Filosofía para todos

La autora nos propone recuperar la filosofía como un instrumento fundamental para darle a la vida en sociedad -e incluso a la personal- un significado trascendente, que nos permita hacer funcionar mejor a las instituciones y a cada uno de nosotros dentro de ellas.
El siglo XXI está sediento de sentido. Más que nunca (o igual que siempre), es necesario darle a la filosofía el lugar que le corresponde. Preguntas cómo: ¿Quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿cuál es el propósito de nuestra vida? no son sólo para intelectuales o ermitaños barbudos.

El lugar de la filosofía es la calle, el aula. Cada persona, cada institución, debe interrogarse continuamente sobre su función para no acabar desvirtuándose, para no corromperse. No se trata de formular preguntas imposibles de responder, sino de poner en marcha un mecanismo que, seguramente no nos llevará a la revelación de la verdad, pero sí a tomar conciencia del sentido y el valor del lugar que ocupamos en la sociedad.

El siglo XX fue testigo de cambios profundos. La secularización de la educación, y de casi todos los ámbitos de la vida pública, ha dejado un vacío que debe reconocerse y llenarse positivamente. Es momento de reflexionar y remontarnos al origen de nuestras profesiones e instituciones.

Por eso, sostengo que la filosofía es un área del saber que nos interesa a todos y que debería incluirse en cada plan de estudio, tanto en el nivel medio como en el nivel superior.

Necesitamos ingenieros, abogados, médicos y empresarios conscientes de su rol en la sociedad, profesionales que puedan ver más allá de su conocimiento técnico específico, para apreciar el efecto que su obra tiene en la cultura y la vida pública.

Todos somos formadores de la cultura, todos somos responsables. El Estado mismo, a través de nuestros gobernantes, lleva tiempo relegando esta tarea de reflexión, este remontarse al origen que le dio sentido.

¿Cuántos tienen presente a diario el propósito que dio origen al Estado, el paso de la vida “en estado de naturaleza”” -donde rige la ley del más fuerte-al contrato social, por el cual, cada uno de nosotros entrega voluntariamente parte de su libertad para que el estado la administre en favor del bien público?

Hoy, el Estado no funciona según estos principios fundadores y, en lugar de garantizar los derechos y la voz de todas las partes de la sociedad, pretende comportarse como una empresa, interesado en negociar a la par de las multinacionales, en lugar de atender los asuntos cada vez más urgentes que justifican su existencia.

Si el Estado no responde a su propósito, ¿cómo espera erigirse en una autoridad respetada?

Hoy no hay respeto por la autoridad porque la autoridad no nos da algo en qué creer. No se trata de culpar a los políticos -que, en definitiva, salieron de esta misma sociedad-se trata de reflexionar sobre los valores que nos impulsan, porque no es sólo el Estado, también las universidades, los hospitales, los medios de comunicación, todos, pretenden (pretendemos) comportarse como empresas.

Los jóvenes profesionales que hoy empiezan su primer trabajo con aspiraciones de gerente, son la muestra de que no los impulsa la conciencia de tener el poder de hacer un aporte a la sociedad, no se sienten eslabones de una cadena o parte de algo que los trasciende. Su ideal, su motor, es el dinero, el éxito, el reconocimiento, siguen el modelo de la empresa.

No se trata de desterrar la empresa o el dinero, sino de desenmascararlos como ídolos y darles el nombre y el lugar que les corresponde, que no sean lo que nos inspire.

Dijo Pascal, “el espíritu cree naturalmente y la voluntad ama naturalmente, de modo que, ante la falta de verdaderos objetos, es necesario que se apeguen a los falsos”. He aquí un punto de partida para usar la filosofía como una herramienta que nos ayude a interrogarnos en este intento de recuperar el sentido.

Estamos pasando por alto esta necesidad de creer inherente al hombre, que abarca, pero también trasciende lo religioso. Por naturaleza, el hombre necesita creer en algo, necesita valores e ideales que sostengan sus actos, que le marquen el rumbo.

En un libro de psicología leí que “el adolescente es un creyente”, listo y lleno de entusiasmo por adherir a un ideal. No abordaba este tema específicamente, Freud, cuando dijo “no se trata de fundar una religión, sino de sublimar la necesidad de creer”, pero viene al caso, porque de esta necesidad de creer surge una de las fuerzas más poderosas que forman nuestra identidad individual y colectiva.

No se trata, entonces, de llenar el espacio que quedó tras la secularización de la educación con algo impuesto, ni de aprovecharnos de esa “necesidad de creer”, encausándola en una dirección determinada, sino simplemente de tenerla en cuenta, de generar los espacios de reflexión y proporcionar guías adecuadas para que ese espacio no se llene de falsos ídolos.

Las universidades están llenas de creyentes, pero ¿en qué creen? Muchos hoy creen, y me lo han dicho, que tiene el mejor trabajo quien no hace nada y gana mucho. Bien harían en practicar el trabajo voluntario para aprender que, además de ser un medio de vida, el trabajo es una herramienta que permite transformar y mejorar el entorno.

Convoquemos a padres, docentes e intelectuales a ayudar a recuperar el sentido, a generar espacios de diálogo y reflexión que nos sirvan para construir bases positivas y fundadas que sostengan nuestro trabajo.
Fuente: http://www.losandes.com.ar/notas/2010/5/13/opinion-489442.asp

ARGENTINA. 13 de Mayo de 2010



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