Sobre la dignidad humana

De modo recurrente el tema de la dignidad del hombre ha surgido en el pensamiento de la civilización occidental a partir de los filósofos de la antigüedad clásica. En efecto, el aspecto ontológico fue vislumbrado por los sofistas y el lado moral fue fundamentado por los estoicos.

“No venderé el rico patrimonio
de los orientales al bajo precio
de la necesidad”
José Artigas

Aquellos planteamientos iniciales, empero, no lograron generar una teoría de la dignidad humana, si bien la palabra y el concepto adquirieron una temprana consistencia. Por ejemplo, cuando Cicerón, divulgador ecléctico de una vasta terminología filosófica, hablaba del laudare aliquem pro dignitate, se refería a la alabanza merecida por quien exhibe una loable conducta cívica.

La meditación sobre la dignidad del hombre, pese al escepticismo existente en la Edad Media acerca de las virtudes de un ser agobiado por el peso del Pecado Original, actitud negativa que le franqueó el paso a una visión miserabilista de nuestra residencia en la tierra , resurge con fuerza en la Summa Theologica ( Primera Parte, Cuestión 93) de Santo Tomás de Aquino – “el hombre en cuanto inteligencia es un reflejo de la imagen de Dios” – y cobra altura y expansión con los humanistas y filósofos del Renacimiento.

No obstante, y a manera de antídoto contra el etnocentrismo de Occidente, conviene recordar que en todos los tiempos y culturas muchos pensadores, y no solamente desde el campo de la filosofía, se han referido a este estilo de ser y de comportarse, considerado como propio de la persona humana.

En estos oscuros días
Tal énfasis en la exaltación de la parte perfectible de nuestro yo – recordemos los dos componentes del alma, el titánico, el oscuro, y el divino, el luminoso, propuestos por los órficos a partir de la mítica creación del hombre, vinculada con la muerte y resurrección de Dionysos Zagreo – aflora cuando se desmoronan los modelos morales, jurídicos y religiosos que mantienen en equilibrio los platillos de la balanza con que cada sociedad pesa los derechos y deberes de sus integrantes.

Dicha reiterada catástrofe -cuyo epílogo es el genocidio de los cuerpos y el vaciamiento de los espíritus-, se origina, entre otras causas de índole social y económica, por la arrogancia de los que mandan y la deshonestidad de los que administran. “La gloria, capa del crimen; crimen sin capa, el poder”: así, según la leyenda, Diógenes el Perro increpó a Alejandro el Rey.

La alianza de la desmesura y la corrupción, hambrientas devoradoras de valores y de bienes, ha provocado siglo tras siglo, en progresión casi geométrica, una perversa desigualdad económica y una creciente anomia social en las sociedades infectadas por el síndrome comercial – militar de la civilización de Occidente, colonialista y etnocéntrica.

Merced al reiterado uso de la arbitrariedad y la fuerza bruta, envueltas en el florido papel para regalos de un discurso filantrópico, nuestro escenario contemporáneo se ha convertido, por obra y (des) gracia del Big Stick que enarbolan los Estados Centrales, esos decadentes Cíclopes cegados por su propia hybris, en un jardín zoológico global de escarmentadas ovejas y recelosos lobos.

El espectáculo de un perpetuo conflicto, pautado por breves períodos de paz, no solo tiene por protagonistas a los grandes ejércitos y a las empresas transnacionales. También son responsables de esos baños de sangre quienes aplican desde arriba el terrorismo de los fuertes, a cargo del Estado, y los que practican desde abajo el terrorismo de los débiles, propio de los grupos religiosos y/o políticos irredentos, denominados hoy, al boleo, fundamentalistas.

En estos días, unos mesiánicos gobernantes y grupos de religiosos asesinos, armados hasta los dientes, y a veces apelando al mandato de Dios, vuelven a levantar cadalsos para ahorcar a la razón y a la concordia humanas. De idéntica manera, conformando el coro que celebra la apoteosis de las armas, alegaban los intelectuales belicistas de un cercano ayer, como sucedió con los apotegmas de Nietzsche (“es necesario que la guerra sea sin cuartel y exenta de toda piedad”), o de Jünger “ la guerra es la Epifanía de la verdad” o de Dostoievski (“la guerra es el necesario remedio para acabar con la decrepitud del mundo”).

No obstante la historia demuestra que a las guerras, esos reiterados homicidios colectivos que cuestan miles o millones de muertos, puede que las gane alguno de los gobiernos en pugna, pero siempre son perdidas por los pueblos contendientes. Los gobiernos ponen las armas y los pueblos ponen los muertos De ahí aquella famosa frase de Franklin: “There never was a good war or a bad peace”. Mucho antes, pero refiriéndose a los conflictos internos, Cicerón había expresado que cualquier tipo de paz entre los ciudadanos le parecía mejor que una guerra civil.(“Vel iniquissima pacem iustissimo bello anteferrem”).

Tales conceptos fueron luego repetidos, casi el pie de la letra, por Erasmo. Sin embargo, no caben en estos casos, y por ende no pueden ser censuradas, ni las luchas por la liberación del yugo colonialista externo, ni la resistencia armada de un Estado soberano ante el injusto ataque de otro Estado, ni las revoluciones contra los déspotas de entre casa. Dichos conflictos -las guerras justas aprobadas ayer por Grocio y Vitoria – se fundamentan en el restablecimiento de los Derechos Humanos, avasallados por los imperialismos extranjeros y las dictaduras domésticas. No es buena la paz, equivalente a la de los sepulcros, si es impuesta por un tirano de adentro o por un conquistador de afuera. “Solitudinem faciunt, pacem appellant”: “hacen un desierto y lo llama paz”, decía Tácito. Los invasores españoles en nombre de Dios y el Rey “pacificaban”, como rezan antiguos documentos, a los insolentes indígenas. O sea que, hablando sin eufemismos, los borraban de la faz de la tierra.

En consecuencia. no es reprobable la guerra si ella procura sacudir el yugo de los señores de horca y cuchilla recurriendo a las armas. No hay otro modo de restablecer la vigencia plena de los derechos humanos y de la humana dignidad que ellos conllevan. En efecto, como expresaba Salustio, la paz hace crecer las cosas pequeñas mientras que la discordia destruye las grandes. Sin embargo, no son cosas pequeñas la dignidad y la libertad humanas.

A esta altura del discurso resulta por demás oportuno rememorar aquella frase, que brilla como una estrella en la noche de ignominia instaurada por los actuales tecnificados albaceas de la muerte, incluida por Jefferson en la Declaración de Filadelfia del 4 de julio de 1776 : “Tenemos como verdades evidentes por sí mismas que todos los hombres han sido creados iguales ; que a todos les ha concedido el Creador ciertos derechos del que nadie les puede despojar ; que entre estos se hallan la vida, la libertad y la prosecución de la felicidad.

Que para asegurar estos derechos se instituyeron con el beneplácito y consentimiento de los hombres los gobiernos que debían regirnos, y que cuando uno de aquellos llega a ser perjudicial,por no defender como se debe las libertades de un pueblo, cuidando de su felicidad, este tiene el derecho para modificarlo o abolirlo, e instituir otro, basándose en tales principios y organizando sus poderes de tal modo que pueda contribuir al bienestar general” Abolirlo es un término elusivo, casi cortés.

A los gobiernos que esclavizan el pueblo se les echa a la brava, tal como Jefferson y los otros Padres Fundadores de la Patria lo acababan de hacer con los imperialistas ingleses en tiempos ya olvidados por los enanos que se trepan a las espaldas de aquellos gigantes, cuya pasión por la libertad dignificó al género humano.

La Edad de Hierro
En esta nueva Edad de Hierro iniciada, según la creencia de Hesiodo, en la Edad Media Griega (siglos VIII – VII a. J.C ), no dejan de aullar los perros de la guerra y el halcón carnicero vuela una y otra vez rumbo a su presa desde el puño de los señores. Según narra el labrador – poeta en uno de los poemas morales más intensos que jamás se hayan escrito, en la primitiva Edad de Oro no existían ” ni el mío ni el tuyo”, ni “el trabajo de sol a sol “, ni “la cruel enfermedad”, y se moría “como se duerme”. En la Edad de Hierro, la última de las cinco que pautan una progresiva decadencia, “los hombres no cesarán de estar abrumados de trabajos y miserias durante el día ni de ser corrompidos durante la noche […] el uno saqueará la ciudad del otro[…] no habrá ninguna piedad, ninguna justicia[…] solamente se respetará al violento e inicuo[…] no se conocerán ni la equidad ni el pudor[…] el malo ultrajará al bueno con palabras engañosas […] los dolores se quedarán entre los hombres y ya no habrá remedio para sus males”. (Erga kai Hemerai ).

Ante las continuas agresiones a los Derechos Humanos, hoy insistentemente alabados en la letra y como nunca violados en la praxis, se levanta, desde las gentes que se hacinan en las ciudades inmensas y los relictos aldeanos que languidecen en los campos cada vez mas desiertos , un manifiesto de libertad y dignidad , ya dirigido a quienes los atropellan , ya a los que, condenados por su condición miserable, los ignoran. De tal modo, a medida que los ilotas contemporáneos van cobrando conciencia de la universalidad y la irrenunciabilidad de sus Derechos Humanos, los integrantes de los pueblos sometidos y los proletariados internos, como los llamaba Toynbee, reivindican cada vez con mayor energía el pleno ejercicio de aquellos.

Los desencuentros entre el debe y el haber en la contabilidad moral del planeta provocan una creciente ola de in- dignación (y corto en dos el término para remitirlo a la lastimada raíz de la dignidad) contra aquellos que, justificando sus tropelías con una retórica mendaz, se sirven de sus paises en vez de servirlos, violando a cada paso las normas que conceden sentido a los bienes y valores, por escasos que sean, de la paz.

O contra aquellos otros que en nombre de ideas y creencias consideradas infalibles, cometen reiterados crímenes de lesa humanidad. Estas sevicias sin perdón y sin olvido, convertidas en conductas virtuosas por los manipuladores de la opinión pública – según Goebbels “la guerra es la forma más elemental del amor a la vida” – se remiten a los productos ideológicos de una matriz económica.

Las guerras púnicas se originaron por la posesión del trigo de Sicilia. Las que apuntan en estos días están amadrinadas por el dominio del petróleo del Medio Oriente. Quizá las del futuro sean por el agua. Y entonces llegará nuestro turno, ya que el acuífero Guaraní es una de las reservas mas cotizadas del planeta.

De la etimología a la semántica
Ante la perspectiva de un Apocalipsis en ciernes, del cual no podrá evadirse nuestro minúsculo Uruguay, nos hallamos hoy montando guardia al pie de los Derechos Humanos en torno al elevado asunto de la dignidad que distingue, o que debiera distinguir, a los representantes de nuestra especie.
Y a todo ello, ¿qué quiere decir dignidad y de qué fuente provienen la palabra y su significado?

La dignidad se remite al modo de ser de un ente digno, aunque esto parezca una tautológica petición de principios. Dignos son, en sentido general, el ser o la cosa que merecen el atributo que se les otorga; digno es el continente capaz de recibir el contenido expresado. Un hermoso espectáculo teatral es digno de ser visto, una lograda obra de arte es digna de ser gustada, un hombre de bien es digno de ser alabado.

En caso contrario se emplea la voz indigno: ni un mamarracho artístico ni los ladrones a mano armada o de cuello blanco, cada vez mas abundantes, aquí y ahora, son merecedores de encomio.

El sorprendente oráculo de las etimologías revela que los antiguos indoeuropeos llamaron dek a todo recipiente, voz que dio vida al decet latino, esto es, a lo que es de recibo, a lo que se acepta y conviene según la opinio necessitatis y el usus inveteratus consagrados por la costumbre. Luego, a partir de decet, aparecen las voces decus, decencia, decoris, decoro, decorare, decorar, dignus, digno, dignitas, dignidad, y dignare, juzgar algo o alguien como merecedores de lo que se les atribuye. En español, empero, dignarse vino a significar condescender, consentir, atender un reclamo a menudo inoportuno. Según define el Diccionario de la Real Academia, digno, en sentido general, es lo que merece algo, ya sea favorable o adverso. Pero en el sentido absoluto se refiere al buen concepto y se contrapone a indigno.

De tal modo un hombre digno es aquel que se hace acreedor del respeto y la estima, tanto de los otros como de sí mismo. Un hombre digno no comete las acciones consideradas degradantes o vergonzosas por el ordenamiento normativo que jerarquiza los valores sociales de su tiempo y lugar, es decir, de su cultura. Dichos valores exigen ser asumidos y encarnados por un sujeto que se piensa y se siente digno, y que como tal obra. Pero también han de ser aceptados y convertidos en bienes por sus semejantes, en cuanto protagonistas alternos, so pena de convertirse en metecos, en extranjeros culturales.

Pero es preciso dejar de lado el hoy tan llevado y traído “relativismo cultural”, que no se usa en el sentido antropológico sino para distinguir lo “políticamente correcto”. Yo me siento un hombre de izquierda pero no puedo tolerar que quienes se llaman izquierdistas callen ante los asesinatos de homosexuales y lapidaciones de mujeres en Irán, o las atrocidades de al Qaeda. Mucha de la llamada gente de izquierda aplaudió la voladura de las Torres Gemelas, repletas de laburantes “latinos” y negros dedicados a los dirty jobs, o que se encogieron de hombros ante la muerte de humildes bomberos – fueron 300- aplastados por los derrumbes.

Dueño de un justificado orgullo y una personal autoconsideración, el hombre digno no se humilla ni permite ser humillado. De tal modo se dice: fulano es pobre pero digno o mengano mantiene a cualquier precio su dignidad o zutano sobrelleva dignamente una desgracia. Por añadidura, y como variante, la voz dignidad califica a quienes son sensibles a las ofensas, desprecios o desconsideraciones. Eso engendra entonces un tipo de dignidad que se transforma en arrogante quisquillosidad o, de pronto, en un trasnochado rebrote de hidalguía que evoca aquella hispánica receta señorial: ” Procure siempre acertarla/ el honrado y principal/, pero si la acierta mal / , defendella y no enmendalla ”

El hemisferio ontológico
Desde el punto de vista filosófico puede hablarse de una ontología y de una ética de la dignidad. La ontología de la dignidad humana se refiere al supremo privilegio de ser los representantes de una especie que, a nuestro parecer, siempre indulgente con las virtudes que nos hemos atribuido en cuanto autodenominados Reyes de la Creación, ocupa un eslabón egregio en la cadena de los seres. Luis Vives en su Introductio ad Sapientiam (1524), resume aquellos aspectos cuando expresa “Dignidad es, o bien la buena opinión que tienen los hombres granjeada en justicia por la virtud, o cierto decoro que asoma al exterior de la virtud, que viverecatada en la más entrañable intimidad”.

Fueron los humanistas italianos Facio y Manetti quienes se refirieron por vez primera, y de modo expreso en el pensamiento de Occidente, a la dignidad de la criatura humana, destacando, entre otras dotes, su facultad para razonar, su capacidad para los oficios y las artes, su conocimiento de los seres y las cosas del contorno.

Marsilio Ficino retomó el asunto con originales argumentos pero fue su amigo, el joven y brillante Pico de la Mirándola, denominado el Príncipe de la Concordia, quien en el discurso De hominis dignitate (1486 ), consideró que los descendientes de la pareja inicial habían sido creados por Dios para pensar el mundo, alabar su hermosura y loar la majestad del Sumo Hacedor. Como los otros dones habían sido asignados a los seres creados antes del Sexto Día, el hombre, según Pico, posee una naturaleza abierta, de algún modo vacía, librada a su propio poder, constructivo o destructivo. Por lo tanto puede llegar a ser lo que se proponga, bueno o malo, merced al ejercicio de la voluntad y del libre albedrío.

El gran atributo del hombre es, pues, la libertad para elegir y para actuar. Su dignidad más alta y acabada será posible cuando opte por la mejor de las alternativas. Su poder intelectual y su capacidad afectiva, ventajas que le permiten edificar una vida regida por las normas de la moralidad, son, en definitiva, asunto suyo, y de manera excluyente. En efecto, cuando Dios se dirigió a Adán en el Paraíso estas habrían sido sus palabras, según la inventiva mitopoiética de aquel juvenil filósofo:
“Sin la constricción de límite alguno, de acuerdo con tu propio libre albedrío, en cuyas manos te hemos puesto, oh Adán, ordenarás por ti mismo los límites de tu naturaleza. Tendrás el poder de degenerar en las formas más bajas de la vida, que son bestiales. Tendrás el poder, que surge del juicio de tu alma, de volver a nacer en las formas más altas, que son divinas”

Esta ontología de la dignidad nos muestra al hombre como el supremo y único titular de derechos. Es el dueño del planeta y de la naturaleza animada e inanimada que viste la epidermis de la esfera terrestre. Es un precioso recipiente que todo lo merece, si bien ello depende de la elección acertada o errónea de la humana voluntad, la cual puede llenar el cuenco del espíritu con agua purísima o con barro emponzoñado. Se trata, en definitiva, del hombre convalidado por lo mejor de sí mismo, del hombre que reclama y ejercita su derecho a la escogencia del bien, del hombre que ostenta el poder de su puro albedrío, del hombre que, entre todos los seres, se distingue por el ejercicio de la libertad, un don que lo emancipa del mundo animal, prisionero de la rigidez del instinto, y lo orienta hacia lo sagrado.

El águila es siempre idéntica a su condición desde que nace hasta que muere. Está programada para ser un ave de presa. El hombre, en cambio, no se mantiene idéntico a si mismo desde la cuna hasta el sepulcro: va siendo porque se va haciendo. Cambia, se transforma, se engrandece, se degrada. Camina sobre la hojarasca de las distintas personalidades que podría haber asumido. Conciencia significa elección sentenció Bergson. Mucho mas radical fue Nietzsche al decir:” oh, voluntad de mi alma, a la que yo llamo destino”.

Hija del pathos y del logos, maleada por el alfarero de la educación, sumisa o rebelde a las atmósferas sociales que respira, esta extraña criatura sublunar resulta ser al fin el producto del cotejo entre el querer y el hacer, el arquitecto del nunca terminado edificio donde cohabitan, en armonía o en disonancia, las promesas de los proyectos y las concreciones de las obras. Y a lo largo de todo el proceso de humanización, que no es necesariamente el de perfeccionamiento, la aguja de la brújula moral puede orientarse hacia los puntos cardinales del bien o del mal, de la filantropía o de la iniquidad. La enseñanza ( de in signare, poner un sello, una marca), el ambiente, la circunstancia histórica siempre pesan. Pero enciertas ocasiones, si alguien con excepcionales dotes puede manipular el determinismo para transformarlo en posibilismo, pesa mucho mas la gravitación del microcosmos de la intima voluntad de la persona que, en solitario, elige el trazado de su órbita existencial e implacablemente la recorre.

En este punto bueno es recordar que entre los tributarios españoles de estas doctrinas se cuenta el Maestro Hernán Pérez de Oliva en cuyo Diálogo de la Dignidad del Hombre (1585) dos contendores disputan y exponen acerca de la dignidad de la condición humana. El uno, Aurelio, señala la parte baja, apocada y material de esta malhadada alimaña que es el hombre, y el otro, Antonio, ensalza la parte eminente de la persona, que es mucho más que el individuo, aquella porción física e indivisa que se hace extensa en la pura corporeidad. Defiende e ilustra entonces las sagaces capacidades inquisitivas, el despierto entendimiento, la gracia de la mano creadora, el peregrinaje del espíritu en pos de la trascendencia, el vuelo del alma transfigurada por el amor, el dócil acatamiento humano al soplo de lo divino.

Hoy se ha desacralizado este acento numinoso, especialmente subrayado por Pico de la Mirándola y Pérez de Oliva, y es al prójimo convertido en la complementación y espejo del Yo que se orienta el sujeto humano para confundirse con el “objeto” humano . De tal manera logra recibir en su vigilante conciencia, albergue del sentimiento y la razón, al bumeran gnoseológico de la persona, luego de haberlo lanzado hacia el blanco de la alteridad.

El hemisferio moral
El aspecto ético del asunto, concerniente a la reflexión filosófica sobre la moral – eso y no otra cosa es lo que significa la ética – se refiere, antes que a la jerarquía humana en la escala de los seres, a las relaciones codificadas y calificadas del hombre con sus semejantes. Al pisar el umbral de los preceptos de la moral teórica -o sea el deber ser deontológico fundamentado en las convenciones del nomos, aquel producto artificial de la polis que los sofistas oponían a la physis, la naturaleza en estado cósmico – dichos imperativos sociales son convertidos en acciones. El paso de la potencia insita en la norma al acto que da nacimiento a una relación social simbólica, plena de significado, abre las puertas de la moral práctica, fundamentada en las conductas que cumplen o contravienen los mandatos de la moral teórica.

En este momento ya estamos entrando en el territorio de los valores determinantes de la condición humana. Pero no a los valores concebidos al estilo de la metafísica platónica, tributaria del realismo absoluto que proclamaba la eternidad y ubicuidad de las Ideas, sino a la acuñada por el nominalismo antropológico, de sesgo relativista. Atento a ello, Montesquieu, en sus Lettres Persanes ( l721) expresó “verité dans un temps, erreur dans un autre “ .

Así como el hecho de ser hombres nos inviste con los derechos inherentes a nuestro rango superior en la pirámide de los seres, según las concepciones renacentistas antes expresadas, la circunstancia de actuar en el seno de una sociedad concreta en determinado tiempo y lugar, señala y califica las cargas que nos imponen los deberes humanos del aquí y ahora. En efecto, el ejercicio de mis derechos debe cesar donde comienzan los del prójimo. Y esto no está aun muy claro en la mente de quienes integran los grupos dominantes, cuyos errores y demasías han provocado – todos los pescados se pudren a partir de la cabeza – la desorientación, la desesperanza y el descreimiento que hoy afligen a los sectores lúcidos, o siquiera bien pensantes, de los pueblos, y golpean sin piedad a los estratos mas desamparados del ordenamiento social.

Kant, en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres (1786) tradujo dicho imperativo del siguiente modo: “Obra de manera de tratar a la humanidad tanto en tu persona como en la persona de otro siempre como un fin y nunca como un medio.” En ello consiste la dignidad del hombre. Poco despues Herder (Carta del 1796), que miraba con pesimismo los agujeros negros existentes en las almas de sus semejantes, si bien creía en la acción de la Bildung en el desarrollo nunca finalizado de la perfectibilidad humana, escribía así : “No es posible hablar de los derechos del hombre sin hablar tambien de sus deberes ; los unos dependen de los otros, y buscamos todavía una palabra que los incluya a ambos .Lo mismo ocurre con la dignidad humana. El género humano, tal como es hoy y será probablemente por mucho tiempo, no posee en su mayor parte dignidad alguna y merece más compasión que veneración.

No obstante, debe ser elevado a la verdadera naturaleza de la especie, a lo que determina su valor y su dignidad. Es la humanidad lo que caracteriza nuestra especie; pero esta cualidad no es en nosotros sino una virtualidad innata que requiere ser adecuadamente cultivada. No la traemos en una forma acabada al venir al mundo; ella debe ser el fin al que tiendan nuestros esfuerzos […] Este cultivo es una obra que debe proseguir ininterrumpidamente, pues de lo contrario recaeremos todos, grandes y pequeños, en la bestialidad y la brutalidad primitivas” La cuarta guerra mundial, de declararse, será a palos y pedradas, sentenció Einstein.

Derechos y deberes humanos
Ojalá que las anteriores advertencias puedan ser tenidas en cuenta, pese al foso temporal que nos separa de ellas, por quienes en este mal parido siglo XXI desempeñan altos cargos en la cosa pública y manejan la empresa privada, tanto en la subordinada periferia – el arrabal de las impotencias – como en los centros ecuménicos del tener y el saber – la sede de las potencias y las prepotencias- para que no conviertan sus derechos en patentes de corso y no olviden sus deberes hasta el punto de escarnecer, denigrar o aniquilar a sus semejantes, sean los que profesan su fe y acatan sus escalas de valores, sean los que adoran a otros dioses con otros rituales y abrevan en las fuentes de otras culturas.

La dignidad humana, para realizarse como camino y como posada, para consumarse al consumir su propia sustancia, reclama solidaridad con el Otro y respeto por sus sentimientos y sus ideas. Al emprender la defensa e ilustración de los Derechos Humanos, derechos cuyo ejercicio concede sentido a la vida y cuya salvaguarda debe realizarse aún a costa de perderla, conviene recordar una admonitoria frase del Mahatma Gandhi : “La verdadera fuente de los derechos es el deber. Si todos cumplimos nuestros deberes no habrá que ir muy lejos para encontrar los derechos. Si descuidando nuestros deberes corremos tras nuestros derechos, estos se nos escaparán como un fuego fatuo. Cuanto mas los persigamos más se alejarán”.

¿Qué significan estos conceptos que para algunos pueden parecer confusos, dado que meten en un mismo costal a los derechos y a los deberes sin distinguir entre quienes están obligados a respetarlos y quienes deben reclamarlos? Significan que si los gobernantes de un Estado cumplen con sus deberes para con los gobernados estos no reivindicarán sus derechos, pues todos y cada uno de ellos – los concernientes a la vida, la libertad, el trabajo, la salud, la educación, el libre pensamiento y la expresión del mismo, etc.- serán resguardados y perfeccionados por quienes están al frente de los destinos colectivos. Significan tambien que si las naciones poderosas no atacaran o explotaran, como ha sucedido a lo largo de la historia universal de la infamia, a las naciones débiles, estas verían protegidos sus derechos al pleno disfrute de sus bienes, a la realización autónoma de sus valores, al ejercicio tranquilo de sus costumbres, al respeto de sus concepciones acerca del más acá y del mas allá, a la conservación y enriquecimiento de sus civilizaciones.

En el ejercicio de las responsabilidades sociales de los Estados, de las naciones y los pueblos es donde se manifiesta, a mi juicio, la verdadera dignidad del hombre en tanto persona y de los hombres en su condición de socii que comparten las ideas y sentimientos enderezados a ennoblecer las acciones que otorgan sentido al oficio de vivir y morir en este mundo, que no es el mejor de los posibles, como suponía Leibniz, sino el único que nos ha tocado en suerte. Dicha dignidad, en suma, no es otra cosa que el compendio de nuestros derechos, cuya vigencia corresponde establecer y hacer respetar, y la raíz de nuestros deberes, que es preciso acatar y cumplir. Ellos son como la cara y la cruz de una misma moneda.

No se pueden sustentar por si solos. Necesitan los unos de los otros para alcanzar la meta de la dignidad por la senda, a veces espinosa, de la responsabilidad. De no ser así las sociedades humanas no podrían jamás ser favorecidas por los provechos de la Paz, ni engrandecidas por el perfeccionamiento de la Libertad, ni honradas por el progresivo imperio de la Justicia. Pero ¡atención! Estas altisonantes palabras, generalmente huecas por dentro, solo pueden adquirir carnadura y certidumbre mediante una pacífica y honesta convivencia, al margen de toda retórica, en el seno del Nosotros. Y recién ascenderán a las soleadas colinas de la fraternidad universal, aquella meta propuesta por los estoicos al proclamarse ciudadanos del mundo, cuando se comprenda, se respete y aún se logre amar al Otro.

Desde hace milenios, a tanteos, jaqueada por innumerables dudas y favorecida por muy pocas certidumbres, mezclando las alegrías con los pesares y las esperanzas con las frustraciones, la humanidad recorre un camino que se inició a partir de las hogueras del paleolítico. Ojalá que en algún no muy lejano día, al juntar la topía con la utopía, logremos conciliar los ideales de un mundo para todos con la realidad cotidiana de cada uno de los hombres, los grandes y los pequeños, los afortunados y los tristes. No obstante la incompletitud y contingencia de nuestra condición, nosotros, los huéspedes culturales de este planeta azul, a la vez creadores y portadores de la dignidad humana, siempre seremos más que la tenue sustancia de nuestros sueños.
El autor, en su calidad de antropólogo, es miembro de la Cátedra UNESCO de Derechos Humanos de la Universidad de la República, Montevideo, Uruguay

Fuente: http://www.bitacora.com.uy/noticia_4427_1.html

URUGUAY. 18 de junio de 2012



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Una respuesta a "Sobre la dignidad humana"

  1. mm aver yo solo se que nada se con respecto al tema pienso que la dignidad humana es la preeminencia o exelencia que muchas veces la olvidamos, y por lo general queda como una teoria planteada pero no desarrollada …

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