¿Quién y cómo es el filósofo? La figura del filósofo en el materialismo filosófico. Por Eduardo Gutiérrez Gutiérrez

Réplica al artículo “¿Qué es la filosofía? Respuesta crítica al materialismo de Gustavo Bueno” de Daniel Martín Sáez

Resumen

Rubens

Este artículo es un desarrollo crítico de «¿Qué es la filosofía? Respuesta crítica al materialismo de Gustavo Bueno» de Daniel Martín Sáez. En particular, se somete a crítica la tesis principal del mismo, a saber: la definición de Filosofía como «saber de segundo grado» o «Geometría de Ideas» del materialismo filosófico no tiene en cuenta, en su representación, el «modo de ser» del filósofo, los «componentes modales» de la Filosofía. Según esto, ofreceremos un esbozo de «Filosofía modal» de acuerdo con la representación y el ejercicio filosóficos de Gustavo Bueno.

  1. Introducción

En «¿Qué es la filosofía? Respuesta crítica al materialismo de Gustavo Bueno»{1} Martín Sáez se propone la tarea de «completar» la definición de «Filosofía» del materialismo filosófico{2}. Parte de la idea de que dicha definición solamente atiende a los componentes o aspectos «sustanciales» (Filosofía como «Geometría de las Ideas») de la Filosofía. Dicho de otro modo, supone que la definición de Filosofía que ofrece Gustavo Bueno carece de los componentes «modales» en virtud de los cuales la «Idea de filósofo» queda incluida en la «Idea de Filosofía». Con el propósito de completar la definición de Filosofía del materialismo filosófico, Martín Sáez propone críticamente que Bueno, a la hora de formular la Idea de Filosofía, se olvida del filósofo (sin perjuicio del ejercicio constante que hizo en vida de la Idea de filósofo, ya sea en sus intervenciones públicas y televisivas, en sus clases, en conferencias, &c.) (pág. 106). Y contrarresta este «defecto» redefiniendo la Idea de Filosofía «a una nueva escala» (pág. 100) que incluye esos componentes modales que refieren directamente al «hacer» del filósofo, a la actividad filosófica, y que según el autor la definición de Bueno «deja fuera» (pág. 106).

El objetivo de este artículo es desarrollar la «Idea de Filósofo» ejercitada y representada en la definición de Filosofía que formula Gustavo Bueno. Si bien es cierto que el desarrollo que expondremos a continuación se realiza contra el artículo citado, dicha revisión crítica solamente tiene el objetivo de indicar la dirección y de establecer los parámetros para una «teoría de la actividad filosófica», según el sistema del materialismo filosófico. En líneas generales, el artículo de Martín Sáez tiene puntos fuertes a tener en cuenta{3}, aunque hay otros que serán sometidos a revisión de forma particular, como propedéutica para la definición del filósofo que nos proponemos.

De acuerdo con lo expuesto, la tesis principal del artículo queda formulada de la siguiente forma: la representación de la Filosofía realizada por Gustavo Bueno en sus obras esconde una definición del filósofo que, si bien implícita, puede formalizarse atendiendo al ejercicio del «filosofar» que pone en práctica en sus clases, Congresos, ponencias, entrevistas, apariciones públicas, &c. En este sentido, el punto de confrontación con el artículo de Martín Sáez puede resumirse en la siguiente cita: «Mi crítica, por dejarla formulada desde el principio, es la siguiente: se ha intentado definir, en todo momento, una parte esencial de la filosofía, a saber, su “contenido”, y en concreto su contenido propio, en función del cual se entiende su “misión” y su diferencia con otros saberes, pero se ha dejado de lado otra parte esencial, a saber, su “forma”. Bueno nos habla de ideas, de saberes, del campo de los saberes, pero echamos en falta al sujeto que idea, sabe, conecta, destruye» (pág. 106). No estamos de acuerdo con esta tesis porque, como trataremos de demostrar, la definición «sustantiva» de Filosofía que propone Gustavo Bueno incluye implícitamente una definición «modal» del filósofo y de la actividad filosófica.

En cuatro palabras: en la definición del «objeto» de la Filosofía está incluida la definición del «sujeto que filosofa». Para demostrar esto tendremos en cuenta, como indicábamos más arriba, el ejercicio filosófico realizado por Bueno y los elementos fundamentales de su definición de Filosofía.

  1. «Filosofía espontánea» y «Filosofía académica»

A la hora de reformular la taxonomía de los tipos de Filosofía del materialismo filosófico, paso que el autor entiende previo a la formulación de una definición «modal» de Filosofía que complete la «sustancial», Martín Sáez tiene en cuenta la distinción entre las «filosofías exentas» y las «filosofías implantadas» con sus correspondientes subdivisiones («dogmáticas» e «históricas» con respecto a las primeras, y «adjetivas» y «críticas» con respecto a las segundas). Además introduce una nueva clasificación, según se tome a la Filosofía como una idea recta o como una idea oblicua{4}.

De un modo similar al ejecutado por Martín Sáez, este artículo parte de la distinción entre la «Filosofía espontánea» y la «Filosofía académica», entendiendo tal distinción como «paso previo» a la definición del «filósofo» según el materialismo filosófico.

En efecto, para decir cómo es o cómo actúa un filósofo pensamos necesario determinar antes dónde está, cuál es un ámbito de actividad (que no «campo de estudio»); o dicho de otro modo, antes de describir cómo actúa el filósofo tenemos que determinar quién es ese sujeto que filosofa. Por ello, lo primero de todo es distinguir la «Filosofía de los filósofos», es decir, de los que se dedican a la Filosofía académicamente, de la «Filosofía de la calle» («Filosofía de un equipo de fútbol», «Filosofía de la empresa», «Filosofía de una comunidad de vecinos», &c.) y de la «Filosofía espontánea de los científicos». «¿Quién es el filósofo?» no es, por tanto, la primera pregunta con la que nos las hemos de haber para los propósitos del artículo. Antes hemos de responder a la pregunta «¿Dónde está el filósofo?». Para ello, repito, partimos de la distinción entre la «Filosofía espontánea» y la «Filosofía académica».

En El papel de la filosofía en el conjunto del saber Bueno distingue una «Filosofía académica», que se practica en las Academias (las cuales no pueden reducirse a las Universidades o a las Facultades de Filosofía) y se constituye desde las bases de saberes previos, tales como los saberes técnicos, los saberes científicos, los saberes políticos, &c., de una «Filosofía espontánea”, desarrollada al margen de los saberes de primer grado y en siempre en el contexto de un estadio cultural avanzado. A mi juicio, esta distinción es fundamental porque si nuestro objetivo es definir cómo es el filósofo desde el materialismo filosófico primeramente debemos determinar si nos referimos a una Filosofía académica o a una Filosofía espontánea. De optar por una u otra alternativa, pienso, las conclusiones serían completamente distintas.

De acuerdo con esta distinción, podemos ofrecer dos respuestas distintas a la pregunta «¿Somos todos filósofos?»{5}. Al modo como Husserl respondió críticamente a Descartes en lo relativo a la duda metódica (epokhe), diremos «si y no». Si nos atenemos a una definición espontánea de la Filosofía, o a una Filosofía espontánea, diríamos que sí, que todos, tanto profesores de Filosofía como alumnos, amas de casa, ingenieros, empresarios, banqueros, barrenderos, padres, madres, tenderos, &c., somos filósofos, por cuanto en nuestros discursos técnicos, profesionales o cotidianos manejamos ciertas Ideas que forman parte del cuerpo doctrinal filosófico. Podríamos, como hace Manuel Sacristán, detenernos aquí y proclamar la apertura radical del filosofar frente a la estrechez academicista de la Filosofía en cuanto «especialidad»: «Dicho de otro modo –infiel paráfrasis de un motto de Kant–: no hay filosofía, pero hay filosofar. Esta actividad efectiva y valiosa justifica la conservación del término “filosofía” y de sus derivados»{6}. Pero si, a efecto de evitar las consecuencias de posiciones como la de Sacristán (supresión de las Facultades de Filosofía), introducimos la idea de la Filosofía académica, tendremos que reconocer que no, no todos somos filósofos; sin perjuicio, claro está, de la importancia de la práctica espontánea de la Filosofía, que suministra material de trabajo para la Filosofía académica.

A mi juicio, la diferencia radica en el «sistema» que desde es el que constituye la Filosofía académica o, como dice el propio Bueno, en «la explotación de una ‘symploké’ cristalizada en un conjunto concreto de Ideas que han ido decantándose en el proceso histórico mismo de la producción, que han sido ‘arrojadas’, por así decir, en el curso mismo de este proceso […]»{7}, que obliga al «filósofo académico» a desarrollar su saber sobre otros «saberes previos». Dicho de otro modo, en el carácter sistemático que el «filósofo académico» adopta en su trabajo con las Ideas. En cambio, para el «filósofo mundano», la referencia básica de los saberes científicos, técnicos, políticos o religiosos no es necesaria, aun cuando pueda tenerse en cuenta. Esta referencia a saberes previos, que supone la negación de la Filosofía como «ciencia de ciencias» y del filósofo como pensador que se sostiene sobre la autoridad de su propio «yo» (en resumidas cuentas, dicha negación da lugar, en su desarrollo, a la crítica al «subjetivismo» de la vía alemana de la Filosofía, que Martín Jiménez ha analizado en «La implantación política de la filosofía alemana«), implica de facto una comprensión de la actividad filosófica y del «modo de ser» del filósofo. Aunque lo veremos con detalle más adelante, podemos avanzar algunos puntos básicos.

Desde esta distinción introducimos un nuevo matiz, decisivo para nuestro objetivo: la actividad filosófica es una actividad que se realiza en el seno de una Escuela, de una Academia, o de una secta (inter Stoicos et Epicuri sectam secutos pugna perpetua est, regaturne providentia mundus. Quintiliano, Instituciones oratorias, V, VII.). De este modo, aun cuando nos centremos en la figura del filósofo como individuo particular, no hemos de concebirle como si de una mónada leibniziana que piensa el mundo desde sí y por sí mismo se tratase, o como un individuo que teoriza aislado de la sociedad y del resto de hombres. Muy al contrario, la actividad filosófica es, en cuanto académica, una actividad que se realiza en comunidad, «institucionalmente»{8}. Podemos ilustrar esta tesis con la siguiente cita de Martín Jiménez: «Por este motivo, si toda filosofía necesita de un “gran arquitecto” que la ensamble y que la ponga en marcha, y sin el cual no existiría, ya formada necesita la escuela por donde circule la esencia de una filosofía en el “presente lógico” (el resto es filología o doxografía)»{9}. Volveremos sobre este asunto más adelante.

El carácter institucional que le atribuimos a la Filosofía académica no ha de ser óbice para analizar la actividad filosófica desde los ejes del «espacio gnoseológico». Si bien es cierto que una buena parte de la actividad filosófica se produce «dialógicamente» y «autológicamente» de acuerdo a ciertas «normas», y que el «dialogismo» es una figura que nos permite criticar la deriva «sustancialista» a la que muchas concepciones de Filosofía conducen al centrar la actividad filosófica en el «autologismo» del cogito («Filosofía gnóstica»), el análisis de la Filosofía desde el «espacio gnoseológico» se detiene, al menos por lo que respecta a los objetivos de este artículo, en el «eje pragmático». O lo que es lo mismo, en la comparación de la actividad académica del filósofo con la actividad académica del científico, y exclusivamente en lo relativo a sus tareas y actitudes. Ello, por supuesto, teniendo clara la distinción entre los «conceptos» con los que trabaja el científico (y con Ideas, cuando pretende «hacer Filosofía» desde su propio campo) y las «Ideas» con las que trabaja el filósofo, que necesariamente tiene en cuenta a aquéllos.

Reconocemos, desde los parámetros establecidos, el valor de verdad de la tesis «Todos somos filósofos». Sobre todo si tenemos en cuenta el contexto político de nuestro presente en marcha, en el que, por efecto del «fundamentalismo democrático» en los medios de comunicación, en las leyes educativas y en los planes y programas de las instituciones estatales y autonómicas la «nematología» democrática se ha elevado a la condición de saber filosófico de primer orden; o dicho de otro modo, si tenemos en cuenta la reducción del saber filosófico a la nematología de las instituciones democráticas. Como dice Íñigo Ongay: «[…] sin duda piensan filosóficamente sin necesidad de Platón o de Aristóteles (en este sentido preciso, ciertamente, todos somos filósofos. Los estudiantes no menos que el profesor) dada ante todo su inmersión total en el espíritu objetivo, esto es, en las instituciones propias de una civilización que ha alcanzado sin duda un grado de desarrollo histórico suficientemente espeso como para hacer prácticamente inevitable el trato cotidiano con ideas filosóficas tan ubicuas como las de democracia, nación, naturaleza, cultura, hombre, dios, religión, &c., &c.»{10}.

Ahora bien, no pensamos adecuado para los objetivos del artículo de Martín Sáez ni para el presente tomar como criterio o plataforma para la definición del filósofo la «Filosofía espontánea», es decir, la tesis «Somos todos filósofos». Por poner alguna objeción diremos, continuando con el artículo de Ongay, que es precisamente contra la «Filosofía» practicada por los políticos fundamentalistas, contra la «Filosofía» de los científicos, contra la «Filosofía» de los teólogos y contra la «Filosofía» de los liberal-individualistas contra la que la «Filosofía académica» realiza su trabajo; es decir, que ofreciendo una definición negativa de la «Filosofía académica», plataforma escogida para los objetivos del artículo, diremos: la «Filosofía académica», que identificamos con la «Filosofía crítica»{11}, sistemática y «escolar», es crítica precisamente con respecto al «fundamentalismo democrático», al «fundamentalismo científico», al «fundamentalismo religioso» y al «fundamentalismo liberal-individualista». Por ello, pensamos que para definir quién es el filósofo y cómo opera con las Ideas y la realidad de su presente en marcha es necesario abordar tal definición desde la plataforma de la «Filosofía académica», nunca desde la «Filosofía espontánea».

Ello, ya lo hemos apuntado, sin perjuicio del trabajo con Ideas que se puede realizar, y de hecho se realiza, en instituciones ajenas al ámbito académico de la Filosofía, como pudieran serlo las Administraciones del Estado, las comunidades de científicos, las presentaciones de libros, o las aulas de Secundaria. No obstante, repetimos, no pensamos que este hecho sirva como condición necesaria y suficiente para la disolución de la figura del filósofo en la figura del «especialista», del «técnico», del «político», o del «ciudadano de a pie».

Es un hecho que nadie podrá poner en duda que la Filosofía ha «colmado» la vida pública cotidiana; en todos los lugares se pronuncian, defienden y critican Ideas tales como «Democracia», «Estado», «Libertad», Mundo», «Hombre», «Historia», &c. Se habla, también, de la «Filosofía de la empresa», de la «Filosofía de vida», «Filosofía de un equipo de fútbol», «Filosofía del bar», &c. Pero intentar, a partir de esta constatación, diluir la figura del filósofo en la figura de quien filosofa o trabaja con Ideas (no entramos todavía a calibrar el nivel, la dirección, el programa y los objetivos de dicho trabajo) sería lo mismo que considerar que es futbolista tanto quien juega en la primera división de las grandes ligas europeas como quien juega en tercera regional, quien juega en los campeonatos provinciales con su equipo de amigos, y quien juega en las competiciones internas de los Institutos de Secundaria.

Por eso, para nuestro objetivos, hemos de convenir en que «no, no todos somos filósofos», al menos si queremos mantener la «claridad» y la «distinción» de la figura que tratamos de definir. En definitiva, no queremos caer en la trampa, denunciada por Ongay en el artículo citado, de la «actitud anti-dialéctica» a la San Pablo: «Ciudadanos demócratas –aconsejarán los nuevos apóstoles de esta sabiduría democrática– huid de necias filosofías… pues ningún verdadero demócrata podrá olvidar jamás esto: no hay más filosofía necesaria que la propia democracia que ya ejercitamos diariamente» (pág. 7). Una trampa que, según pensamos, puede conducirnos, en su caso límite en la dirección de regressus, a posiciones como la sostenida en el terreno de la ética por el psicólogo holandés Frans de Waal en Filósofos y primates (2007).

Huelga decir que la cuestión sobre si la Filosofía habría de considerarse, más bien, como una tarea mundana y genérica o, por el contrario, como una tarea específica y escolar, esto es, académica, es una cuestión manida en el contexto de la Historia de la Filosofía. El artículo de Pilar Palop Jonqueras «El sofista y el filósofo, la enseñanza de la filosofía a la luz del Protágoras de Platón» desarrolla esta polémica desde el antagonismo relatado en el diálogo platónico entre Protágoras, el sofista, y Sócrates, el filósofo. Asimismo, conecta este antagonismo con la distinción, más tarde retomada por Bueno («Filosofía espontánea» y «Filosofía académica»), que Kant plantea en el prólogo a la Crítica de la razón pura, a saber: si la Filosofía es un «concepto escolástico», académico, diríamos nosotros, o un «concepto cósmico», mundano{12}.

De acuerdo con el nuevo planteamiento introducido, creemos que las tesis postuladas en este artículo acerca de la condición del filósofo, así como la determinación del ámbito académico de la Filosofía como ámbito desde el cual o dentro del cual definir al filósofo y la actividad filosófica, se ajusta a las conclusiones expuestas en el artículo citado, que, a su vez, se ajustan a las tesis que el profesor Bueno expuso en las obras que Martín Sáez toma como referencia para el estudio de la «Idea de Filosofía» del materialismo filosófico: aun cuando reconozcamos el origen espontáneo, mundano o cósmico del saber filosófico, es en su ámbito escolar o académico donde observaremos un trabajo con Ideas estricto y sistemático que, en una primera aproximación, podemos definir como el trabajo propiamente filosófico. La Filosofía se fragua en el «entendimiento común» o en la «racionalidad mundana» (considerada por Kant la «verdadera legisladora de la razón»), pero es el «entendimiento académico», por ponerle algún nombre que contraste dialécticamente con el anterior, donde adquiere el rigor sistemático que hace posible la continuidad histórica de la Historia de la Filosofía, de la Filosofía, y de la actividad filosófica.

Es más, como Palop Jonqueras indica, en todos los «momentos filosóficos» o en todas las «estaciones» de la «Historia de la Filosofía» asistimos al mismo proceso (proceso que en mi tesis doctoral he articulado como «Intradición de la tradición»), a saber: «Todos han tenido que abandonar la Academia y olvidar su estéril discurso para volver a la fuente viva y creadora de la Filosofía mundana. Ahora bien, todos ellos han pasado, asimismo, a figurar en el santoral de la Filosofía académica, en el cual no figura, en cambio, el nombre de la razón mundana que es, por otra parte, la única genuina razón filosófica» (pág. 24). Aceptamos esto, pero pensamos que para los propósitos del artículo es necesario insistir en que la actividad filosófica propiamente dicha no es la que se realiza «mundanamente», sino «académicamente»; es decir, «sistemáticamente».

2.1. «Filosofía reflexiva» y «Filosofía imperativa»

Podemos marcar una segunda diferencia remitiendo a la distinción que realiza Martín Sáez entre una «Filosofía reflexiva» y una «Filosofía imperativa»: «La definición reflexiva presenta la filosofía como un saber de segundo grado, con un campo sobre el cual ejerce su crítica; la definición imperativa, como una actividad (que comporta una actitud, un modo de ser) ejercida por filósofos, cuya modalidad estaría definida críticamente a partir de un imperativo básico: dedicarse exclusivamente a lo mejor, es decir, a las cuestiones más importantes, sean éstas cuales fueran, en virtud de unas determinaciones subjetuales (institucionales, críticas) que obligan a reconocer los límites ontológicos del sujeto, en confrontación con modos de subjetualidad no-filósofos o que niegan esas determinaciones» (pág. 112). Lo que el autor quiere señalar con esta distinción es que «uno no sólo es filósofo por tratar temas filosóficos (“el territorio de las ideas”, frente al “territorio de los conceptos”), sino también por el modo de tratarlos, esto es, por ser un filósofo» (pág. 112).

No pretendemos coordinar la distinción «Filosofía espontánea»-«Filosofía académica» con la distinción «Filosofía imperativa»-«Filosofía reflexiva»; lo que defendemos es que la diferencia entre una Filosofía espontánea, no sistemática, y una Filosofía académica sistemática radica en la completitud de la segunda respecto de la primera, a la vista de los parámetros ofrecidos por Martín Sáez. Es decir, que si consideramos que la Filosofía estricta (no confundir con la «ciencia estricta» de Husserl) es una Filosofía que cumple los requisitos de reflexividad e imperatividad, diremos que Filosofía sensu stricto sólo lo es la Filosofía académica. Por ello, la búsqueda de las características propias del filósofo habrá de emprenderse desde la Filosofía académica, y no desde la Filosofía espontánea. Esta advertencia previa es motivo suficiente para defender el ámbito propio de la Filosofía y, como hiciera Bueno en el opúsculo en respuesta a Sacristán, su lugar en la Universidad y en «el conjunto del saber».

Lo que hacemos, pues, es analizar la dualidad «Filosofía reflexiva»-«Filosofía imperativa» desde el campo de la «Filosofía académica». Y lo hacemos con el propósito de excluir de las posibilidades del análisis la suposición, derivada de la «imperatividad», de «que, sea cual sea el campo al que se dedique el filósofo, éste podrá ser filosófico si responde al imperativo filosófico de quien lo ejerce (mejor o peor)» (pág. 112). Particularmente, queremos excluir el caso límite de esta suposición, a saber, la consideración de cualquier actividad (académica, teórica, científica, política, &c.) como filosófica en virtud del «imperativo filosófico de quien lo ejerce»; esta consideración equivale, a mi juicio, a la determinación de cualquier actividad y de cualquier sujeto como «filosófico» desde una perspectiva emic («Yo soy filósofo porque me siento filósofo»). La misma perspectiva emic desde la que en la actualidad se trata de fundar la autoridad de la subjetividad en el terreno político («Yo me siento catalán»), consumando la disolución kantiana de la política en la ética, o al estilo de Carl Schmitt, en la teología.

Lo mismo, pero dicho con otras palabras. Recuperemos la cita anterior: «Uno no sólo es filósofo por tratar temas filosóficos (“el territorio de las ideas”, frente al “territorio de los conceptos”), sino también por el modo de tratarlos, esto es, por ser un filósofo». Advertimos en esta afirmación una petición de principio.

Tenemos el problema (p) de cómo determinar si un sujeto (x) es un filósofo (f): p=¿cómo saber si x es filósofo? Y dos criterios para su resolución: que x «[trate] temas filosóficos» (q), o que x «[sea] un filósofo» (r).

x es f(x) cuando p ∧ r

Si x es f(x) porque q, tendríamos que considerar desde dónde se determinan esos temas como «temas filosóficos». Más tarde responderemos que es desde la «escuela» o desde el «sistema», pero nunca desde el propio filósofo, desde donde podemos realizar tal determinación. El problema viene cuando determinamos que x es f(x) cuando r, porque entonces resulta que f(x) aparece en el problema y también en el criterio de resolución:

x es f(x) cuando f(x). O mejor, x=f(x)

Encontramos en esta petición de principio una forma subjetiva de determinación de la condición filosófica de un sujeto que en su límite se acerca peligrosamente a la disolución de la «actividad filosófica» a un puro «estado mental». Más todavía si la distinción del momento reflexivo con respecto al momento imperativo se realiza desde la tradición socrática de que el filósofo se dedica siempre «a lo más importante» (pág. 116) (¿para quién?).

Por otro lado, y reformulando la tesis presentada en el punto anterior, nuestro objetivo es defender que la definición de Filosofía de Bueno incluye tanto un «momento reflexivo» como un «momento imperativo». Con ello rechazamos la idea de Martín Sáez de que dicha definición no incluye la «Filosofía imperativa» (pág. 112). Dicho de otro modo, pensamos que la definición sustantiva de la Filosofía como «Geometría de Ideas» supone la definición modal, que refiere al modo de ser del filósofo. Y desechamos el contexto espontáneo de la Filosofía (lo ponemos «entre paréntesis») en la medida en que ese trabajo con Ideas, que hace de la Filosofía una Filosofía sistemática (un «saber de segundo grado»), es condición de posibilidad para el desarrollo de la actividad filosófica como una cuestión vital (como «profesión»), y no como algo puramente puntual [como podría serlo el trabajo de un alumno de Secundaria que acude a algunas obras seleccionadas por el profesor para realizar una actividad, o el trabajo de un físico que especula sobre la «Idea de Todo» a partir de unas lecturas parciales de Platón y de las Filosofías orientales{13}].

2.2. Un inciso sobre la «democracia de los filósofos»

El interés por la incardinación del problema que nos atañe al ámbito de la «Filosofía académica», como ha podido demostrarse a lo largo de todo este apartado, tiene como objetivo prioritario la crítica a la tesis «Todos somos filósofos». De nuevo, la pretensión de tal crítica no es la conversión de la Filosofía en una «especialidad», ni tampoco hacer del filósofo un individuo alejado del mundo y de la sociedad, como después trataré de demostrar. Es la determinación de una forma, si queremos, profesionalizada o institucionalizada de Filosofía frente a un tipo de Filosofía espontánea, mundana, más bien vulgar, practicada por muchos individuos y colectivos de nuestras sociedades realmente existentes, y que a mi juicio amenaza peligrosamente a la primera.

Por ello he creído conveniente dedicar un breve excurso al análisis crítico de la tesis «Todos somos filósofos» cuando se enuncia desde el «fundamentalismo democrático», porque es precisamente ese carácter fundamentalista-democrático el que encuentro como especialmente peligroso para la supervivencia de la Filosofía en la Educación Secundaria.

Diremos, en primer lugar, que la tesis «Todos somos filósofos» puede aparecer en cualquier tipo de ideología democrática, ya sea asociada a la Idea de Sociedad política globalizada o a las Ideas de Libertad, Igualdad y Fraternidad; no obstante, es en el primer grupo de ideologías democráticas en el que asume una mayor relevancia en relación a nuestro tema. En efecto, ya sea porque se considera a la Democracia como la autoconstitución de la sociedad política o como el «gobierno del pueblo»{14}, se construye una imagen de los ciudadanos demócratas como «entelequias auto-suficientes» que desde sí mismas (al modo del Barón de Münchhausen) se dan una Constitución democrática. Y en cuanto tales, en cuanto colección de sujetos trascendentales democráticamente ordenada en sociedad, se les considera a cada uno de ellos sujetos autónomos, en el sentido kantiano, capaces, conscientes de sus derechos y deberes, y rectores últimos del destino nacional{15}.

Este supuesto por completo metafísico que se toma como punto de partida para la conversión (casi alquímica) de una sociedad pre-democrática en sociedad democrática se disuelve, en ésta, en los procedimientos de «democracia formal» de las elecciones nominales. En estos procesos deliberativos (en los que el «momento deliberativo» brilla por su ausencia) las «entelequias democrático-racionales» se consideran (etic y emic) como fuentes últimas de autoridad, no en cuanto colectivo, o no sólo, sino también en cuanto individualidades dignas del mismo respeto, la misma tolerancia y el mismo reconocimiento que todos los demás. Y lo peor es que se lo creen, y exigen esa misma soberanía y autoridad en todos los ámbitos y actuaciones de la vida cotidiana; las redes sociales, en especial Twitter, son un ejemplo muy claro de esta «soberbia monadológica» de individuos que se saben soberanos y que, en un proceso oscuro de ecualización democrática, hacen de esa soberanía el principio último que fundamenta su autoridad como autoridad suprema. Este es el modo como el «fundamentalismo democrático» crea una «sociedad de filósofos»; en la cita correspondiente a la nota a pie de página número 16 se recoge un breve resumen de esta idea.

La crítica al «fundamentalismo democrático» en cuanto desconexión metafísica de la «Idea de Democracia»{16} para su conversión en el fundamento de toda sociedad política puede aplicarse también a la crítica a la «sociedad democrática de filósofos», que, como se ha expuesto en el párrafo anterior, incurre en un lisologismo tras otro. Sin embargo pensamos que una crítica tal excedería los márgenes del presente artículo, por lo que nos vemos en la necesidad de introducir una nueva perspectiva crítica que no atañe tanto al «fundamentalismo democrático» de partida como a las consecuencias ulteriores del postulado expuesto arriba.

Se puede ensayar, por ejemplo, una crítica a las peticiones de «más democracia» como solución a los «déficits» democráticos de las sociedades políticas realmente existentes{17}. Una petición similar, o que al menos deriva de los mismos postulados, es la que se exhibe como rótulo de muchas de las pancartas que desfilaron en las manifestaciones contra la Ley Wert de 2013 y que nuevamente desfilan en las manifestaciones contra la Ley Celaá: «Menos política, más Filosofía», o «Más Filosofía es igual a Más Democracia». Como si sólo el pensamiento filosófico (que, por otro lado, muy erróneamente se especifica cuando se defiende; no se ve claramente por qué el pensamiento filosófico es mejor que el pensamiento matemático, por ejemplo) contribuyese a la creación de una sociedad «más» democrática. En cualquier caso, sirva esta analogía para establecer la asociación que se toma como objeto de crítica de este excurso entre la Democracia y la Filosofía, asociación cuya consecuencia última es el establecimiento y la promoción de la «sociedad democrática de los filósofos».

Pancartas de este tipo vendrían a decir que los verdaderos demócratas son los que han estudiado alguna de las asignaturas del «ámbito filosófico» en la Secundaria. El pensamiento democrático y el pensamiento filosófico convergen, de una manera un tanto extraña para quienes reconocemos el carácter lisológico de «La Filosofía» y, por el contrario, distinguimos diferentes tipos y sistemas de Filosofía, de entre los cuales los habrá más cercanos a las bases del «fundamentalismo democrático», como los de Rousseau o Kant, y otros más alejados, como los de Platón y Aristóteles. El estudio profundo de la tradición filosófica niega radicalmente la tesis de la «afinidad de la Filosofía respecto de la Democracia», y con ella el proyecto de disolución del saber filosófico en el saber democrático en razón del cual se supone que quienes hayan cursado algún curso de Educación para la Ciudadanía o Valores cívicos tienen su lugar en la «sociedad democrática de los filósofos».

Los contenidos de la «Filosofía democrática», con los que cualquier ciudadano que haya cumplido los años de escolarización obligatoria podrá operar, serían del tipo: «Idea de Libertad (democrática)», «Idea de Igualdad (democrática)», «Idea de Justicia (democrática)», «Bien Común», «Pueblo soberano», «Tolerancia (democrática)», &c.{18}. La correcta operación con estas y otras muchas Ideas cuyos contextos morfológicos de constitución son intencionalmente ignorados no dependerá tanto de la destreza filosófica de quien la realiza (clasificación, distinción, orden, argumentación, análisis dialéctico, análisis crítico, &c.), sino de su condición como ciudadano democrático. «Todos somos filósofos», pero a fuerza de ser democráticos. Con ello, la Filosofía queda reducida a la doctrina oficial de las «sociedades democráticas realmente existentes», y se acerca peligrosamente al Derecho constitucional y a la Filosofía del Derecho, que no agotan el campo propio de la Filosofía. Por no decir que la condición «democrática» no viene dada, como se piensa desde las bases fundamentalistas, de la soberanía popular, ni tampoco de la libertad racional de los individuos, sino de la única Idea de Libertad objetiva posible en este contexto: Libertad económica en el «mercado pletórico de bienes», o libertad en cuanto consumidor{19}.

Diremos, para terminar, que la crítica a la «sociedad democrática de filósofos» se puede coordinar con una crítica a la «sociedad democrática de los artistas», de la siguiente manera.

Una sociedad «colmada» de filósofos es una sociedad en la que al filósofo «de verdad», al filósofo que realmente trabaja con Ideas de acuerdo con la tradición, se le denigra. La Filosofía, se supone, está realizada en el saber democrático. Si la Filosofía está ya realizada, el filósofo no es necesario. El filósofo, a ojos de la opinión pública, es un personaje soberbio e hipócrita que habla de muchas cosas pero no sabe nada. Personalmente, me ha sucedido en más de una ocasión que hablando sobre los compromisos o implicaciones filosóficas de ciertas actuaciones políticas, de ciertas realidades jurídicas, o de ciertos ámbitos científicos, automáticamente se me desacredita diciendo: «Tú eres filósofo, métete en tus asuntos y no intentes sentar cátedra de cosas de las que no sabes nada». La pregunta es evidente: «¿Por qué este individuo dice que no sé nada?» Es decir, que en la «sociedad democrática de los filósofos» «todos somos filósofos», pero quien de verdad lo es «no puede serlo»; quizás porque somete a crítica los postulados del saber democrático que constituye la «Filosofía oficial».

La situación se asemeja a la que relata Platón, por boca de Sócrates, en la República y en el Teeteto: «[…] La misma burla podría hacerse de todos los que dedican su vida a la filosofía. […] Caerá en pozos y en toda clase de dificultades debido a su inexperiencia, y su terrible torpeza da una imagen de necedad. […] Se queda perplejo y hace el ridículo. Y ante los elogios y la vanagloria de los demás, no se ríe con disimulo, sino tan real y manifiestamente que parece estar loco» (Teeteto, 174a-d). Aunque, por lo que diremos respecto de la «implantación política de la Filosofía», no podemos atribuir como causa de esta «burla» la «torpeza natural del filósofo» (República, 517d-e), dado que para nosotros el mundo inteligible o el mundo de las Ideas (M3) no está a distinta escala ontológica que el mundus adspectabilis (Mi).

Finalmente, resulta curioso que al filósofo se le exija que no hable de cosas de las que, suponen los que critican, no sabe nada, pero a los artistas (cantantes, actores y actrices, escritores, escultores, &c.) no solo no se les dice lo mismo, sino que además cuando hablan de temas de política, de Historia o de ciencias se aplaude su opinión, aunque el nivel de rigurosidad y la calidad argumentativa de sus opiniones esté a la altura de una taza de «Míster Wonderful». Para ellos no vale lo de «zapatero a tus zapatos». En este sentido, la crítica de Goethe no pierde vigencia: «¡Artista! ¡Plasma! ¡No hables!». O en román paladino: «¡Artista!, ¡calla y dedícate a tu arte!».

En razón de lo apuntado en este apartado, al objetivo inicial del artículo se le incorpora un segundo: la crítica al «fundamentalismo democrático» y a la «sociedad democrática de los filósofos» como resultado de la «disolución del saber filosófico en el saber democrático». Conjugando ambos objetivos: determinación del «espacio» propio del filósofo para la crítica a los saberes mundanos, espontáneos y metafísicos que en nombre de la Democracia se dicen «filosóficos» y que constituyen la capa nematológica de una «política sofística»{20} que se justifica y extiende gracias precisamente a esos saberes.

  1. Del «momento reflexivo» al «momento modal»

La distinción entre la «Filosofía reflexiva» y la «Filosofía imperativa» equivale a la distinción entre un «momento reflexivo» o «momento sustancial» y un «momento modal» o «momento imperativo», cuya determinación y esclarecimiento es necesario para la definición de Filosofía; no obstante, es importante señalar que el modo como se resuelve la tensión dialéctica que se produce entre ambos momentos dependerá siempre del «mundo interior» de cada filósofo (pág. 111).

En este sentido, y según el propósito del artículo de Martín Sáez, considera que para ofrecer una «definición completa» de la Filosofía es necesario tener en cuenta ambos momentos o incorporar ambas definiciones: «La definición reflexiva supone que la filosofía son las ideas; la imperativa, que son las cuestiones más importantes, sean ideas, conceptos, técnicas o formas de ser. Según el momento reflexivo, la filosofía es un saber de segundo grado; según el imperativo, es una actividad (el filosofar) desarrollada por filósofos, siguiendo la máxima de dedicarse exclusivamente a lo mejor. Eso incluye necesariamente saberes de segundo grado, pero también saberes de primer grado, actitudes, modos de ser» (págs. 112-113).

En definitiva, y recordando lo apuntado en el punto anterior, la posición de Martín Sáez consiste en la reformulación de la «Idea de Filosofía» del materialismo filosófico desde la «definición imperativa», que «amplía el “campo” de la filosofía sin destruir el abierto por el momento reflexivo, al que incluye y redefine a otra escala» (pág. 112). En último término podríamos decir, desarrollando este planteamiento, que es el «modo de ser» del filósofo, no su trabajo con Ideas, lo que determina que uno es filósofo y que se hace Filosofía. A mi juicio, y también según las pretensiones de este artículo, la relación entre ambos momentos es inversa: no es el «momento imperativo» o modal el que «incluye y redefine» al «momento reflexivo», sino el reflexivo el que incluye el modal. Dicho de otro modo, es la Filosofía (en cuanto «Filosofía académica») la que explica al filósofo, y no el filósofo el que explica la Filosofía.

Continuando la lógica del punto anterior, la explicación de la Filosofía a partir del «modo de ser» del filósofo, sin previa consideración del lugar o de la función de éste, concluye con una «definición indeterminada» de la Filosofía. Y pienso que esta afirmación no modifica un ápice ninguna de las afirmaciones que Martín Sáez realiza en la página 144, a saber: «uno es filósofo todo el tiempo, no sólo cuando se ocupa de ideas», «Toda definición de filosofía ha de tener en cuenta las ideas, pero también a los filósofos y su modo (crítico) de ser», y «la filosofía (de un modo esencial) son “los filósofos”, y no sólo “las ideas”». Muy al contrario, las asume, y lo que niega es que sea desde la «modalidad» y no desde las Ideas desde donde se especifique la figura del filósofo. Los argumentos que sostienen este posicionamiento son los mismos que los expuestos en el punto anterior: a efecto de no reducir al absurdo la definición de filósofo, que a la postre implica una reducción al absurdo de la Filosofía misma (la «democracia de los filósofos»), se establece como parámetro para la definición del primero el contexto de la «Filosofía académica», que por decirlo de alguna manera circunscribe sistemáticamente el trabajo con Ideas (Geometría de las Ideas).

De hecho, esta tesis sobre la inclusión del «momento modal» en el «momento reflexivo» nos sirve para matizar la primera de las tres consideraciones que hemos expuesto unos párrafos más arriba: «uno es filósofo todo el tiempo, no sólo cuando se ocupa de ideas». En pocas palabras, para abordar la dialéctica planteada por Fichte (Philosophieren heißt eigentlich nicht leben, leben heisst eigentlich nicht philosophieren; en «Rückerinnerungen, Antworten, Fragen») entre el vivir y el filosofar. Presentaremos la respuesta a esta cuestión desde el materialismo filosófico como preámbulo para el último apartado, en el que se presentan las conclusiones de los análisis realizados en los anteriores.

La posición del materialismo filosófico con respecto a la relación entre la vida y la Filosofía se puede formular desde la objeción a la 11º tesis sobre Feuerbach de Marx (Thesen über Feuerbach, 1845): «Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert, es kömmt drauf an, sie zu verändern». Referimos, por tanto, a la cuestión de la «implantación de la Filosofía». Para no extendernos demasiado en este punto remitimos a los textos en los que Bueno expone la cuestión de la «implantación de la Filosofía», dejando para otro momento el análisis crítico de la tesis marxista{21}.

Diremos solamente que entre 1970 y 1972 Bueno distingue una «implantación gnóstica de la Filosofía» de una «implantación política de la Filosofía». En Ensayos materialistas considera que entre ambas formas de implantación existe una relación dialéctica (que Marx desarrolló frente a Hegel), de tal manera que afirma que sólo hay una forma de implantación real, siendo la otra aparente. Asimismo, distingue un «plano diamérico» de un «plano metamérico» de implantación: el plano diamérico remite a la conexión de la «conciencia filosófica» con otras formas de conciencia, como la religiosa o la de clase, y el plano metamérico refiere a la conexión de la «conciencia filosófica» con otro tipo de realidades no conscientes, como la realidad biológica o la metafísica. Según esto, cuando hablamos de la relación entre la Filosofía y la Vida nos instalamos en un plano de análisis metamérico, dado que por «Vida» entenderíamos el «suelo» en el que la Filosofía está implantada. No sucede así, según entiendo, en el caso de la Filosofía orteguiana, por cuanto Ortega no interpreta la Vida (das Leben, según la tradición de Goethe, Schopenhauer o Nietzsche, que recibe por la vía de Georg Simmel) en un sentido biológico, sino más bien filosófico o metafísico: «El biólogo encuentra la “vida orgánica” dentro de su vida propia, como un detalle de ella: es una de sus ocupaciones vitales y nada más. La biología, como toda ciencia, es una actividad o forma de estar viviendo. La filosofía es antes filosofar y filosofar es indiscutiblemente vivir –como lo es correr, enamorarse, jugar al golf, indignarse en política y ser dama de sociedad. Son modos y formas de vivir» (¿Qué es filosofía?, Lección X).

En cualquier caso, desde el materialismo filosófico se entiende que la Filosofía está ya políticamente implantada por cuanto la conciencia filosófica es una formación histórico-cultural, no pura ni abstracta, aun cuando ambas formas de cristalización cultural de la conciencia filosófica, la política y la gnóstica, se requieran mutuamente: no hay conciencia políticamente implantada, crítica, sin conciencia gnóstica que le sirva como «manantial de Ideas». Y si cuando hablamos de la implantación política de la Filosofía referimos a la capacidad real de la Filosofía de transformar el mundo de los hombres, ya sea a través del Estado (como algunos intérpretes marxistas entienden la 11º tesis) o a través de otras instituciones, nos situamos nuevamente en el ámbito de la relación entre la Filosofía y la Vida, entendida esta vez la Vida como «vida política e histórica». Y desde este ámbito, que no es sino el ámbito mismo de realización de la conciencia filosófica, el ámbito de actuación del «Ego trascendental», hemos de concluir la imposibilidad de disociación de ambos términos. Encontramos en el «mito de la caverna» de Platón una exposición canónica del «ejercicio vital» de la Filosofía, o dicho de otro modo, de la imposibilidad de disociar el ejercicio filosófico de la vida misma del hombre que filosofa.

El «mito de la caverna» de Platón es, a mi juicio, una de las primeras muestras del carácter «transformador» de la Filosofía (verändern) o de la implicación de la Filosofía en la realidad de su tiempo, que encontraría su culminación institucional en la apropiación del Estado por parte de la «musa filosófica» (Platón, República, 499d). En este pasaje Platón narra un viaje de ida y vuelta que se puede interpretar al menos de dos formas: primera, como el proceso de liberación del filósofo y del hombre en general consistente en el tránsito de las «sombras» a la «luz» (la Filosofía como «perplejidad» y «corrección del mirar»), o como la actividad filosófica misma en sus dos momentos de «implantación gnóstica» e «implantación política», que corresponden a los momentos de regressus y progressus del análisis filosófico.

En el regressus el filósofo realiza un análisis de las Ideas para alcanzar «los objetos mismos» (República, 516a), o, desde el Filomat, los contextos determinantes de donde surgen los conceptos categoriales. Es el proceso de «disección de las Ideas», de esclarecimiento de las distintas partes que constituyen la realidad (symploké): el filósofo como el «buen carnicero». En el progressus se produce la reconstrucción del circuito de racionalidad de los contextos determinantes a las Ideas, organizadas éstas según una nueva estructura y perfectamente diferenciadas de otras Ideas, y también sus partes y extra-partes. Según la interpretación que proponemos, el «momento regresivo» se corresponde con la «implantación gnóstica de la Filosofía», y el «momento progresivo» con la «implantación política de la Filosofía» de acuerdo con el «plan» de la «Geometría de las Ideas». Dicho con otras palabras, en el regressus el filósofo realiza la «trituración» de Ideas, y en el progressus se producen las consecuencias políticas, históricas, de dicha trituración.

No vamos a entrar ahora en este análisis, pero apuntaremos solamente que la «implantación política de la Filosofía» es una realidad efectiva en la medida en que las Ideas, el material con el que trabaja el filósofo, forman parte de la realidad política e histórica en la que se desarrolla, institucional y sistemáticamente, la Filosofía: «Las ideas filosóficas sistematizadas están implantadas de hecho o no existen»{22}.

Por lo dicho, afirmamos que la Filosofía se realiza siempre desde, con y en la Vida (en sentido amplio); o dicho de otro modo, que una «Filosofía verdadera» no puede detenerse en el análisis regresivo de Ideas, sino que tiene que realizar un posterior proceso de implantación política de las Ideas constituidas en la trituración inicial. Si lo que decimos es cierto, «bajar a la caverna» no supone el regressus sino el progressus de la actividad filosófica. Y pensamos que las apariciones televisivas de Gustavo Bueno, tantas veces criticadas por los adalides de la «miseria filosófica» y la «miseria moral»{23}, instauran una «práctica filosófica progresiva» acorde con la realidad de su tiempo.

En efecto, «Bajar a la caverna» supone una forma magistral de «acto filosófico» que se realiza ejecutivamente, diremos, en un sentido orteguiano. El filósofo que «desciende» a la «caverna mediática», acción que tantos «academicistas» le criticaron a Gustavo Bueno, no «suspende» la vida y «se pone» a filosofar, ni tampoco filosofa en el seno de su «ciudadela interna» para después «salir al fango»; su forma de vivir es filosofando y su forma de filosofar es viviendo. Repetimos: entre la vida y la Filosofía no existe disociación posible; como explica Bueno en ¿Qué es filosofía?: «El precepto primum vivere, deinde philosophare queda sin efecto en el caso de la filosofía inmersa y adjetiva, puesto que ahora el “filosofar” no es disociable del vivir activamente una decisión entre otras o de adoptar calculadamente (racionalmente) una estrategia militante o política entre otras “posibles”» (pág. 43). Una «Filosofía inmersa» (respecto del presente práctico, a su vez divisible en «Filosofía adjetiva» y «Filosofía crítica») no puede no estar políticamente implantada; «inmersión es implantación».

Según esto, la labor filosófico-académica de Gustavo Bueno en relación a la «implantación política de la Filosofía» se puede resumir con el siguiente párrafo: «Y don Gustavo bajó al fondo de la caverna, hasta comprometerse, para ayudar a desencadenar a los allí cautivos por la fuerza de los mitos oscuros, las creencias infundadas, las simples conjeturas, o toda clase de ídolos (specus, tribus, fori, theatri), en actos continuos de generosidad, removiendo con frecuencia la “basura democrática”, como Sócrates hiciera con la corrupción demagógica de la democracia ateniense»{24}.

  1. Los «componentes modales» de la Filosofía en el materialismo filosófico

Como decíamos al comienzo del artículo, y como el propio Martín Sáez explica, la definición de filósofo del materialismo filosófico se puede formular a través de un análisis complejo del «ejercicio filosófico» realizado por el propio Bueno en congresos, entrevistas, seminarios, lecciones magistrales, discursos, artículos, vídeos, «teselas», encuentros y cursos de la FGB, &c., &c.

4.1. «Plano del ejercicio» y «plano de la representación»

Sin ánimo de realizar un análisis tan exigente en un punto prácticamente conclusivo, y sólo como punto de partida para realizar una tarea que requiere de un espacio mucho más amplio del que disponemos, vamos a determinar una dialéctica semejante a la expuesta entre el «ejercicio filosófico» y la «representación filosófica» según la establecida por Tomás García López en el homenaje a Gustavo Bueno por su noventa cumpleaños entre el «plano del ejercicio» y el «plano de la representación», en virtud de los parámetros de su carrera profesional en la Universidad de Oviedo y su «dedicación» filosófica: «Tras el sucinto recorrido por las obras del filósofo riojano escritas en esta década, se puede acreditar el doble plano en que siempre opera Gustavo Bueno, el plano del ejercicio y el plano de la representación, que trasciende su inicial proyecto profesional, consistente en colmar de productos filosóficos de alta calidad a su cátedra para ser distribuidos o administrados entre sus alumnos. Este proceso desembocó en lo que para él es la función primordial de la Filosofía, que no es otra que el ejercicio crítico del presente en marcha»{25}.

Por lo que respecta al «plano del ejercicio», referido a su carrera docente como profesor de Filosofía y director en el Instituto Nacional de Enseñanza Media Lucía Medrano de Salamanca, y como catedrático de Fundamentos de Filosofía e Historia de los Sistemas Filosóficos en la Universidad de Oviedo, nos parecen suficientes las apreciaciones y anécdotas que García López expone en el artículo citado. Solamente apuntaremos dos de ellas, a modo de ejemplo.

Nos cuenta el filósofo Tomás García, alumno suyo durante los cursos académicos 1965-66 y 1966-67 (y seguramente la voz más autorizada dentro de la FGB para reseñar la vida, y, en consecuencia, el «ejercicio filosófico», de Gustavo Bueno), que el profesor Bueno extendía sus clases magistrales (cargadas de «ironía socrática») «recibiendo en su despacho, un pequeño cuartucho, lleno de libros hasta el techo, […], a los alumnos que lo desearan» (pág. 5). Una muestra de la «generosidad profesional» y de la «abnegada» dedicación docente que, sin perjuicio de sus ocupaciones personales, familiares y filosóficas, caracterizaban a Bueno durante las décadas en las que alternó su profesión docente con su «tarea filosófica». Otra más, en la misma página que la anécdota anterior: «Pero la cosa no terminaba ahí, don Gustavo organizaba seminarios vespertinos, abiertos al gran público. A ellos asistían muchos de sus alumnos, pero también alumnos de otras Facultades y profesionales del Derecho, la Economía, la Ingeniería o la Política». Y para cerrar, una página más adelante, García López nos relata una anécdota acerca de un estudiante detenido al que el profesor Bueno consiguió liberar tras negociar con la Policía y el Gobierno Civil.

Por lo que respecta al «plano de la representación», del «ejercicio crítico del presente en marcha», basta con tener en cuenta la extensa bibliografía del filósofo riojano para reconocer en ella, así como en las «instituciones» a las que en su desarrollo ha dado lugar, los elementos fundamentales de la «actividad filosófica» según es concebida desde el materialismo filosófico. En este sentido, la Fundación Gustavo Bueno es un ejemplo total de «institución filosófica», a imagen de la Academia platónica como «lugar» donde se realiza Filosofía a partir, esto es importante, del saber espontáneo.

Pero lejos del ruido de la ciudad, aun sin escapar de él, el filósofo tiene la «obligación» de abordar el análisis, la clasificación y la crítica de las Ideas (las tres tareas fundamentales en las que consiste la Filosofía y que, sintetizadas, componen el proceso de creación de una «Geometría de las Ideas») sistemáticamente, según un «imperativo de su coherencia programática» (pág. 6) que, pensamos, no es equiparable al «imperativo implícito de todos los imperativos filosóficos» que propone Martín Sáez, a saber, el «¡Dedícate a lo mejor!» (pág. 123). No porque defendamos que la Filosofía no se ocupa efectivamente de «lo mejor», sino porque pensamos que «lo mejor» solamente puede determinarse como tal dentro de un sistema filosófico, con la imposibilidad, por lo tanto, de elevar tal imperativo a una condición universal (antropológica) para la definición del filósofo.

El «imperativo de sistematicidad», y aquí radica una de las características fundamentales de la «Idea de Filósofo» que proponemos, no depende tanto, como veremos, de la «especificidad» o del «carácter» del individuo que filosofa (que en último término depende más de un «juicio de valor» que de un análisis riguroso: «lo mejor para mí es lo relativo a “lo humano”»), es decir, no depende del juicio «subjetivo» o de valor del filósofo, sino del «modelo de Filosofía» que desde una «escuela filosófica» se determina como más apropiado para, inmerso en el presente en marcha, dedicarse a la construcción de un «mapamundi» para la comprensión del mundo. De ahí la importancia que le atribuimos al «sistema» al comienzo del artículo, condición de posibilidad para la distinción entre una «verdadera Filosofía» y una «Filosofía verdadera»{26}. Por ello pensamos que es ese «imperativo de coherencia programática», o, para darle una fórmula más analítica, «imperativo de sistematicidad», el que diferencia al filósofo de otros «sabios», «intelectuales», «especialistas» o «científicos». Volveremos a la cuestión del sistema más adelante.

4.2. «Imperativo de sistematicidad» y «lo mejor»

Antes de pasar al tratamiento de la siguiente cuestión es importante aclarar algo. Hemos dicho que la determinación de «lo mejor», en el caso de mantenerla vigente para la definición del filósofo, no se establece etic, sino emic. A priori, esta suposición parece conducirnos al subjetivismo del que acusamos a Martín Sáez en el punto dos del artículo: es el propio filósofo quien decide si se dedica a «lo mejor» y, por ende, quien se define a sí mismo como filósofo. Sin embargo, pensamos que esta conclusión es precipitada y absurda. Porque cuando indicamos que la determinación de «lo mejor» es emic no decimos que lo es en relación al filósofo que filosofa, sino al sistema desde el que filosofa; o mejor, a la escuela en la que filosofa.

No es el filósofo, ni el conjunto de filósofos, el agente encargado de dirimir si alguien (uno mismo, el otro, &c.) es o no es filósofo, sino el propio sistema, provisto de un «núcleo», de un «cuerpo» y de un «desarrollo» tales que, «por sí mismo», con arreglo a su «institucionalización», determina quién es filósofo. Así, el «imperativo de sistematicidad» (que no es sino un «imperativo escolar», esto es, referido a una «escuela») no significa que un filósofo pueda definirse como tal alegando construir un sistema de Ideas, sino que, muy al contrario, es la condición sistemática del programa de Ideas con el que trabaja (que no necesariamente ha tenido que desarrollar él mismo, sino que ha podido recibir como «herencia institucional») el que determina que ese filósofo es, efectivamente, un filósofo.

Según esto sostenemos que el filósofo no se define como tal por sí mismo, sea psicológica o sociológicamente, sino en relación a la «escuela filosófica» desde la que desarrolla su pensamiento. Esta idea se puede vincular con la defensa que hacemos en el punto dos sobre la necesidad de determinar quién o cómo es el filósofo desde los parámetros obtenidos por la respuesta a la pregunta sobre su ámbito de actividad: la «Filosofía académica». Un juicio realizado desde fuera del sistema filosófico y de una forma puramente emic, subjetivista, sería «un juicio de carácter subjetivo, como “tribunal de la razón” que, “indiferente” ante las distintas alternativas que se le ofrecen, está capacitado para elegir libremente»{27}.

Asimismo, proponemos una nueva fórmula para articular este «imperativo de sistematicidad» y desligarlo definitivamente de los residuos subjetivistas que puedan mantenerse en la definición de «lo mejor» que se hace desde un sistema. Para ello introducimos la distinción entre el «genitivo objetivo» y el «genitivo subjetivo». Esta misma distinción es la que escoge Martín Jiménez en el artículo citado para abordar la cuestión de la especie «degenerada» de Filosofía en que, según la conclusión de Bueno en El Ego trascendental, parece consistir la Filosofía aristotélica. O García López, en el discurso en homenaje al noventa aniversario de Bueno, para confrontar su «coherencia programática» (que aquí denominamos «imperativo de sistematicidad») con el «“genitivo subjetivo”, ejercitado por tantos “filósofos adjetivos”, inmersos en el presente, eso sí, pero enteramente espontáneos, mundanos y, a veces, vulgares, sean periodistas, políticos o científicos» (págs. 9-10). También encontramos esta distinción en ¿Qué es filosofía?, cuando Bueno diferencia una «concepción genitivo-subjetiva» de la Filosofía («Filosofía de»; «Filosofía de la empresa», «Filosofía del periodismo», &c.) de una «concepción genitivo-objetiva» («Filosofía sobre»; «Filosofía de las piedras», El Catoblepas, 58, 2006, sección segunda) (págs. 42 y 43). Por poner dos ejemplos más, Marcelino Suárez Ardura en «El ingenio de Cervantes»: «Pero «el ingenio de Cervantes» también puede entenderse en el sentido del genitivo objetivo. El genitivo, según esta interpretación, ya no va referido al sujeto Cervantes, sino a la materia, es decir, al ingenio mismo en cuanto producto u obra de las operaciones del propio autor. Desde esta perspectiva, no tenemos que acudir al sujeto, a su capacidad o talento innatos, para dar cuenta del ingenio sino a la obra misma; sería la obra la que nos permitiría comprender las operaciones del sujeto. Es decir, lo importante es el ingenio ya acabado, su finis operis» (El Catoblepas, 62, 2007, pág. 1). Y Ongay De Felipe: «Unas veces se dirá (sobre todo si el hablante es un vándalo, un anglo, un sajón o un alemán) el temor de Roma referirá según el sentido objetivo del genitivo, al temor que la ciudad eterna y su potencia política de alcance imperial provocaría entre esas mismas poblaciones “bárbaras” situadas extra muros a los propios límites del Imperio. Otra veces, por el contrario, dicho temor, visto ahora según el sentido subjetivo del genitivo, se entenderá como un atributo, digamos psicológico, de la propia Roma, como un temor por ejemplo, muy singularmente instanciado entre aquellos de sus ciudadanos que pudieron asistir en torno al siglo V a las penetraciones de las tribus bárbaras al final de lo que los historiadores conocen como la edad antigua»{28}.

En latín, el genitivo es uno de los seis casos que pueden asumir los sustantivos, además del género y del número. Sintácticamente se suele analizar como un complemento del nombre. Se distinguen varios tipos de genitivo, de los que sólo nos interesan dos. El «genitivo subjetivo» complementa al sustantivo igual que el sujeto complementa al verbo; por ejemplo: Fuga hostium («La huída de los enemigos», o «Los enemigos huyen de»). Por el contrario, la función de complemento que realiza el «genitivo objetivo» es idéntica a la que realiza el objeto respecto del verbo: Oppugnatio oppidi («El ataque a la ciudad», o «Alguien ataca a la ciudad»). El de del subjetivo, que refiere a los agentes que realizan la acción, se sustituye en el objetivo por el a, que refiere al objeto al que se dirige la acción.

Según esto, pensamos que la determinación del «imperativo de sistematicidad» se habría de realizar según el «genitivo objetivo». Tenemos la proposición «¿Qué es “lo mejor”?», que abriría un horizonte de respuesta a «¿Quién es el filósofo?». Pensamos que la primera proposición no habría que responderla según su genitivo subjetivo, que en este caso equivaldría a la especificidad filosófica de «lo mejor», la cual, de acuerdo con lo apuntado, vincula exclusivamente al agente que se dedica a ello, es decir, al sujeto que filosofa, sino según su genitivo objetivo, que ya no refiere al agente o a sus consideraciones acerca de la especificidad filosófica de aquello que hace, sino al objeto mismo de su actividad, que en este caso adoptaría la forma de un «modelo» o «sistema». Dicho de otro modo, «lo mejor» no depende, como sostiene Martín Sáez, de que «nos [parezca] digno de llevar, tener, mantener, acrecentar» (pág. 116), sino del contexto sistemático-institucional desde el que se considera efectivamente como lo mejor. Que la Filosofía sea «la mejor ocupación» no depende de que consista «en hacer lo mejor» (pág. 124), sino de que se ejercite según un «imperativo de sistematicidad» que, a su vez, no recae sobre el sujeto que filosofa, sino sobre la «escuela» en la que ejerce su actividad. Si estamos en lo cierto podemos decir que el «medio» para la práctica filosófica no es la «geometría de las Ideas», que con ello perdería su condición como fin (pág. 124), sino el «sistema» y, por extensión, la «escuela». En este sentido, si como dice Martín Jiménez «la filosofía vive en escuelas» (pág. 21), el filósofo se definirá como tal con arreglo a esa escuela, la cual, por otro lado, incorpora un «modelo» o «sistema» en virtud del cual se define qué es «lo mejor», a lo que aquél habrá de dedicarse afanosamente.

Para pasar al siguiente apartado quisiéramos ilustrar la tesis desarrollada con un ejemplo en el que «dedicarse a lo mejor», cuando no se analiza desde el sistema desde el cual se realiza esa dedicación, se convierte en objeto de crítica etic, en cuanto externa al sistema de origen, y emic, en cuanto se realiza psicológicamente, según la única autoridad del sujeto que enuncia la crítica.

Tomemos como ejemplo la crítica que los «filósofos miopes» hacen desde el rigor de su «juicio autónomo» a la que ellos mismos consideran «deriva mundana» de la Filosofía de Gustavo Bueno cuando comienza a dedicarse al análisis filosófico de «temas menores» tales como la televisión (Televisión: Apariencia y verdad, 2000, Telebasura y democracia, 2002, o la colección de artículos sobre el programa televisivo Gran Hermano publicados entre los años 2000 y 2001 para la revista Interviú), el fútbol («El fútbol en Asturias», 1997) o la comida («Filosofía de la sidra asturiana», 1991).

Excuse decir, en primer lugar, que una crítica que tome como objeto una supuesta «deriva mundana» de un sistema filósofo no es realmente una crítica; dicho de otro modo, se agota como crítica en tanto en cuanto no se tiene en cuenta la inseparabilidad de la «Filosofía mundana» respecto de la «Filosofía académica» en términos de «alimentación» de la segunda por la primera (que no es óbice para una «disociación» como la practicada en el punto dos del trabajo). Esta crítica es miope porque no atiende a las «fuentes mundanas» ineludibles de todo sistema filosófico, en virtud de las cuales puede realizar sus procesos de ajuste con el presente lógico-material y de trituración de las Ideas de dicho presente; porque esa crítica obvia completamente que la «potencia» de un sistema o de una escuela se determina según su capacidad de actualización a las nuevas necesidades exigidas por su implantación institucional.

Si el objetivo de un sistema filosófico es expresar a través de un mapamundi de la realidad la concatenación de los problemas del presente en marcha, y el esclarecimiento de las Ideas ejercitadas desde diferentes contextos institucionales contradictorios entre sí según sus procesos de desarrollo histórico, y si, en nuestro presente en marcha, la televisión es un fenómeno que ocupa un lugar de primer orden en el tratamiento de ciertos problemas pedagógicos, tecnológicos, sociológicos, psicológicos, políticos, &c., el filósofo tiene que «bajar a la caverna», adentrarse en la realidad televisiva, y, desde ahí y con las Ideas de su sistema, analizarla, aclararla, triturarla. Pero no puede pretender, como tantas veces se ha respondido desde el materialismo filosófico, pensar apriorísticamente sobre la televisión, al margen de su realidad institucional y al margen también de cualquier corriente de pensamiento. Si los «filósofos miopes» denominan el tratamiento filosófico de la televisión «deriva mundana», nosotros habremos de denominarles a ellos «filósofos gnósticos» o «libres pensadores», con la carga peyorativa que incorpora este último rótulo.

4.3. Las virtudes, actividades, recursos y obligaciones características del filósofo

En este punto, que es la conclusión del artículo, realizamos una exposición de los distintos elementos que constituyen el grueso de la actividad filosófica desde una perspectiva materialista, y que, en consecuencia, nos permiten definir «progresivamente» quién es el filósofo. Siguiendo la lógica del artículo hemos de aclarar, antes de proseguir, que la pregunta sobre quién es el filósofo, una vez despojada de todo rastro de esencialismo y subjetivismo, además de la pregunta sobre dónde está el filósofo incluye también la pregunta sobre qué hace el filósofo o cuál/cómo es la actividad filosófica: definimos quién es alguien por qué hace o cómo lo hace, nunca al revés.

El examen de los distintos elementos que componen la actividad filosófica o que la hacen posible, es decir, las condiciones necesarias para que el filósofo pueda realizar su actividad y sin las cuales no podemos decir de alguien que sea efectivamente un filósofo (será otra cosa, pero no un filósofo), debería ser mucho más extenso de lo que aquí pretendemos desarrollar. En este sentido, el presente artículo marca el horizonte a seguir para un análisis completo de la figura del filósofo desde el materialismo filosófico, y en un futuro que esperemos no sea muy lejano será continuado con un nuevo artículo, o desarrollado bajo un formato literario más extenso.

En razón de estas dificultades, el presente análisis se centra en diferentes clases de elementos agrupados: «virtudes», «actividades», «recursos» y «obligaciones». Diremos algunas palabras sobre cada una de estas «clases filosóficas». Huelga decir, finalmente, que esta clasificación tiene una intención analítica, y que aunque procedamos a una separación en clases de cada uno de los elementos que colaboran en su totalidad a la definición de la actividad filosófica éstos no son disociables en el ejercicio filosófico. Por otro lado, y recordando algunas ideas planteadas previamente, es importante indicar que la actividad filosófica, cuando la abordamos desde la plataforma de la «Filosofía académica», no consiste en un trabajo individual sino colectivo, «institucional». Por eso, aun cuando nos refiramos a la figura del filósofo, es decir, del individuo que filosofa, hemos de tener en cuenta que la actividad filosófica no podría realizarse históricamente, o dicho de otro modo, no podría tener continuidad en el tiempo (Historia de la Filosofía) si no fuera por las «instituciones filosóficas»; más bien, si no fuera por la condición de la Filosofía como «institución cultural».

Destacaremos en primer lugar dos especies de virtudes según el rótulo del homenaje a la muerte de Gustavo Bueno pronunciado por Tomás García López: «virtudes éticas» y «virtudes académicas». Parecería que esta distinción se realiza en correspondencia con la distinción arriba expuesta entre el «plano del ejercicio» y el «plano de la representación», respectivamente. Sin embargo, según lo dicho sobre la imposibilidad de disociación entre la vida, el vivir, y la Filosofía, el filosofar, no podemos pensar que el filósofo sólo «muestra» sus virtudes éticas en el ejercicio profesional (en su cátedra, sea en un Instituto o en una Universidad), pero no en el ejercicio representativo (de su sistema filosófico), ni tampoco viceversa. No hay un «hombre allende del filósofo» ni un «filósofo allende del hombre», sino, por decirlo de alguna manera, un «hombre que piensa filosóficamente con arreglo a un sistema». Y es precisamente este sistema, de nuevo, el que condiciona su actuación virtuosa, y no al revés. Con otras palabras, es el sistema el que, en razón de sus requerimientos («imperativo de sistematicidad»), obliga (o precisa) a adoptar ciertas virtudes no sólo académicas, sino también éticas (en la medida en que se desarrolla en el contexto de una Escuela). Por otro lado, las virtudes que podríamos decir «filosóficas» o al menos imputables (por necesidad) al filósofo no son virtudes exclusivas de éste, «sino algo que incumbe a la totalidad de las ocupaciones y personas»{29}.

Por lo que respecta a las virtudes éticas nos limitaremos en este punto simplemente a señalarlas, y a advertir su relevancia respecto de las implicaciones vitales de la ética estoica, que cifraremos al final del artículo como uno de los aspectos fundamentales de la actividad filosófica desde la perspectiva materialista. Según Tomás García, tales virtudes son: la fortaleza, que se divide en firmeza y generosidad, y la disciplina militar. Una disciplina que el filósofo, en la medida en que no trabaja aislado del mundo ni de «los otros», no sólo se aplica para sí, sino también para los que están a su alrededor, sean estudiantes (pág. 4) o discípulos.

Las virtudes académicas se explican atendiendo a la teoría de las Ideas del materialismo filosófico, es decir, a la crítica a las teorías que apelan al origen extra-mundano de las Ideas filosóficas, sea en sentido teológico (San Agustín) o idealista-absoluto (Kant). Si las Ideas filosóficas surgen de los conflictos y rebasamientos categoriales de los conceptos, esto es, si la Filosofía trabaja a partir del material de las ciencias particulares, las cuales a su vez se desarrollan («cierran») a partir de las técnicas, no podemos reducir el trabajo del filósofo al puro gnosticismo de quien desde sí mismo produce un castillo de naipes, al modo cartesiano. Muy al contrario, diremos que la actividad filosófica requiere de la realización de tareas tales como investigaciones, consultas de archivos, estudio de manuales científicos, traducciones o recopilaciones. La «disciplina militar» de la que hablamos antes como virtud ética se transforma en virtud académica: trabajo, esfuerzo y dedicación.

Diremos también, aunque esto será desarrollado a continuación, que esas tareas que debe realizar el filósofo, y que en ocasiones ocupan la mayor parte de su tiempo, no las realiza aislado de los otros, o no siempre. Un ejemplo que demuestra esta tesis es la existencia en la Escuela del materialismo filosófico de científicos procedentes de otros «gremios», como pudieran serlo abogados, ingenieros o matemáticos, cuya participación en los procesos de confección de nuevas ideas, conceptos, terminologías o desarrollos adquiere un rango superior al de una simple consultoría externa. El filósofo que trabaja sólo en relación a otros filósofos (más si cabe si éstos pertenecen a su misma tradición) no es distinto del filósofo que trabaja solo.

Por lo que respecta a las actividades que realiza el filósofo, y en virtud de las cuales, pensamos, puede determinarse que es efectivamente un filósofo, diremos nuevamente que están condicionadas por la condición «escolar» de la Filosofía, y por la exigencia de sistematicidad que el filósofo asume para la correcta realización de su profesión.

Como ya hemos anunciado, pensamos lícita la explicación de algunos de los «componentes modales» de la Filosofía a partir de las «figuras pragmáticas» del «espacio gnoseológico» (Teoría del cierre categorial, Tomo I, Capítulo 3, parágrafo 20), en la medida en que pensamos que la actividad filosófica, por cuanto es una actividad institucional, no difiere, en lo que respecta estrictamente al «eje pragmático», de la actividad científica. En este sentido pensamos que las actividades filosóficas se pueden clasificar según sean «autológicas», cuando referimos a la presencia del filósofo individual (el «iniciador» del sistema o alguno de sus «seguidores»), y «dialógicas», con las cuales, además de explicar las actividades de orden estrictamente académico o institucional, acotamos las implicaciones ulteriores de la consideración de la actividad filosófica como una actividad puramente autológica, mental o gnóstica en las que incurren quienes defienden el origen mental de las Ideas, y la necesidad de «reclusión social» que sería, en consecuencia, la condición de posibilidad para el desarrollo de una Filosofía.

En la medida en que definimos la actividad filosófica como una actividad escolar, institucional y sistemática, no podemos aceptar la reducción de la misma a una pura entelequia autológica, sin perjuicio de la puesta en marcha de procesos psicológicos como el recuerdo (procesos o contenidos psicológicos que luego habrán de introducirse en una estructura lógica para adquirir la relevancia sistemática o filosófica necesaria). Ni Kant, de quien se dice que jamás salió de su Köninsberg natal, ni Descartes, con la famosa anécdota de la estufa y la cabaña, construyeron sus sistemas filosóficos enteramente desde sí mismos; podríamos decir, por la relevancia emic que Descartes le concedió a tal suceso, que en aquella noche de 1619, más que «[entregarse] a sus pensamientos» (Discurso del método, 1637), mantuvo un «dialogismo» (que no una relación social) con la tan recordada estufa.

En cuanto a las «actividades filosóficas autológicas» podríamos hablar de la lectura de los textos clásicos, sean filosóficos, científicos o propios de otros saberes, de la re-lectura de los mismos, de la traducción de textos en otras lenguas, de la interpretación requerida para todo ejercicio riguroso de traducción, de la escritura de ensayos, artículos, libros, &c. Por supuesto, estas actividades también se pueden realizar en un contexto no-autológico, cuando por ejemplo se cuenta con la colaboración de un traductor o de un escriba. En cualquier caso, y sin perjuicio de las «reliquias» e «instituciones» que participan en estas actividades, diremos que son de carácter autológico por cuanto se constata la presencia del individuo que decimos filósofo como único requisito para su práctica.

Por otro lado, y refiriendo a un conjunto más amplio, hablamos de las «actividades filosóficas dialógicas», en las que se requiere de la interacción de diferentes individuos, como pudieran serlo aquellas actividades relativas a «[…] su dilatada vida filosófica como profesor, conferenciante, escritor, tertuliano, personaje continuamente entrevistado»{30}. Una serie de actividades que competen tanto al «plano del ejercicio» como al «plano de la representación», y que a pesar de su carácter interactivo no deben confundirse con otras actividades no dialógicas, sino más bien sociales o gremiales, como pudieran serlo «[…] sus clases magistrales, sus seminarios, sus conferencias…, y desde la década de los noventa hasta su muerte en la Fundación que lleva su nombre, porque, incomprensiblemente, la Universidad de Oviedo le “negó la voz”, a través de sus fecundas lecciones, sus prolíficas teselas, sus fructíferos comentarios a las lecciones de los demás […]»{31}.

Un resumen bastante completo de los recursos o materiales con los que trabaja el filósofo, sea autológica o dialógicamente, así como de algunos ejemplos de «dialogismos filosóficos», los encontramos en el manuscrito del discurso de Tomás García López: «Esto lo decimos con independencia, claro está, de que en los numerosos encuentros, reuniones, cursos de los seguidores y estudiosos del Materialismo Filosófico, con Gustavo Bueno a la cabeza, el intercambio de contenidos esenciales, tercio-genéricos, propios de la Filosofía como lenguaje de segundo grado, se crucen con los contenidos o vivencias, segundo-genéricas, de las esferas personales de los concurrentes a los mismos, o con los objetos corpóreos, primo-genéricos, de naturaleza filosófica o científica utilizados en dichos eventos, tales como libros, cuadernillos, apuntes, fotocopias, fotografías, vídeos, &c.» (pág. 5). Y también: «[…] visitas, congresos, encuentros, cursos, seminarios, correspondencia epistolar o telefónica, &c. […] reliquias tales como papeletas de calificación, apuntes de clase, libros recomendados ex profeso por él, magnetofónicas con grabaciones de conferencias suyas, alguna carta, &c.» (págs. 10-11).

Sobre las obligaciones, diremos que las obligaciones a las que la Filosofía impele al filósofo, que se pueden derivar de las actividades filosóficas que éste ha de realizar durante su trayectoria filosófica, se pueden resumir en las obligaciones que Bueno consideró necesarias para el «prototipo de un buen profesor de Filosofía», que me tomo la ligereza de ampliar en el «prototipo de un buen filósofo»: el cultivo de los saberes científicos, políticos, religiosos, técnicos, tecnológicos, &c. (un cultivo que encuentra en la suscripción a revistas y semanarios científicos su signo primo y segundo genérico), el interés por la política de su presente en marcha (que tiene la militancia política como límite próximo requerido), y, por supuesto, el estudio de la tradición filosófica{32}.

Las dos primeras obligaciones, que denominaremos «obligación científica» y «obligación política», refieren al contacto con la realidad, que desde el materialismo filosófico consideramos irrenunciable para el correcto desenvolvimiento de la actividad institucional filosófica. La tercera obligación, de un carácter más marcadamente terciogenérico (sin que ello signifique la ausencia completa de materiales primo y segundo genéricos, tal y como se ha defendido con el desarrollo de las «clases filosóficas» anteriores), engloba a las otras dos en el contexto de una «implantación política de la Filosofía» que, por ser política y no simplemente gnóstica, supone una crítica a las «Ideas-fuerzas» del presente en marcha («Idea de Cultura», «Idea de Democracia», «Idea de Humanidad», &c.). Así, la «obligación crítica», que es la obligación propiamente filosófica, requiere de las otras dos para que la actividad que a partir de ellas se desarrolla, sea escolar o académica, adquiera un carácter filosófico y no quede reducida a «nematologías oficialistas» o a «análisis miserables» de la realidad del presente. Si recordamos los momentos de regressus y progressus del «descenso a la caverna», la «obligación crítica» supone el momento regresivo, esto es, el momento de análisis regresivo de las Ideas filosóficas según sus contextos determinantes, y la «obligación científica» y la «obligación política» el momento progresivo, de crítica de la realidad en marcha según el análisis realizado. Entendiendo, claro está, que la relación de continuidad entre los dos momentos y las tres obligaciones no es temporal, sino lógica, dado que no es posible disociar los momentos de ascenso y de descenso de la caverna.

4.4. La «vocación» filosófica y el «filósofo atento»

Para finalizar el análisis de la Idea de Filósofo en el materialismo filosófico, que, de nuevo, no es completo sino que marca una dirección de estudio que requerirá de mayor extensión y complejidad, no hay mejor colofón, a mi juicio, que la referencia a una de las expresiones que más se han empleado para definir la trayectoria filosófica de Gustavo Bueno, y que además se relaciona con un modo estoico de comprender la vida, la muerte y, en definitiva, la vocación: «Morir con las botas puestas».

Lo mismo que es la organización ontológica en forma de symploké lo que obliga al filósofo, si de veras quiere ser filósofo (y no, por ejemplo, intelectual, catedrático o doxógrafo), a acogerse al «imperativo de sistematicidad», el «actualismo» materialista aplicado a la idea de sustancia («sustancialidad actualista», en La fe del ateo, Temas de hoy, Madrid, 2007) obliga a una «atención» a la realidad, esto es, a las transformaciones dinámicas de las sustancias y a los desarrollos de las Ideas. En esta atención a la realidad ciframos uno de los puntos fundamentales de la definición del filósofo, y podemos definirla como un «permanecer expectantes y alerta ante los cambios que se avecinan y ya se están preparando», o, «[…] hay que “estar” preparados para aprovechar los movimientos geo-políticos que traigan las nuevas conflagraciones mundiales»{33}.

Si en este artículo hemos introducido las nociones de «sistema» y «escuela» como criterios básicos, al modo de parámetros de fijación, para definir quién y cómo es el filósofo, concluimos que: el enfrentamiento dialéctico entre sistemas filosóficos motivado por los distintos procesos y desarrollos de implantación política de las escuelas filosóficas «obliga» al filósofo a una «mirada atenta» de la realidad no para transformarla, cosa que no puede hacer más que mediatamente, sino para detectar los recorridos que trazan diferentes Ideas, en cuya conexión se entreteje el «mapamundi» que podemos considerar, muy apresuradamente, como objetivo de la Filosofía. Como, según las bases del materialismo filosófico, las partes del mundo son inconmensurables entre sí, como M constituye una realidad siempre abierta y sujeta a los resultados de la racionalidad operativa de E, y como en consecuencia Mi constituye un mundo no-cerrado (ignoramus ignorabimus), como no es posible construir un mapamundi que totalice el mundo, completamente cerrado, la obligación (y también la virtud) última a la que insta la Filosofía (en cuanto «Filosofía académica») es a la «atención» constante a los cambios y transformaciones que se producen en el mundo.

Según esto, la «muerte natural y estoica»{34} de Bueno (en el mismo año 2016 en que falleció nos legó una de las obras más potentes del materialismo filosófico, de la que hoy en día comienzan a surgir importantes desarrollos, como es El Ego trascendental), es decir, «morir con las botas puestas» o, como dice Martín Sáez, «vivir en plena forma» (pág. 119), es una de las virtudes que con mayor propiedad podemos atribuirle al filósofo, así entendido, como «filósofo atento».

La atención como requisito fundamental para la actividad filosófica, aun cuando pueda estar identificada con el imperativo «¡Dedícate a lo mejor!», es un principio que hay que analizar desde la condición de sistema de la Filosofía, y no desde la disposición particular del filósofo. Por ello, no pensamos que la máxima de Marco Aurelio «Presta atención y sea tu único deseo ser bueno en todo lo que hagas» (Meditaciones, VII, 58) deba entenderse compuesta por un solo imperativo, de tal modo que la atención implique dedicarse a lo mejor o ser el mejor en lo que se haga, sino por dos imperativos, de los cuales el primero determina al segundo. Si esto que proponemos es cierto, la «atención filosófica», cuyo sujeto, digámoslo así, no es el filósofo sino el sistema desde el que filosofa, es la que fija el valor de la acción que se realiza, y del sujeto que la realiza, en este caso sí, sujeto individual. Además, y para finalizar, esta «atención filosófica» es el elemento del artículo que requiere de un análisis más fino y preciso.

Notas

Referencias

{1} Daniel Martín Sáez, «¿Qué es filosofía? Respuesta crítica al materialismo de Gustavo Bueno», Ágora, 39, 2020, pp. 99-126.

{2} Tomando como textos base El papel de la filosofía en el conjunto del saber (1970) y ¿Qué es filosofía? El lugar de la filosofía en la educación (1995); así como la referencia que Bueno hace a estas obras en «Historia de las Ideas filosóficas» (El Catoblepas, 2015, 162:2).

{3} Por ejemplo, la distinción entre una Filosofía recta y una Filosofía oblicua (pág. 101) con sus correspondientes subdivisiones, o el repaso de las diferentes concepciones del filósofo que se han desarrollado durante el siglo XX (págs. 106-111).

{4} En el grupo de «acepciones rectas» de la Filosofía distingue las «acepciones no-subjetuales», con sus subdivisiones en «acepciones aitiológicas», «acepciones onto-existencialistas» y «acepciones gnósticas», de las «acepciones subjetuales», dentro de las cuales clasifica «acepciones egocéntricas», «acepciones subjetivo-existencialistas», «acepciones psicologistas» y «acepciones antropológicas». Por lo que respecta a las «acepciones oblicuas», distingue las «acepciones ancilares» de las «acepciones parasitarias» (págs. 101-102).

{5} Esta pregunta, aunque articulada de otra manera («¿Dónde está el filósofo?»), se la formuló Jesús Quintero a Gustavo Bueno en el programa radiofónico «El loco de la colina» en el año 2006. La tesis que se defiende en el párrafo se ajusta, a mi juicio, a la respuesta que dio Bueno.

{6} Manuel Sacristán, Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores, Nova Terra, Barcelona, 1968, pág. 2.

{7} Gustavo Bueno, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ciencia Nueva, Madrid, 1970, pág. 251.

{8} Entendemos «institución» según el «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones» (El Basilisco, 37, 2005, páginas 3-52).

{9} Luis Carlos Martín Jiménez, «La implantación política de la filosofía española», El Basilisco, 2019, 53, págs. 21-22.

{10} Íñigo Ongay de Felipe, «Enseñar a pensar… contra alguien: el papel del profesor de filosofía crítica en la educación secundaria», El Catoblepas, 129, 2012, pág. 1-22.

{11} Gustavo Bueno, ¿Qué es filosofía? El lugar de la filosofía en la educación. El papel de la filosofía en el conjunto del saber constituido por el saber político, el saber científico y el saber religioso de nuestra época, Pentalfa, Oviedo, 1995, pág. 44.

{12} Pilar Palop Jonqueras, «El sofista y el filósofo, la enseñanza de la filosofía a la luz del Protágoras de Platón», El Basilisco, 5, 1978, pág. 22.

{13} En Cuestiones cuánticas (edición de Ken Wilber, Kairós, 2017) encontramos numerosos ejemplos de «práctica puntual» de la filosofía (que conducen en la mayor de los casos a una mala filosofía) realizados por físicos de la talla de Heisenberg (págs. 61-124), Schrödinger (págs. 129-160), Einstein (págs. 165-180), Jeans (págs. 185-214), Planck (págs. 217-228), Pauli (págs. 233-244) y Eddington (págs. 249-317).

{14} Gustavo Bueno, «La democracia como ideología», OC, v. II, págs. 30-32.

{15} Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, OC, v. II, pág. 322. Sobre el concepto de «alquimia democrática».

{16} «El fundamentalismo democrático es una nematología de la democracia estrictamente metafísica, tan metafísica como pudiera serlo la nematología teológica del Antiguo Régimen que hacía derivar el absolutismo de la Gracia de Dios», Gustavo Bueno, «Consideraciones sobre la Democracia», OC, v. II, pág. 463.

{17} Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, Ibíd. pág. 105.

{18} En resumen, la batería de Ideas expuesta refiere a los temas de la «nebulosa nematológica» desde o sobre la que «filosofan» las «élites democráticas»: «Más aún, el hecho de considerar como propias de su filosofía a sus opiniones mundanas, evita a la élite interesarse por los análisis filosóficos que se mantienen en la tradición académica o escolástica, y a los que ni siquiera considerarán» (Gustavo Bueno, «Sobre las élites de periodistas en la democracia coronada», OC, v. II, pág. 419). Esta cita nos sirve para ejemplificar el modo como, según expondremos unos párrafos más abajo, la «sociedad de los filósofos» ignora la tradición filosófica desde la que se erige la «Filosofía académica», y el filósofo se encuentra denigrado por el periodista, el político, el economista, el técnico administrativo, el «artista», &c.

{19} Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente, Ibíd. págs. 214-227.

{20} Gustavo Bueno, «La ley electoral, ¿un déficit de la democracia española de 1978?», OC, v. II, págs. 443 y 446.

{21} Ensayos materialistas (Taurus, Madrid 1972, págs. 235-263), «El concepto de «implantación de la conciencia filosófica». Implantación gnóstica e implantación política» (Homenaje a Aranguren, Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid 1972, págs. 37-71), y ¿Qué es la filosofía? (Pentalfa, Oviedo 1995, págs. 70-99). Como podemos comprobar, la cuestión de la «implantación de la Filosofía» es una de las problemáticas a las que Bueno tiene que enfrentarse a la hora de abordar la condición o el estatuto de la Filosofía, ocupando lugares importantísimos en sus obras iniciales sobre esta cuestión.

{22} Luis Carlos Martín Jiménez, «La implantación política de la filosofía española», El Basilisco, 53, 2019, pág. 21.

{23} Tomás García López, «Gustavo Bueno. In memoriam: virtudes éticas, virtudes académicas», El Catoblepas, 174, 2016, pág. 3.

{24} Tomás García López, Ibíd., pág. 8.

{25} Tomás García López, «Pinceladas impresionistas para un homenaje a Gustavo Bueno», El Catoblepas, 164, 2014, pág. 16.

{26} Luis Carlos Martín Jiménez, Ibíd., págs. 18-19.

{27} Op. cit.

{28} Íñigo Ongay, «Los riesgos del ocio y el ocio como riesgo: dos marcos metafísicos para conceptuar el ocio», Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas, 51, 2017, pág. 4.

{29} Fernando Rodríguez Genovés, «Vida y filosofía», El Catoblepas, 97, 2010, pág. 8.

{30} Tomás García López, Ibíd., 2016, pág. 5.

{31} Ibídem, pág. 6.

{32} Las dos primeras obligaciones, y quizás el ejercicio de la tercera, las tomamos de la conferencia «El papel de la Filosofía en el Bachillerato» pronunciada por Gustavo Bueno en el Instituto de Enseñanza Secundaria Doctor Fleming de Oviedo, en la despedida al profesor Tomás García López por su jubilación (15/05/2012).

{33} Luis Carlos Martín Jiménez, Ibídem, págs. 74-75.

{34} Tomás García López, Ibíd., 2016, pág. 8.

Fuente:   https://nodulo.org/ec/2021/n195p09.htm

22 de junio de 2021.  ESPAÑA

 



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