La vida, el cuerpo y la enfermedad

María Luisa Bacarlett ha escrito que cualquier intento por decir algo sobre
el pensamiento de Nietzsche está condenado al tartamudeo. Y esta es una
visión que comparto.

¿Quién puede jactarse de haber comprendido al
filósofo de Röcken?

¿Quién, luego de leerlo, no ha quedado con una
sensación de vacío, sin un asidero, sin nada seguro a lo cual aferrarse?

¿Quién no ha experimentado el sabor amargo que queda en la boca luego de
saber que la verdad, la bondad, la belleza, la justicia y la fe en Dios,
luego de Nietzsche, han perdido validez y sentido? Y es que, como sabemos,
el pensamiento de este filósofo alemán fue explosivo. Con él se desvanece
la confianza en la razón y la verdad, en la ciencia, la ética y los
valores, en la historia y el orden social y político, en la religión y
Dios, en la fe y el progreso. La reflexión nietzscheana tornó sospechoso
al hombre y todos sus ideales. Pero María Luisa Bacarlett ha dicho en su
libro Friedrich Nietzsche. La vida, el cuerpo y la enfermedad, que más
allá de los tópicos en los que se concentran las diversas interpretaciones
de la obra de este pensador: la muerte de Dios, el nihilismo, la voluntad de
poder, el eterno retorno, el superhombre, etc., existen otros que son
actualmente explorados; tópicos que caben en aquella expresión
heideggeriana de “biologismo nietzscheano” y que se refieren a la vida
como fenómeno biológico, al cuerpo como entidad orgánica y a la
enfermedad, como experiencia y estado corporal.

La autora recoge precisamente estos temas y nos recuerda que en la historia
de la filosofía occidental el cuerpo ha sido motivo de vergüenza. Como
“cárcel del alma”, el cuerpo es corruptible, mutable, temporal, finito,
mortal… El cuerpo mengua, es decir, degenera, se deteriora; pero no sólo
eso, históricamente, al ligarse a él los deseos y apetitos, la enfermedad
y desde luego la muerte, el cuerpo ha sido identificado con lo perecedero e
imperfecto. Por ello ha sido el gran ausente en la reflexión filosófica de
Occidente, salvo contadas excepciones entre las que destacan Spinoza,
Schopenhauer, Nietzsche, y más cerca de nosotros, Canguilhem y Foucault
quienes, con sus reflexiones, han venido a romper una larga tradición que
ha mirado con el rabillo del ojo la existencia corporal y pasado por alto la
importancia del cuerpo como una forma de asimilar el mundo.

Nietzsche, sugiere la también autora del texto Filosofía y enfermedad. Una
introducción a la obra de Georges Canguilhem, es “uno de los pocos
filósofos que en occidente se ocupó del cuerpo, de sus enfermedades y
dolores como dato imprescindible, no sólo de la filosofía, sino del acto
mismo de hacer filosofía”. Junto con Müller Lauter, Bacarlett asegura
que el tema del cuerpo y de la vida es el hilo conductor de la filosofía
nietzscheana y no sólo uno de sus temas centrales. Y es que, como parece
desprenderse de la lectura del libro, no tenemos cuerpo, somos cuerpo. El
cuerpo es receptáculo pero también motor. Es el dato más íntimo, la
realidad más innegable que nos constituye. El cuerpo es el fundamento que,
a pesar de haber sido negado o despreciado, ha servido de cimiento para
aquello que la metafísica ha favorecido y privilegiado: la razón, el
conocimiento, el alma, la conciencia.

Nietzsche supo de lo que hablaba al defender en sus escritos la importancia
de lo orgánico, pues vivió “en carne propia la enfermedad, la
convalecencia y la invalidez”. Esta vuelta a lo corporal que puede
desprenderse de una de tantas posibles lecturas de la obra nietzscheana,
subraya la preponderancia del cuerpo respecto a la conciencia, “una de las
capacidades más tardíamente adquiridas por lo orgánico”, dice la
autora. Facultad tardía, inacabada, inferior en relación con el cuerpo,
deficiente pero además propensa a falsificar y a emitir interpretaciones
más simples y falsas que busca darle unidad y sentido a la complejidad y a
lo que no tiene razón de ser.

El cuerpo es interpretación; y toda interpretación es invención, ilusión
que recorta, de un fondo primordial y monstruoso, un trozo de sentido a
partir del cual irrumpe una parte de la voluntad de poder que vitaliza al
mundo e instaura un punto de vista. El cuerpo es, por tanto, representación
de lo que subyace en el mundo, pero también es asimilación y perspectiva.
De ahí que María Luisa recupere la idea de que el actuar de toda voluntad,
de todo cuerpo y pensamiento, sea digestivo, es decir, esté orientado a
volvernos familiar lo extraño, a asimilar e incorporar lo ajeno.

Respecto a la salud y la enfermedad, la autora concluye diciendo que ambos
términos forman una simbiosis, lo que no implica mirar la enfermedad como
aquello que entorpece la vida sino como requisito fundamental para el
fortalecimiento de la propia salud. Ser o estar enfermo puede verse, sí,
como signo de debilidad y decadencia, pero también apertura a una salud
desconocida, vinculada a la gran salud, esa que, según Nietzsche, nada
tiene que ver con aferrarnos a valores fijos sino con propiciar el
movimiento y la exploración. En este juego de coexistencia entre la
enfermedad y la salud, la convalecencia desempeña un papel central. La
agonía del sufriente entabla un maridaje entre la desaparición del hombre
y la aparición de un hombre distinto (el superhombre), tonificado y
fortalecido, dispuesto a vencer los obstáculos y a “poner en riesgo su
verdad más preciosa”.

María Luisa Bacarlett recupera en este libro la necesidad de la ilusión
para vivir en un mundo falso, contradictorio y carente de sentido; nos
invita además a superar la enfermedad histórica que vive nuestro tiempo y
a reconocer que antes que seres pensantes somos seres vivientes,
caracterizados por la inestabilidad, el cambio y la fluctuación. En este
sentido, “el mundo que podemos representarnos es aquel que nos es dado a
través de nuestras condiciones vitales”. El cuerpo viene a ser entonces
no sólo el hospedero de nuestros estados orgánicos y de ánimo sino el
depositario de nuestras ilusiones, el lugar en el que se anidan nuevas
formas de vida, de asimilación y conocimiento, nuevas formas incluso de
sensibilidad que esperan el momento oportuno para emerger.

En el libro: Friedrich Nietzsche. La vida, el cuerpo y la enfermedad, se
recuperan las críticas hechas por el filósofo alemán al cristianismo, a
la democracia y a la ciencia; esferas de la vida que encierran en el fondo
un horror al vacío, a la diferencia y al sin sentido. De igual forma, se
distingue un nihilismo pasivo —como estado patológico que al querer
instalarnos en un mundo seguro y predecible nos hunde en la fantasía—, de
otro activo, que lleva a concebir la vida no como un fenómeno regular y
constante sino como aquello que carece de orden y de leyes, como algo
inédito e insospechable que requiere la creación de nuevos valores, lo
cual se logrará luego de haber destruido el edificio de nuestras creencias
y dar paso a un nihilismo completo que entienda lavida “como expresión
de la voluntad de poder” y reconquiste la salud que la moral cristiana
—que no representa sino un síntoma, un freno, un veneno y una falsa
interpretación que debe ser superada—, le arrebató para sumergirla en el
fango de la enfermedad y la decadencia.

María Luisa Bacarlett nos muestra en este texto a otro Nietzsche, ese que
se caracterizó por utilizar diversas expresiones con una fuerte carga
corporal. Expresiones que lo llevaron definitivamente a concebir la cultura
como expresión vital, como “el conjunto de ilusiones que cada pueblo se
forma para dar sentido y maquillar lo monstruoso”.

María Luisa Bacarlett,
Friedrich Nietzsche.
La vida, el cuerpo y la
enfermedad,
UAEM,
México,
2006,
222 pp.
Fuente: Germán Iván Martínez

MEXICO. 23 de mayo de 2011



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