma que el deseo de conocer ya está inscripto al interior mismo del conocimiento. Uno lo sitúa en la memoria, el otro desde las sensaciones. La Verdad es el garante de que el conocimiento se encamine por la buena senda y auspicie que haya una meta en la que la serenidad que depara la contemplación del trofeo final sea al mismo tiempo felicidad.

Quedan excluidos la violencia del deseo y una voluntad que no parte de las entrañas de la naturaleza, como en Schopenhauer, sino de una práctica histórica: el ascetismo. Ser asceta implica dominar el cuerpo, debilitarlo hasta tal punto que antes de llegar a su último suspiro por su poder reactivo, un ente superior se hace carne y la carne luz.

El deseo ascético es un ser más y un poder más. Fueron la kriptonita cristiana llamada amor y los ejercicios ascéticos basados en el mandato de la obediencia los que royeron con su humilde gusano la soberbia romana y las pretensiones de un logos regidor.

Foucault no pregunta por la verdad sino por la necesidad histórica que hizo que dividiéramos mundo y lenguaje con la bipartición verdad/error. El texto de Nietzsche La genealogía de la moral no interrogaba sobre el origen de la moral sino sobre el valor, o la jerarquía, que hace que el animal capaz de hacer promesas, el hombre, valorice la existencia en nombre del bien y del mal. No el origen de los valores sino el valor del origen, la tensión o batalla que sedespliega con la moral. Del mismo modo Foucault, en los inicios de la década del setenta, interroga sobre el valor del conocimiento, por fuera del conocimiento, en el campo de batalla, en donde un choque de espadas que se hace llamar “verdad” pretende unir aquello separado por el abismo de la voluntad de poder.

La Verdad y el Ser son los dos inventos griegos para dominar el mundo. Remiten a una unidad y un orden, y a la posibilidad de que una inteligencia superior se apropie del poder y el saber, ya sea en la acción o en la contemplación, para gobernar a los hombres y salvarse a sí misma.

La psiké, el bios, el kratos, el alma, la vida y el poder son las fuerzas que hacen posible la existencia autónoma e inmortal, y aseguran el orden social. Su ventura eterna se corona con la garantía del logos. Para llegar a tales alturas, el hombre es acreedor de una potencia exclusiva: la lengua. El discurso es el hilo de Ariadna, nos salva del extravío del laberinto. Pensar las palabras es subir de grado cósmico. Por eso es necesario no sólo expulsar a los poetas sino a los sofistas.

Foucault señala que la expulsión del sofista es la gran obra de Aristóteles. No fue Platón el responsable ya que en su teatro de comedias el viejo Sócrates nos recuerda el deambular pendenciero de esos retores atenienses que vendían sus malabarismos por buen dinero.

La gratuidad de Sócrates, su desprecio del dinero, sólo se entiende por haber introducido en el deseo de conocer la figura intermedia del Eros, el amor, que nos da las alas sin las cuales no llegamos al techo cóncavo de la bóveda celeste, y que liga a maestro y discípulo en la amistad pedagógica.

Demasiada intimidad aun, peripecias aldeanas evitadas por el Estagirita quien ya no se preocupa por los sofistas sino por el verdadero problema: el sofisma. No será el filósofo quien expulse a los sofistas, y menos lo hará en el juego de espejos y semejanzas de los diálogos platónicos, sino el silogismo, que se hará cargo de mostrar la falacia de un lenguaje delegado de la Musa Peithó, la persuasión, y Pistis, la trasmisora del poder seductor de la palabra.

Foucault dice que el peligro de los sofistas reside en su concepción del lenguaje como un acontecimiento, una materialidad que parte de que hay cosas infinitas y palabras finitas, con lo que los procedimientos de sustitución, serialización, desplazamiento permiten diagramar la trampa retórica y la Babel de las lenguas, que preparan la batalla por la posesión de los significados. El sofista es otro maestro de simulacros.

La situación de combate, la rivalidad y el carácter estratégico del discurso deben ser neutralizados por una filosofía del lenguaje en la que el sentido sea estable y el acuerdo definitivo. Aristóteles elabora mediante el concepto de “diferencia” -derivado de las divisiones de la dialéctica platónica- un ajuste entre realidad y lengua, que divide los entes en categorías, especies, géneros, atributos, sustancias, accidentes. De este modo la subversión sofística está bajo control.

El filósofo se ha vuelto así funcionario de la humanidad. Podrá ser maestro de emperadores, de Aristóteles a Séneca, la metafísica se ocupará del alma, y el logos de la Polis.

En su último curso, El coraje de la verdad, catorce años después del primero, Foucault le encontrará un compañero de ruta al expulsado sofista: el cínico. No serán la “mántica” del profeta, ni el retiro silencioso del sabio, ni la tékné del educador especializado, las figuras conceptuales de quien camine por el mismo sendero en este periplo final, sino la actitud del desprestigiado cínico. Lo llama “parresiastés”, porque la parresía se define por el hablar directo, sin ornamentos, y se produce en una situación en la que quien habla lo hace ante un hombre con poder e investidura que pone en peligro su misma vida. El cínico es el irreverente, el insolente, aquel que le dice a Alejandro que sólo le reconoce el valor de ser opaco, por taparle el sol. El cínico no es el que no cree en nada sino el único que cree. Pero cree en la nada, cree que la vida hay que inventarla desde la nada y no desde un saber, ni desde un idolatrar, ni desde un poder. El poder de la nada, el del rey loco, el Ubú sempiterno que muestra con su risotada la impostura del monarca solemne legitimado por el relato oficial.

El cinismo es la irrupción de lo elemental, del pensamiento crudo, de la palabra gesto. Es aquel que hace de la filosofía un modo de vida, la del caracol, no la de la lechuza que ve de noche cuando todos duermen, sino la del que se arrastra por la tierra con su casa a cuestas.

La existencia misma como problema, el llamado arte de vivir, no es una estética de salón, sino un modo de relacionarse con el prójimo. No es el acto masturbatorio de un Diógenes exhibicionista en la plaza pública, sino el del filósofo que interpela a sus semejantes, aquel que pone en tela de juicio sus pretensiones de saber, quien cuestiona las credenciales del poder.

¿Nihilista? No hay por qué espantarse ante esta palabra dostoievskiana. No se trata de terroristas románticos. No brota de la decadencia de Occidente ni de que el Padre ya no manda en la mesa familiar. Dice Foucault que la inquietud que provoca el nihilismo, como el escepticismo moderno y el cinismo, no es la de que si Dios no existiera todo estaría permitido, sino la de una ética de la verdad. ¿Cuál es la vida que se necesita una vez que la verdad no es necesaria? Si debemos enfrentarnos al “nada es verdadero”, ¿cómo vivir?
Foucault agrega que lo que el cinismo muestra es que para vivir con autenticidad no hace falta mucha verdad, y que cuando nos preocupamos verdaderamente por la verdad, pocas lecciones de vida son necesarias.

En forma paralela a una historia de la filosofía que tiene preocupaciones metafísicas y epistémicas, hay otra que se ocupa de la vida filosófica, de la constitución ética de sí mismo. Otra vida y no otro mundo.

Foucault no nos dejó todo lo que podía decir al respecto del tema de la existencia ya no desde la condición humana como lo habían hecho Kierkegaard, Camus y Sartre, sino desde las tecnologías del yo elaboradas por culturas históricas. Los puntos suspensivos son las huellas de la vida que se va, y el silencio que la muerte produce, esta vez, no está vacío de palabras. Nos dejó los cursos, los artículos y las entrevistas, los seminarios y las relecturas que podemos hacer de sus textos ya clásicos.

En una entrevista en la Universidad de Lovaina en el año 1982, Michel Foucault decía que cuando terminara su historia de la sexualidad, que se había iniciado en la modernidad y que para sorpresa suya lo conducía al mundo griego, le gustaría escribir sobre la guerra. Una genealogía que diera cuenta de la razón por la que una nación les exige a los hombres que mueran por ella.

Esa preocupación, por si a alguien le interesa, ahora puede ser nuestra..
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1414402-la-parabola-de-michel-foucault

ARGENTINA. 14 de octubre de 2011



::: 83 hits

Una respuesta a "La parabola de Michel Foucault"

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *