¿Para qué servimos los filósofos? Por Eduardo Gutiérrez Gutiérrez

Por Eduardo Gutiérrez Gutiérrez

Reseña del libro de Carlos Fernández Liria (Los Libros de la Catarata, Madrid 2016, segunda edición)

I. Introducción al autor y a la obra

Carlos Fernández Liria (Zaragoza, 1959) es profesor titular de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, conocido ensayista –entre sus libros más importantes destacan Sexo y filosofía: el significado del amor (2020), Marx desde cero… para el mundo que viene (2018), Escuela o barbarie: entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda (2017), En defensa del populismo (2016), El marxismo hoy (2015), El orden de El Capital: por qué seguir leyendo a Marx o El materialismo (1998)– y, de un tiempo a esta parte, director del canal de YouTube La filosofía en canal. Su amplísima trayectoria docente y académica, por no hablar de su reciente estreno (año 2020) en la red, hacen de Fernández Liria uno de los filósofos más relevantes del panorama español contemporáneo, y, por consiguiente, una referencia a la que sí o sí debemos acudir para auscultar el estado de salud de la filosofía española de nuestro presente.

El libro a cuyo análisis crítico dedicamos esta reseña no es una publicación reciente. Su primera edición es del año 2012, y la segunda y hasta el momento última cuatro años posterior. Sin embargo, nos parece que los temas que en él se abordan son todavía hoy de rabiosa actualidad. Fue sumidos en nuestras investigaciones acerca de qué es o qué se ha entendido en la historia de la filosofía por el filósofo que nos asomamos a ¿Para qué sirven los filósofos?, todo sea dicho en aras de la mayor de las sinceridades, impelidos por la potencia retórica de su título.

Pensábamos que, en efecto, en este libro el profesor expondría su concepción del filósofo y la consiguiente idea de Filosofía que la alienta. Pero nuestras expectativas cayeron al suelo, hechas añicos; sea esta nuestra primera advertencia: no encontrará el lector en este libro una definición, explícita o implícita, ejercitada o representada, del filósofo, ni de la filosofía. Lo que no quiere decir, faltaría más, que consideremos que este libro es prescindible. Muy al contrario, nos parece de obligada lectura para los jóvenes (y no tan jóvenes) estudiantes o aficionados a la filosofía, aunque, todo sea dicho, no más que como una propedéutica.

Se trata, en realidad, de una introducción a la filosofía, y creemos que como tal fue preparado por el autor. Una introducción a la filosofía que, como toda introducción que se precie de ser filosófica, y no meramente literaria (El mundo de Sofía) o histórica, es partidista, toma partido por una determinada idea de filosofía frente a otras. Noblesse oblige que quien se embarca en tan difícil empresa esclarezca los parámetros desde los que la emprende. Y como pensamos que Fernández Liria no hace explícitos más que en el ejercicio esos parámetros, uno de los objetivos de la presente reseña es representarlos, creyendo así echarle un guante al posible lector. Puesto que esta reseña se quiere también filosófica, no hay manera de cumplir con ese y otros objetivos críticos que confrontando su concepción de la filosofía y del filósofo con las del sistema del materialismo filosófico de Gustavo Bueno.

II. Estructura del libro

En su segunda edición, el libro consta de un prólogo fechado el 1 de mayo del 2016 y diez capítulos. Un simple vistazo a los rótulos de los capítulos basta para corroborar (si un análisis tan simple sirviese acaso para corroborar nada) lo que decíamos acerca del título que Fernández Liria le da a su obra: no es tanto un libro sobre los filósofos como una introducción a la filosofía.

«¿Para qué sirve la filosofía?» es el título del primer capítulo. El segundo capítulo se centra en Sócrates, padre de la filosofía y la encarnación misma del hacer filosófico, a quien se tomará como paradigma para los capítulos subsiguientes: «Una paradoja llamada Sócrates». Capítulos en los que se abordan algunas de las cuestiones inveteradas del saber filosófico: Razón, Libertad, Verdad, Justicia, Belleza, Ser (Esencia, Existencia), Igualdad, Fraternidad (Revolución francesa, Ilustración), Civilización, Progreso. El capítulo nono trata sobre la distinción historiográfico-filosófica entre el idealismo y el materialismo, y el décimo y último sobre el estado actual de la Universidad: «La fragilidad de la razón: idealismo y materialismo».

Los dos últimos capítulos tienen como tema central y común «la fragilidad de la razón», demostrándola primero en la dialéctica historiográfica antedicha, y en el segundo en la crisis contemporánea que sufre la Universidad («La fragilidad de la razón: el ejemplo de la Universidad»). Una crisis que bien podría interpretarse como el hilo rojo de todo el libro, y cuyo responsable último es a juicio de Fernández Liria el terrible Plan Bolonia, verdadero verdugo de la Filosofía en nuestro tiempo.

Las continuadas y certeras críticas al ortograma boloñes, cuyo finis operis no es otro que la descomposición del saber universitario y más concretamente el vaciamiento del saber filosófico, nos parece uno de los grandes aciertos y atractivos de este libro. La trituradora que el autor tiene encendida desde la primera página hasta la última invita a pensar si tal tragedia no es incluso el finis operantis de dicho plan educativo, orquestado bajo el auspicio de las instituciones mercantiles internacionales.

III. ¿Para qué sirven los filósofos?

Fernández Liria no hace esperar al lector. La respuesta a la pregunta titular del libro aparece ya en las primeras páginas, aunque enmascarada por una cierta paradoja: los filósofos sirven para nada y para gobernar (esto último, declara el autor, ya habría sido dicho por Diógenes el cínico según las Vidas de Diógenes Laercio); o, al menos, según explica en el prólogo a la segunda edición, deberían gobernar: «No hay mejor forma de constatar una de las tesis defendidas en este libro: los filósofos no sirven para nada, pero, precisamente por ello, deberían servir para gobernar» (pág. 12).

Por lo pronto, esta afirmación, rotunda y redonda, no nos parece susceptible de objeciones, al menos hasta que se pongan los argumentos que la justifican. Nada que objetar, a priori, es decir, dicha así en el vacío, a la segunda parte de la afirmación, sobre todo si somos capaces de reconocer el aroma platónico que desprende la segunda utilidad atribuida a los filósofos, la de gobernar. Eludir la potencia de la primera parte de la afirmación, a saber, que los filósofos no sirven para nada, requiere por nuestra parte un esfuerzo mayor, casi titánico.

Si los filósofos no sirven para nada (aunque se apunte acto seguido que sirven para gobernar, precisamente, como veremos, porque no sirven para nada) la filosofía no tiene ninguna utilidad. Cosa que nuestro autor no parece estar por la labor de aceptar, porque le concede a la filosofía (y, por ende, a los filósofos) un papel estelar en el despliegue histórico de las ciencias. A nuestro juicio, la filosofía (cuanto que filosofía crítica cuyo hacer es un deshacer, un demoler, un triturar) sí tiene algo que ofrecer (otra cuestión importantísima es la de determinar quién o quiénes son los destinatarios de eso que parece ofrecer la filosofía, y en lo que no vamos a entrar aquí), según explicó Bueno en la conferencia «El papel de la filosofía en el conjunto del hacer»{1}:

Y entonces, ¿qué es lo que puede ofrecer la filosofía? Pues, puede ofrecer varias cosas. Una de ellas –que es la habitual– es ofrecer un supuesto saber, de segundo grado, que coordina, sistematiza, sin destruir sino integrando todo lo que está dado. Forma allí una papilla más o menos armónica y la enseña a los ciudadanos para que puedan ser hombres de provecho, eso es. Y entonces, la filosofía, pues tiene una función parecida a la que tenía la enseñanza de la religión, o de la política, o de lo que fuera. Sencillamente, es enseñar a que los ciudadanos sepan, sean conscientes, obedezcan las leyes, &c. Funcionen bien, sean buenos funcionarios.

Luego, a nuestro juicio, la filosofía sí que tiene alguna utilidad, los filósofos sí que sirven para algo, aunque solo sea para destruir las ideologías y para deshacer o esclarecer las relaciones entre ideas. No obstante, este no es el fondo del asunto. Lo realmente importante es que Fernández Liria asevera que los filósofos no sirven para nada y sirven para gobernar sin explicar qué es un filósofo, ni lo que hace que un hombre sea filósofo o no lo sea. No porque no quiera entrar en este asunto (¿no es acaso el tema central de un libro así titulado?), sino porque lo da por supuesto: son filósofos quienes estudian filosofía o quienes la enseñan. Basta con acreditar un título universitario de Filosofía (o que se posee en ciernes) para demostrar que uno es filósofo{2}. Los filósofos están en la Universidad, y no hay más que hablar.

El hecho que a juicio de Fernández Liria demuestra la tesis anterior, y que a nuestro juicio lo que hace es poner de manifiesto la confusión en la que se mueve en este asunto de los filósofos, es la irrupción del partido Podemos, obra filosófica donde las haya que ha venido a poner patas arriba el panorama político español (del año 2016):

La sorpresa ha sido mayúscula. Al final, resulta que los filósofos –junto con los estudiantes y profesores de Ciencias Políticas– han servido nada menos que para hacer temblar el bipartidismo en este país, haciendo saltar por los aires el mapa del Parlamento. He perdido ya la cuenta de cuántos exalumnos míos están trabajando en puestos de responsabilidad de Podemos o son diputados o concejales. Lo harán luego bien o mal, pero de lo que no cabe duda es de que se ha respondido con vehemencia a la pregunta que plantea el título de este libro: ¿Para qué servimos los filósofos? Esta es una de las cosas que ha ocurrido desde 2021 hasta el día de hoy (págs. 12-13).

Nos adelantamos a posibles objeciones diciendo que no es el caso si como ejemplo demostrativo de su tesis pone a Podemos, a Ciudadanos o a Vox. Lo mismo da, no es eso lo importante. Lo más importante, por decirlo socráticamente, es que la integración a un partido político (sea del signo que sea) de un conjunto de estudiantes y profesores de Filosofía no puede utilizarse en absoluto para demostrar la realización del ideal platónico del filósofo-rey. Creemos que esta desafortunada coordinación entre la tesis platónica y el hecho de la política española viene obligada por la urgencia de la redacción de un prólogo para una segunda edición, y no, naturalmente, por la falta de conocimientos sobre la filosofía platónica.

Además, está por demostrar que por ejemplo Elizabeth Duval sea filósofa. Algunos pensarán que decimos esto por odio, por sectarismo o por envidia, porque ella, siendo filósofa, tiene mucha más fama y seguidores que nosotros, que también lo somos y nos leen cuatro gatos. Las explicaciones psicoanalíticas por desgracia abundan en nuestro presente en marcha. Intentemos aclarar qué es lo que defendemos en este punto: tan igual o más nos da quién sea o se crea filósofo que quién se crea Napoleón o Cleopatra. Pero, puestos a filosofar, como quien dice, exigimos razones, criterios con los que justificar objetivamente si estamos ante un filósofo o ante un majadero:

En la medida en que la filosofía no es un mero amor al saber, sino un cierto saber, el filósofo ha de ser, de algún modo, un sabio, dotado de una sabiduría sui generis (aun cuando su contenido no sea, según algunos, muy distinto del de una docta ignorancia). Desde este punto de vista podría confundirse con un majadero todo aquel que se llame a sí mismo filósofo, aunque pretenda justificar su majadería apelando a la respuesta etimológica. Porque filósofo, como sabio –es decir, no sólo profesor de filosofía-, es una denominación que sólo puede recibirse como aplicada por los demás (¿Qué es la filosofía?, págs. 14-15).

IV. Filosofía y Universidad

No hay, insistimos, una conceptualización clara de qué es un filósofo, y de cómo es posible distinguir funcionalmente a un filósofo de un político o de un sofista, por utilizar ahora la terminología platónica. Y es que no hay tampoco una definición clara de qué entiende Fernández Liria por filosofía, toda vez que reconocemos que la idea del filósofo se colige de una idea de filosofía que confronta con otras ideas alternativas (tal y como explica Bueno en ¿Qué es la filosofía?).

Hay, es cierto, un coqueteo con la concepción de la filosofía del materialismo filosófico cuando dice, por ejemplo, que el saber filosófico es un saber de segundo grado: «Nacieron [las ciencias], sin duda, de las técnicas, y la filosofía vino “después”» (pág. 18). Pero tiene que hacer esa aclaración precisamente después de decir que «[para] que nacieran las ciencias fue preciso librar una batalla muy dura. Y esa batalla la libró la filosofía» (pág. 16). La filosofía es madre estructural, que no genética, de las ciencias, porque sin filosofía las ciencias no habrían sido capaces de despegarse de las técnicas. Ergo, sin filosofía no habría ciencias.

La oscuridad de esta explicación de la relación entre filosofía y ciencias se cierra sobre el lector como una garra cuando utiliza, para justificarla, la dialéctica entre la teoría y la práctica: la teoría es el suelo filosófico sobre el que se han levantado las ciencias, y sin el cual éstas se vendrían abajo; es decir, quedarían reducidas a puras técnicas{3}. Nos parece que lo anterior puede traducirse así: los científicos necesitan a los filósofos, porque sin filosofía las ciencias se pierden en la especialización y el tecnicismo. Ahora bien, ¿no actúan los científicos como filósofos? En caso de que su actuación filosófica no sea la que debe ser, ¿dónde está la línea que separa al filósofo académico del filósofo mundano o del científico que se pone la máscara del filósofo espontáneo? Volvemos a la cuestión que denunciábamos más arriba: ¿qué es propiamente un filósofo?

No sorprenden las obviedades que enumera en la página 16 a modo de asignaturas pendientes para la reforma integral de la enseñanza de la Filosofía vista esa confusión acerca de qué es exactamente la Filosofía. Una defensa de la necesidad de convertir la Filosofía en disciplina troncal en Educación Secundaria y Bachillerato que, por cierto, y a tenor de lo que venimos explicando, tiene toda la pinta de recurso de supervivencia gremial: «cuidar de que no se aprendan técnicas sin sentido», subordinar los departamentos al de Filosofía, «mucho más peso docente», liberar a las asignaturas de Filosofía e Historia de la Filosofía de «la dictadura delirante a la que las somete el examen de selectividad», &c.

Quien lea este libro sin saber nada sobre quien lo escribe pronto descubrirá que en efecto su autor es un profesor universitario de Filosofía. Por lo pronto, porque aunque en algunas ocasiones se habla de la Filosofía en la Educación Secundaria y en el Bachillerato, registramos una peligrosa tendencia a la reducción de la Filosofía a la Universidad; o lo que es lo mismo, solo que dicho con toda la gravedad que a nuestro juicio presenta el asunto, una defensa de la Filosofía administrada por la Universidad como sumidero donde sobreviven, más mal que bien, los filósofos.

¿No hay filósofos en las aulas de Secundaria, incluso más, de hecho, que en la propia Universidad? Sirva como ejemplo de lo que defendemos el siguiente párrafo, extractado de la entrada «Filosofía administrada por la Universidad / Filosofía administrada por los Institutos de Enseñanza Secundaria» del Diccionario filosófico:

Son dos formas en las que se manifiesta la filosofía administrada. La filosofía universitaria, que en modo alguno debe confundirse con la filosofía académica, tiende a ser una filosofía “de profesores para profesores”. Y ello es debido a que el público que acude a sus aulas es, en su inmensa mayoría, un público formado por futuros profesores que, aun cuando no vayan a dedicarse a la Universidad, sin embargo está formándose en un ambiente en el cual las exposiciones, los análisis, los debates, las publicaciones, se mantienen en el círculo de los profesores de filosofía que conviven con otros profesores de filosofía. Esta situación es la que hace posible el cultivo, cada vez más refinado, de un saber de especialistas, que es, o tiene que ser, eminentemente doxográfico-filológico, precisamente para que el “ensimismamiento” pueda mantenerse y alimentarse con las realizaciones propias (que, de otro modo, desde luego, no se producirían). La filosofía administrada por los Institutos (de nivel secundario) tiende a “abrirse” a la sociedad. Se dirige a un público en principio no definido profesionalmente. El público de los Institutos representa en realidad “a toda la nación”, simbolizada en los jóvenes que todavía no se han profesionalizado. En el Instituto el “profesor de filosofía” no puede vivir ensimismado en el círculo de los profesores de filosofía, sino que se ve obligado a con-vivir con profesores de otras disciplinas científicas o literarias. Y sus alumnos no son futuros profesores de filosofía, sino futuros electricistas, sacerdotes, médicos, políticos, aviadores, militares, empresarios… o desempleados.

La Universidad, como espacio cívico, es decir, espacio inscrito en la ciudad, es un lugar para la palabra, el logos, pero en la medida en que adquiere un compromiso con la verdad. Se habla, pues, desinteresadamente, sin la pretensión de establecer un acuerdo entre los hombres; el interés de la Universidad, como el de la filosofía, es un interés puramente teórico, teorético.

Aun formando parte de la ciudad, la Universidad, lo mismo que la Academia platónica de la que es producto (aceptamos esta tesis, siempre y cuando no la tomemos como óbice para confundir «Filosofía administrada por la Universidad» con «Filosofía académica»), está abismalmente separada de la ciudad. Este jorismós es condición necesaria para el correcto cumplimiento de los objetivos universitarios, y es algo que el Plan Bolonia, que quiere conectar a la Universidad con la sociedad (capitalista; es decir, con el mercado), está destruyendo. Por eso defiende el autor que es necesario un «friso legislativo» que mantenga o proteja la separación entre la ciudad y la Universidad. La ciudad debe dejar a los académicos trabajar en paz (ver pág. 147).

Dos objeciones contra la argumentación de los párrafos anteriores.

En primer lugar, detectamos una concepción conjuntiva/circular, es decir, formalista, de la ciudad, como espacio para la comunicación (y el conflicto, claro) entre los hombres. Ciudad es igual a ciudadanía, sociedad civil. A nuestro juicio, y en esto remitimos a la importante “Teoría general de la ciudad” de Gustavo Bueno, la ciudad es un fenómeno (pero no sólo un fenómeno, desde luego) histórico que atraviesa los tres ejes del espacio antropológico.

En segundo lugar, entre la Academia y la ciudad no ha habido nunca un jorismós, como tampoco entre la Universidad y la ciudad o sociedad. Si acaso, algunas escuelas filosóficas, por ejemplo la pitagórica, han mantenido una cierta actitud de prudencia y precaución ante las incursiones de elementos peligrosos para el mantenimiento de sus secretos, como al parecer lo reconoció Polemón en el a la postre fundador del estoicismo Zenón. Pero la implantación política de la filosofía, que descubrió y determinó magistralmente Platón en República, consiste precisamente en una implantación de la filosofía en la polis, en un flujo dialéctico entre la filosofía mundana y la filosofía académica que de nuevo el ateniense estableció a través del mito de la caverna{4}.

Por lo que respecta a la Universidad, el jorismós con la ciudad lo ejercerán, si acaso, ciertos profesores universitarios, en especial de Filosofía (por no hablar de los científicos enclaustrados en sus laboratorios; quienes, sin embargo, conocen siempre las implicaciones políticas de sus descubrimientos, y ese es el motivo de su empeño monástico), que viven de espaldas a la sociedad (al vulgo) y de tanto en cuanto se deciden, más que como Platón regresando a la caverna como Zaratustra bajando de las montañas, a sacar su disciplina a la calle, como si no lo estuviese ya.

V. Filosofía y Verdad

Recordemos la tesis central del libro: la filosofía (que no los filósofos, por lo que venimos diciendo) sirve para todo y para nada. Sirve para comprender lo que está ocurriendo; por ejemplo, para comprender la destrucción neoliberal de la educación pública auspiciada por el Plan Bolonia, tal y como explica en el capítulo 1.

No en vano, ha sido en las Facultades de Filosofía donde este Plan ha encontrado una mayor y más encendida oposición. ¿Por qué? Un primer motivo, fundamental a juicio del autor: fueron los filósofos los únicos realmente capaces o capacitados para cuestionarse la mercantilización boloñesa. Sólo ellos (y recodamos que por filósofos entendemos los estudiantes de Filosofía) cuentan con los conocimientos suficientes para recordar que la Universidad debe estar, no al servicio de la sociedad o de los mercados, sino de la Verdad.

En esta argumentación se esconde una de las ideas centrales del libro, y cuya debilidad pensamos suscitada por las deficiencias generales ya señaladas: la Filosofía está en una relación privilegiada, respecto del resto de ciencias, con la Verdad. ¿Pero con qué Verdad? ¿Qué filosofía? ¿Por qué los filósofos están más capacitados que los políticos, sociólogos o economistas, por citar tres ejemplos profesionales, para comprender la mercantilización del saber promovida por el Plan Bolonia? Citamos nuevamente la conferencia del año 2008:

Ahora bien, si la filosofía tiene que ver con esto que estoy diciendo, con demoler, ¿qué es lo que enseña? Pues nada, realmente nada. No puede ofrecer nada, no puede ofrecer absolutamente nada. Puede ofrecer muchas cosas, pero que dependen enteramente de otras. Por ejemplo, que no tiene verdades propias que pueda obtener. La filosofía no es una ciencia que pueda obtener identidades sintéticas. La filosofía no tiene verdades propias, filosóficas, no puede, absolutamente nada. La filosofía es esencialmente polémica, tiene que enfrentarse a otras cosas; tiene que enfrentarse, para lo cual tiene que conocerlas, claro, tiene que conocerlas, lo más posible. Y, entonces, tiene que enfrentarse por ejemplo a las propias ciencias; tiene que ser la crítica de las ciencias.

Si no queremos hacer metafísica, debemos apurar de qué tipo de verdad estamos hablando, cuál es esa verdad con la que la filosofía guarda supuestamente una relación privilegiada. Pasando por alto, por una cuestión de agilidad expositiva, la clasificación de las modulaciones de la idea de Verdad que encontramos por ejemplo en la Teoría del Cierre Categorial o en Televisión: Verdad y apariencia, leemos lo siguiente sobre la verdad filosófica en el prólogo al libro La fenomenología de la verdad: Husserl, de Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina:

La verdad de una filosofía no consiste tanto en la supuesta adecuación a un orden de cosas que no puede ser establecido al margen del propio sistema, sino en la capacidad trituradora (polémica, crítica) de otros órdenes de cosas alternativos. Por ello, la verdad de un sistema filosófico, históricamente dado, podría medirse, de algún modo, por su capacidad destructiva de otros sistemas alternativos […] de los cuales necesita, sin embargo, como de un alimento propio. Cabe hablar, por eso, de «grados de verdad» en Filosofía, y no le es legítimo al filósofo despreciar o ignorar las filosofías distintas de la suya propia, dado que son ellas las que aportan el material a partir del cual la propia concepción sistemática puede edificarse y tomar forma. Como si fuera un animal de presa, cada sistema filosófico tiene que vigilar y conocer atentamente a los otros sistemas filosóficos, porque de ellos, una vez destruidos, depende su propia verdad.

No creemos que la cuestión tenga que ver con la falta o posesión de conocimientos, cuanto con la urgencia gremial de la oposición a un Plan Bolonia que amenaza (y su amenaza fue finalmente cumplida) con diezmar todavía más los recursos económicos, administrativos y humanos de las Facultades de Filosofía. Este es, en efecto, otro de los motivos apuntados por Fernández Liria: reducción de horas lectivas{5}.

VI. Filosofía: interés desinteresado

Precisamente porque la filosofía no sirve para nada, es tan importante o deja espacio para pensar en lo más importante (la verdad, la justicia, &c.):

Aquí tenemos planteada la paradoja sobre la que se levanta la pregunta que da origen a este libro. ¿Para qué sirven los filósofos? Como ya hemos apuntado antes – y como más tarde comprobaremos mejor– hay que atreverse a responder con rotundidad: «para nada». Para nada, puesto que lo que tiene de interesante la filosofía es precisamente lo que tiene de interesante lo desinteresado, esto es, lo que, por definición, no nos sirve para nada. Porque la filosofía no sirve para nada, es capaz de recordarnos que hay cosas más importantes que el servir para algo (págs. 28-29).

El autor incurre aquí en uno de los lugares comunes de los libros sobre filosofía o de introducción a la filosofía: la filosofía, parafraseando a Jorge Valdano, es la cosa más importante de las menos importantes. Filosofar, si por filosofar entendemos darle rienda suelta al pensamiento, cavilar, «estar en la luna», no sirve para nada, pero sólo dedicándonos a tan onanista actividad descubrimos qué es lo que importa verdaderamente.

Esta curiosa paradoja está encarnada en la figura de Sócrates: la filosofía no sirve para nada, pero su historia comienza con la condena a muerte, por parte del pueblo ateniense, de un filósofo. Dando por supuesto, lo que es mucho suponer, que la historia de la filosofía comience efectivamente con la muerte de Sócrates y no, por ejemplo, con la fundación de la Academia acaecida unos once años después de que la víbora bebiera la cicuta, o con la «clausura institucional» de la escuela cuarenta años después de que Platón la fundase{6}.

Lo que de Sócrates irritó a los ciudadanos atenienses, hasta el punto de condenarle a muerte, fue su peculiar manera de dialogar. Dialogar no para pasar el rato, no con independencia o desinterés hacia el contenido del diálogo, sino por la verdad. A fuerza de preguntar sobre cosas cada vez más simples y elementales, Sócrates terminó irritando y hasta enfadando a sus interlocutores, como sucedió con Calicles y Menón. En fin, la claridad que el filósofo exige a quienes discuten, tanto más cuando la discusión es sobre las cosas más importantes, es aquello que enfada e irrita a los ciudadanos, y, más que a éstos, a los políticos, cuyos discursos, aunque deben ser claros y distintos, son siempre oscuros y confusos. Les molesta especialmente que les obligue a definir y a definirse en todo momento. Eso y no otra cosa es la filosofía (¿Pero no habíamos quedado en que la filosofía es o nace del puro desinterés?).

La gran pregunta de la filosofía, la pregunta por el ser (¿por qué hay algo y no más bien nada?, dixit Leibniz y Heidegger) es una pregunta desinteresada, absolutamente ociosa. Una pregunta, sin embargo, que conduce a una contemplación novedosa, radical, de las cosas de este mundo, allende de la pura utilidad. Aristotélicamente, la filosofía nace del asombro ante lo que hay (pág. 83); por nuestra parte, afirmamos platónicamente que la filosofía nace del asombro (dialéctico) ante las contradicciones de la realidad:

Lo que ocurre es, al contrario, que, por ejemplo, nos hemos encontrado con las contradicciones entre una ley física y una ley matemática: «no busco “la filosofía” –tendría que decir– sino que me encuentro ante contradicciones entre ideas o situaciones; y, desde aquí, lo que busco son los mecanismos según los cuales se ha producido esa contradicción, sus analogías con otras, &c.»; y a este proceso lo llamamos filosofía. Asimismo será una hipóstasis cultural la llama «vocación filosófica», como si ésta se despertase espontáneamente al enfrentarse «una conciencia» con «la existencia» (y no más bien con formas de existencia previamente experimentadas; y, desde luego, la decisión de alguien de «estudiar filosofía» (mucho más, si lo que quiere es estudiar «filosofía pura») delatará una hipóstasis inadmisible. Sin duda estas fórmulas podrán actuar como motores psicológicos, pero en relación con el proceso real de la filosofía han de interpretarse como fórmulas vacías y carentes de contenido específico (Gustavo Bueno, ¿Qué es la filosofía?, págs. 47-48).

VII. Filosofía y Razón

Lo esencial de la filosofía, sigue Fernández Liria, es la nueva concepción de la razón que conquista, a la que llega gracias a la Geometría. La Geometría puso a los griegos ante la perplejidad de un mundo que es igual para todos y en el que todos (ciudadanos y esclavos, griegos y bárbaros, hombres y mujeres) somos iguales. Gracias a la Geometría, la filosofía reconoce o descubre que su patria es la tierra de todos y de nadie. Y desde este descubrimiento el ideal platónico del filósofo-rey se reinterpreta como pretensión de hacer a todos partícipes de los asuntos políticos: en una situación de fuerte pluralismo político que roza en ocasiones el esperpento violento (sucedía en la Grecia de Sócrates como en la España de nuestros días), el filósofo informa de la posibilidad de hacer leyes universales, gobernadas por la razón.

Comprendemos a la luz de esta reinterpretación del ideal platónico la alusión del prólogo a la irrupción de Podemos como ejemplo de la realización política de la filosofía. No porque ahora tengamos motivos de peso para afirmar que efectivamente los integrantes de Podemos son o fueron filósofos, sino porque vemos con mayor claridad la idea de Filosofía desde la que Fernández Liria escribe su libro: una idea ilustrada para la que las grandes cumbres de la Historia de la Filosofía están en Platón y Kant. Un Platón cuya filosofía política se interpreta como y desde el formalismo conjuntivo (pág. 53){7}, y un Kant de quien se hereda una concepción a nuestro juicio mitológica de la Razón como razón legisladora y universal (ver especialmente páginas 50 y siguientes).

Un ejemplo. En la página 55 afirma que el «sentido profundo» del ideal del filósofo-rey no es otro que la autonomía y el dominio del poder legislativo por encima de todos los otros poderes y de todos los ciudadanos, porque la división de poderes obliga a los pueblos a razonar, esto es, a no juzgar instintivamente (según la tradición o la costumbre).

Esta concepción del platonismo como antecedente del Estado de derecho nos parece propia de un fundamentalismo democrático cuyas doctrinas encontramos ejercidas y representadas por doquier en este libro

Lo importante aquí es reparar que todos estos «artilugios constitucionales» tienen el sentido de separar a los pueblos de sí mismos, para que las leyes no sean, sencillamente, su identidad tribal o colectiva. Para que no sean, tampoco, simplemente, la voluntad de la mayoría. La democracia también tiene que someterse a la razón. Esto es o que podríamos llamar, en sentido auténtico, civilización. No tenemos «civilización» cuando un pueblo poderoso domina a otro (pág. 56).

Si nuestras sociedades contemporáneas no son lo que debieran ser es porque el capitalismo, esto es, la economía o el mercado, es un poder que impide la realización de la razón democrática, la teoría del Estado de derecho. Lo que no nos parece forzado traducir así: para que nuestras sociedades democráticas sean verdaderamente democráticas hace falta más democracia{8}.

Su concepción fundamentalista de la democracia se explica a nuestro juicio por las raíces kantianas de su ejercicio y concepción de la filosofía. Es kantiana, por ejemplo, su idea de Libertad: es libre quien actúa por mor de lo que debe ser, guiado por su razón universal o legisladora. La libertad es la realización de lo universal, y en su camino nos ponen las ideas de Verdad (geometría, razón pura), Justicia (razón práctica) y Belleza (Juicio), ideas nucleares de la experiencia filosófica que en su ejercicio contribuyen a la realización no sólo de la libertad sino también de la igualdad y la fraternidad.

En suma, la filosofía sirve para realizar el lema de la revolución francesa, gracias al cual y sólo gracias al cual una república cosmopolita (alumbrada por filósofos) es posible. La filosofía queda reducida a las luces de la Ilustración, y todo lo que no sea defensa de los valores ilustrados no es filosofía. O por decirlo todo: el filósofo, si no es ilustrado, no es filósofo.

Además, como todo aquel que conozca al profesor y su bibliografía sabe, Fernández Liria es un autor muy próximo al marxismo. Desde esta trinchera declara alejándose del fundamentalismo democrático en el que antes le hemos clasificado que la razón principal por la que no vivimos en un Estado de derecho, es decir, bajo el imperio de la ley, es que vivimos en una sociedad capitalista en la que los ciudadanos no son independientes. Sin propiedad no hay fraternidad, y la fraternidad es condición sine qua non para la ciudadanía, la clave de la república. Lo mismo que el campesino medieval, el ciudadano de las sociedades actuales vive pendiente no ya de Dios sino de los mercados (pág. 90). De Marx volvemos a Kant: «El asunto es que Kant ni por un momento se habría tragado que un sujeto que depende a vida o muerte de algo tan incontrolable como el mercado laboral puede ser verdaderamente libre y autónomo a la hora de votar» (pág. 93).

VIII. Mitos everywhere

Como ya hemos insinuado, Fernández Liria ejerce en su libro un buen número de mitos, especialmente en el capítulo octavo sobre la civilización y el progreso. La filosofía sirve para realizar o introducir las ideas de Verdad, Justicia y Belleza en el mundo, y esto sirve a su vez para el progreso del ser humano hacia la civilización y la razón. Ya tenemos aquí los mitos del progreso{9} y de la razón (ilustrada), por no hablar del mito que propiamente es la Ilustración. Se ejercen además el mito de la cultura («mundo de la cultura», pág. 104) y de la naturaleza (pág. 103). Estos mitos se ejercitan, como a continuación vamos a resumir, entrecruzados, estableciendo entre ellos una serie de relaciones lógicas que se dibujan en un tiempo futuro, en una suerte de utopía que dice a los hombres y a los pueblos lo que debe ser.

La cultura, esto es, la civilización, la libertad, es una superación de la Historia, la cual actúa naturalmente sobre los hombres, es decir, con violencia. El progreso es la verdadera victoria sobre el tiempo, esto es, la culminación de la cultura en un tiempo de libertad. La cultura es el resultado de un proyecto político de encumbramiento de la razón:

Quizá basten cuatro palabras para recapitular sobre el problema. Hemos visto que lo más propio del ser humano (según atestigua la antropología) se resume en una victoria sobre el Tiempo. Zeus tiene que derrotar a Cronos para poder edificar esas instituciones durables a las que llamamos «cultura». «Cultura» implica –como acabamos de señalar– «tiempo libre para la palabra», implica un estar «libre del tiempo a favor del lenguaje» (pág. 106).

Se colige de lo anterior que la cultura, identificada con la civilización, digamos, la «alta cultura», además cultura escrita, lógica, es una morfología que se dibuja única y exclusivamente sobre el eje circular del espacio antropológico. Por otro lado, no hallamos rastro alguno de los componentes etológicos de las instituciones culturales: cultura no solo es igual a civilización, cultura es igual a Hombre. Huelga decir que donde hablamos de «cultura» como civilización hablamos también de «razón» (humana, entendemos):

Solo la razón y la libertad pueden librar al ser humano de la tiranía (en el fondo temporal) de las palabras «muy antiguas». A la cultura le basta con la tradición y la costumbre, la razón exige la verdad y la justicia. A esta tarea por la que la razón corrige a la palabra, se la llama civilización. A esto es a lo que se llamó Ilustración: a la lucha contra la superstición (pág. 111).

En el intervalo de unas pocas páginas encontramos una aparente contradicción entre dos concepciones dialécticas de «cultura»: una concepción antigua de cultura como producto legitimador de la costumbre y la tradición (concepción que podríamos poner en correspondencia con los antecedentes etológicos de las construcciones culturales humanas), y una concepción ilustrada de cultura como civilización (la verdadera cultura humana, la «alta cultura» con la que el hombre se pone en el camino del progreso). Entre ambas media una concepción no menos mitológica de la razón, que destruye, cual soldado jacobino, las anquilosadas instituciones de la cultura etológica, y sobre sus ruinas construye las novísimas formas de la cultura humana (civilizada).

¿Pero no son acaso racionales las construcciones culturales de la antigüedad, regidas por la costumbre y la tradición? ¿No hay acaso racionalidad en esas costumbres y tradiciones, perfectamente normadas? Y la madre del cordero: ¿No hay racionalidad en las conductas operatorias de los animales no humanos para la transformación o alteración de los cursos naturales a efectos de explotar sus recursos y garantizar su recurrencia?

En el relato anterior, en el que, como decimos, se coordinan un número importante de mitos, el mito que a nuestro juicio ejerce funciones rectoras es el mito del progreso. El progreso, que define como el triunfo sobre el tiempo, ha sido posible gracias al encumbramiento de la razón como autoridad del mundo de la cultura (teniendo en cuenta lo dicho más arriba, resulta que el progreso es posible gracias a la filosofía, mejor, a los filósofos):

«El progreso no es tiempo que pasa, sino todo lo contrario: tiempo libre que se libra cada vez más profundamente del tiempo. El progreso no está amasado con el tiempo, sino con la libertad. No es un adelanto del tiempo, sino un avance de la libertad» (pág. 108). Esta concepción ilustrada del progreso confronta con la concepción capitalista o económica, que destruye el ocio destruyendo con ello la posibilidad misma del desarrollo de la razón (porque la filosofía, lo afirma el autor en varias ocasiones, nace del tiempo libre{10}): «La rueda imparable de la producción y el consumo han acabado con el ocio propiamente dicho. La destrucción del ocio comporta una destrucción de las condiciones de posibilidad de la razón» (pág. 109). Cosa que nos recuerda a las tesis de Heidegger sobre la necesidad de una pausa para el cultivo de la serenidad (Gelassenheit).

Esta concepción ilustrada del progreso se puede conciliar, a juicio del autor, con el pensamiento marxista. El marxismo podría haberse aprovechado de los frutos del pensamiento ilustrado, de no ser por su capitalista obsesión por lo económico. El proyecto marxista de ir más allá del hombre (capitalista, burgués) había sido propuesto mucho tiempo antes, por ejemplo por Aristóteles, bajo el ideal de la ciudadanía. Con la reivindicación de ese ideal, que fue recuperado y hasta consolidado (a guillotinazos) por la Ilustración, el marxismo habría encontrado un cauce racionalista para la plena implantación de su Übermensch. Pero ese cauce solamente se le habría habilitado si previamente acepta conceptos superestructurales tales como «democracia parlamentaria», «Derecho» o «Estado de derecho»{11}.

IX. A vueltas con el idealismo y el materialismo

El capítulo noveno, sobre la fragilidad de la razón y la distinción entre el idealismo y el materialismo, merece a nuestro juicio especial atención. Atención crítica, faltaría más. Una de las grandes distinciones entre escuelas filosóficas es la que diferencia el materialismo del idealismo, y Fernández Liria se propone en ese capítulo explicar en qué consiste tal diferencia. Para ello, utiliza el criterio de las relaciones que ambas filosofías traban entre la razón y la realidad. Antes, claro está, hay que explicar qué entendemos por razón. Brevemente, la razón es eso que desde una objetividad (que, por cierto, define como no-lugar, es decir, metafísicamente) que se añade a nuestro mundo introduciendo un espacio de universalidad y libertad.

Dispuesto el campo de batalla, define Fernández Liria el idealismo –que impera en el sentido común, aunque todos (los filósofos mundanos) se digan emic como materialistas– como la doctrina que identifica ser y pensar, realidad y pensamiento, y que encuentra la verdad en el todo, es decir, en el Espíritu (aquello para lo cual no hay nada que sea absolutamente otro, según Hegel). Un Espíritu o totalidad que acontece en la Historia. Por el contrario, el materialismo es la doctrina que comprende ser y pensar, o Tiempo y Razón, como cosas distintas y hasta históricamente yuxtapuestas. No tienen, en absoluto, una relación de carácter dialéctico. La razón, si quiere abrirse paso en el tiempo, tiene que hacerlo a partir de unas ciertas condiciones materiales; por sí sola, tan frágil es, no puede.

En rigor, la distinción planteada por el autor no es entre idealismo y materialismo, sino entre el idealismo absoluto de Hegel y el materialismo histórico de Marx. Porque, desde nuestras coordenadas pluralistas, hay diversos modos de idealismo y de materialismo, por no hablar de la necesidad del criterio de la dialéctica entre ontología general y ontología especial que Bueno ejercita en Ensayos materialistas y que resulta crucial para recuperar los componentes materialistas (esto es, pluralistas, críticos del monismo) que hay por ejemplo en Hegel o Fichte, sin perjuicio de su idealismo.

La prueba del algodón para calibrar la potencia de una clasificación consiste en analizar desde los taxones de referencia otros contenidos del campo a clasificar. Por ejemplo, ¿dónde cabría incluir a Platón a tenor de la diferencia apuntada por Fernández Liria? ¿Cómo distinguir, en virtud de este criterio, el idealismo subjetivo de Berkeley del idealismo trascendental kantiano? En definitiva, nos parece que, cuando la confrontamos con la batería de criterios puestos por Bueno en su obra de 1972 (monismo-pluralismo, ontología general-ontología especial, materialismo-mundanismo, posibilidad o imposibilidad de la existencia de vivientes incorpóreos, doctrina de los tres géneros de materialidad, &c.), la clasificación que nos propone el autor utiliza un criterio exiguo y ad hoc con arreglo al cual toda determinación de un sistema filosófico lo distorsiona cual lecho de Procusto.

X. El Plan Bolonia y los filósofos

Sea como fuere, las consideraciones anteriores nos ponen los rudimentos necesarios para comprender el propósito emic del libro: este libro se dirige, en nombre de la razón y desde el materialismo (las condiciones materiales que exige la razón para su realización son, fundamentalmente, dos: independencia civil y tiempo libre), contra el capitalismo neoliberal. Contra la «barbarie neoliberal» (pág. 134), encarnada en el Plan Bolonia, los filósofos pueden hoy, más que nunca, reivindicar su utilidad.

Las páginas finales del libro recuperan el tema del inicio: la necesidad de combatir los estragos causados por el Plan Bolonia, para la cual son especialmente valiosos los filósofos. A este respecto, Fernández Liria pone el foco de atención muy acertadamente en la contribución que la ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación) hace al desmantelamiento boloñés de la educación pública superior. ANECA se encarga de medir la excelencia de los investigadores y de los centros, no desde dentro de cada disciplina, lo que sería lo normal académicamente hablando, sino según criterios externos y especializados (o encargados a especialistas, entre los que destacan los pedagogos).

El desmantelamiento de la Universidad se ha hecho más que evidente en la Filosofía. Esta tesis es el tema central de la «Última lección en la Universidad» de Gustavo Bueno, donde habla de la «muerte de la filosofía» a manos de la Filosofía administrada por la Universidad. Aunque los caminos argumentativos por los que Fernández Liria y Bueno llegan a esa conclusión son distintos, y enfrentados entre sí.

Bolonia ha destruido la autonomía del reino de los filósofos, de la ciudad inteligible que otrora fue la Academia. Si la sociedad (razón práctica) quiere de veras salvar la Universidad, lo que tiene que hacer es alejarse de ella (razón pura). Hasta que esto no suceda la razón no imperará sobre la realidad, como se pretendió en el glorioso periodo ilustrado, sino la realidad mercantilista la que le dice a la razón cómo debe pensar. No es que la realidad sea cada vez más racional; es que es ya la razón misma suplantada.

En conclusión, aunque estamos de acuerdo con el diagnóstico del actual estado de cosas en la Universidad y la Academia descrito por Carlos Fernández Liria, no compartimos en absoluto las coordenadas filosóficas desde las cuales lo emprende. Particularmente, no podemos aceptar la conclusión que a nuestro juicio se desprende de las páginas finales del libro, a saber, que en el desastroso estado de cosas los filósofos son hoy más importantes que nunca, porque no queda claro qué es lo que entiende el autor por filósofos. Y si es cierta nuestra interpretación, no estamos en absoluto de acuerdo; da la impresión de que sólo hay filosofía, y por consiguiente filósofos, en la Universidad, cuando, de facto, a nuestro juicio, es donde menos filósofos puede haber.

Notas

{1} Conferencia dictada en Gijón el 8 de abril de 2008, disponible en vídeo y transcrita en: “El papel de la filosofía en el conjunto del hacer”. También remitimos al lector al Teatro Crítico emitido ocho días después de la conferencia, donde se trata el mismo asunto: “Filosofía, hacer y deshacer”.

{2} Hemos planteado una crítica de la reducción de la figura del filósofo a la del estudiante o profesor de Filosofía en las siguientes lecciones: “Filósofos, sistemas y escuelas” (EFO, 24/04/2023) y “Gustavo Bueno: El filósofo crítico” (XXIX Encuentros de Filosofía, 07/04/2024). Las investigaciones sobre estos asuntos se inician con el artículo “¿Quién y cómo es el filósofo? La figura del filósofo en el materialismo filosófico” (El Catoblepas 2021, 195:9).

{3} Como no podemos detenernos en este asunto, remitimos al lector al opúsculo de Gustavo Bueno, Teoría y praxis, del año 1975.

{4} Recientemente, Marcelino Suárez Ardura ha insistido en esta concepción de la difícil fórmula de la implantación política de la filosofía durante su intervención (“La Filosofía política en el sistema filosófico de Gustavo Bueno”) en el XX Curso de Verano de Santo Domingo de la Calzada: eiluFlKnafE&t=1347s

{5} Esta reducción ha afectado por igual a todas las Facultades porque está implicada en la transformación de las Licenciaturas en Grados. Sin embargo, afecta con mayor gravedad al filósofo porque la docente es casi la única salida laboral que le depara a quien se titula en Filosofía.

{6} Sobre la tesis de la «clausura institucional» de la Academia y de las escuelas filosóficas en general, véase la lección «Uno de los nuestros» (EFO, 13/05/2024). Como los vídeos de la primera nota a pie, la lección está disponible en el canal de YouTube de la Fundación Gustavo Bueno.

{7} No obstante, le reconocemos a Fernández Liria la interpretación inmanentista de Platón contra la interpretación trascendentalista de acuerdo con la cual duplica el mundo: para Platón, afirma, sólo hay un mundo que puede ser contemplado desde las apariencias y desde las ideas.

{8} Remitimos al lector a la crítica que Gustavo Bueno hace del fundamentalismo democrático como ideología según la cual las democracias realmente existentes realizan la idea pura de Democracia, y que explica las contradicciones internas de los sistemas democráticos como déficits que con «más democracia» pueden y deben superarse, en Panfleto contra la democracia realmente existente.

{9} Para una exposición detallada de la crítica que el materialismo filosófico le hace al mito del progreso, ver la lección de Joaquín Robles en la EFO, “El mito del progreso” (07/03/2022): DYUIEIuzSTE&t=4664s O el largo análisis de la idea de Progreso realizado por Gustavo Bueno en el año 1994, también disponible en YouTube: “Análisis crítico de la Idea de Progreso” (16h 19m). Para la crítica del mito de la cultura, el libro El mito de la cultura de Bueno o la reexposición de Ekaitz Ruiz de Vergara (“El mito de la cultura”. El Catoblepas 2023, 202:2).

{10} Esta interpretación sobre el origen de la filosofía adolece, a nuestro juicio, de sociologismo. Y, por sociológica, es psicologicista. Fue porque unos pocos hombres pertenecientes a la aristocracia ateniense gozaban, dada esa su condición clasial, de mucho tiempo libre, se pusieron a pensar («ponerse a pensar», como quien «se pone a leer» o «se pone a llorar», suponiendo que hay un momento inmediatamente anterior en el que no se pensaba, no se leía o no se lloraba), que nació la filosofía. Es, además, una interpretación profundamente idealista que reduce la actividad filosófica a los autologismos del ego cogito en la soledad del sí mismo, Descartes frente a la estufa. Cuando, a nuestro juicio, lo verdaderamente filosófico es el momento final, y definitivo, que confirma el primer momento autológico, del dialogismo, de las dialécticas (habladas o escritas). Sin dialéctica, no hay filosofía.

{11} La crítica de la distinción marxista entre base y superestructura ha sido ampliamente criticada por Gustavo Bueno. Por ejemplo, en Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas (1991) o «La vuelta del revés de Marx» (EC 2008, 76:2). También encontramos un comentario al respecto en el Taller de Filosofía de Oviedo del 14 de mayo del 2007 (“Cristo, animal divino, religión, evolución humana, fetichismo, marxismo”), subido recientemente al canal de YouTube de la Fundación.

Fuentehttps://nodulo.org/ec/2024/n209p17.htm

8 de febrero de 2025.  ESPAÑA

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