Verdades necesarias

SARTRE tenía el vicio de pensar sobre todo y esa ambición propició que cometiera grandes errores. Pero sus reflexiones sobre la angustia, muy influidas por Kierkegaard, y la libertad como necesidad siguen sin perder ni un ápice de interés.
Le ví una noche de invierno encogido y arrugado, del brazo de Simone de Beauvoir, en la ‘rue’ Bonaparte junto a los Jardines de Luxemburgo. Su fragilidad me conmovió. Siempre me he preguntado como un tipo tan feo pudo tener tanta capacidad de seducción a las mujeres. Sin duda, su prodigiosa inteligencia compensaba sus defectos físicos, entre ellos, su baja estatura y su estrabismo. Contaba Beauvoir que Sartre bebía demasiado, se lavaba poco y que, al final de su vida, se orinaba en los pantalones.

El problema de los genios es que, cuando uno se acerca, descubre que son como los demás. Eso hace, a mi juicio, más misterioso su talento.

Jean-Paul Sartre mantuvo hasta el final de sus días una extraordinaria curiosidad intelectual que le llevó a practicar todos los géneros: el ensayo, la biografía, el teatro, la novela y el cuento.

En todos ellos se pueden encontrar las inquietudes del filósofo, cuya aportación esencial es que la vida no puede ser comprendida mediante categorías filosóficas sino que sólo adquiere sentido en la propia existencia del sujeto.

Pero Sartre fue más allá y retomando las ideas de Kant, señala que hay dos tipos de verdades: las necesarias y las contingentes. Las necesarias son aquellas que no pueden ser negadas mediante contradicción y las contingentes son las que aportan alguna información accidental sobre el ser.

Las matematicas o la física contienen asertos necesarios, como que dos y dos son cuatro, pero lo esencial es encontrar este tipo de verdades en nuestra existencia. Eso es mucho más difícil y requiere una indagación introspectiva. Sartre llega a la conclusión de que una de esas verdades necesarias es que el hombre está condenado a ser libre.

La libertad implica la necesidad de elegir y, por tanto, de ser responsable de nuestros actos, una noción que choca contra el determinismo biológico que representan científicos tan ilustres como Richard Dawkins.

Dawkins y otros alegan que son los genes los que condicionan nuestra conducta y que las ideas son, en muchas ocasiones, proyecciones de nuestro afán de encontrar sentido a la realidad. Por ejemplo, Dawkins apunta en ‘El espejismo de Dios’, un libro indispensable, que el origen de la religión está ligado a las condiciones de vida del hombre en el Paleolítico.

Sin entrar a fondo en este debate, yo me inclino a creer que, a pesar de nuestra herencia genética y cultural, somos libres de elegir entre el bien y el mal. He conocido a personas que han optado por sacrificar su vida para ayudar a los demás. Y eso es una elección.

La vida está llena de encrucijadas y estamos obligados a decidir. Incluso cuando soportamos una adversidad como la muerte de un padre o la pérdida de un empleo, podemos elegir cómo afrontar esa desgracia.

Lo esencial no es el sufrimiento o la alegría, que son circunstanciales, sino cómo somos capaces de sobrellevar lo que nos pasa. Y ello siempre desde la perspectiva de que somos seres arrojados al mundo y cuya experiencia empieza y acaba en nosotros. No hay modelos, no hay normas que hagan llevadero el dolor. Estamos condenados a inventarnos a nosotros mismos. A eso llamamos libertad.
Fuente: http://www.elmundo.es/opinion/2015/06/20/55845d5246163fcc1e8b4598.html

21 de junio de 2015.



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